Michael Connelly - Deuda De Sangre

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Tras dos años a la espera de un donante compatible, Terry McCaleb se recupera de un trasplante de corazón que le ha obligado a cambiar por completo de estilo de vida. Su única meta es reparar el velero en el que se ha retirado y dejar definitivamente atrás sus días como agente del FBI especializado en casos de asesinos en serie. Sin embargo, antes de empezar una nueva vida deberá zanjar un asunto pendiente: resolver el asesinato de Gloria Rivers, la mujer cuyo corazón late en su pecho.

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– No, estoy limpio.

– Tonterías. Tú entraste en la casa y te llevaste esa bonita pistola. La usaste en Lancaster y luego otra vez aquí a la vuelta, en la tienda. Eres un asesino Bolotov. Un asesino.

El ruso estaba sentado tranquilo, pero McCaleb se fijó en que tensaba los bíceps y el dibujo de su brazo se definía mejor. Continuó presionando.

– ¿Qué me dices del 7 de febrero? ¿También tienes una coartada para esa noche?

– No sé nada de esa noche. Tengo que…

– Fuiste al Sherman Market y asesinaste a dos personas esa noche. Deberías saberlo.

Bolotov se levantó de repente.

– ¿Quién es usted? No es policía.

McCaleb se limitó a mirarlo, sin levantarse, tratando de ocultar su sorpresa.

– Los policías van en parejas. ¿Quién es usted?

– Yo soy el que va a acabar contigo. Tú lo hiciste, Bolotov, y voy a probarlo.

– ¿Qué…?

Se produjo una insistente llamada a la puerta y McCaleb se volvió a mirar. Fue un pequeño error, pero Bolotov no necesitaba más. McCaleb lo vio venir con el rabillo del ojo, y de manera instintiva levantó los brazos para protegerse el pecho. No fue lo bastante rápido. El impacto del peso del ruso lo hizo caer hacia atrás, todavía sentado en la silla.

Bolotov lo tenía en el suelo mientras Toliver, o quienquiera que estuviese fuera, continuaba golpeando la puerta furiosamente. El ruso, más grande y más fuerte, mantenía a McCaleb tumbado, al tiempo que le revisaba los bolsillos. Su mano dio con la pistola, la arrancó del cinturón y la lanzó al otro lado del despacho. Por fin encontró la billetera de McCaleb en el bolsillo interior de la cazadora. Rasgó el bolsillo, sacó la billetera y la abrió.

– No hay placa. No es policía.

Se fijó en el nombre del carnet de conducir, guardado tras un plástico en la billetera.

– Terrell McCaleb.

Bolotov leyó entonces la dirección. McCaleb se sintió aliviado de que en realidad fueran las señas de la oficina del capitán de puerto, donde tenía una casilla postal.

– Quizá pase a visitarle un día de estos.

McCaleb no contestó ni se movió. Sabía que no tenía ninguna oportunidad de vencer al ruso. Mientras consideraba su complicada situación, Bolotov dejó caer la billetera en el pecho de McCaleb y se levantó de un salto. Arrancó la silla de debajo de las caderas de McCaleb y la alzó por encima de su cabeza. McCaleb levantó las manos para protegerse la cara y la cabeza, dándose cuenta en ese preciso instante de que estaba dejando desprotegido el pecho.

Oyó un ruido de cristales rotos y miró entre sus brazos para ver pasar la silla por la ventana rota del despacho. Bolotov la siguió, colándose sin dificultad por el agujero y aterrizando en la planta de ensamblaje. Un instante después ya se había esfumado.

McCaleb rodó hacia un lado, plegando los brazos en torno al pecho y levantando las rodillas. Puso la palma de la mano sobre el corazón tratando de sentir los latidos. Respiró hondo dos veces y, muy despacio, se arrodilló y se levantó. Los golpes en la puerta continuaban, esta vez acompañados de las desesperadas peticiones de Toliver de que abrieran.

McCaleb se estiró hacia la puerta y sintió vértigo. Era como deslizarse cuatro metros hacia abajo en el valle de una ola. Toliver entró en el despacho y empezó a gritarle, pero McCaleb no entendió sus palabras. Puso las palmas de las manos en el suelo y cerró los ojos, tratando de calmarse.

– ¡Mierda! -fue lo único que consiguió decir.

Buddy Lockridge saltó del Taurus al ver que se aproximaba McCaleb. Pasó por delante del coche y se acercó a él.

– Dios mío, ¿qué ha pasado?

– Nada. Cometí un error, eso es todo.

– Tienes un aspecto horrible.

– Ya estoy bien. Vamos.

Lockridge le abrió la puerta y fue a ocupar el asiento del conductor.

– ¿Estás seguro de que estás bien?

– Venga, vámonos.

– ¿Adónde?

– A buscar un teléfono.

– Hay uno aquí mismo.

Señaló el restaurante Jack in the Box, en la puerta de al lado. Había un público en la pared, junto a una de las entradas. McCaleb salió y, muy despacio, se acercó al teléfono. Mantenía la vista cuidadosamente puesta en el asfalto, temeroso de resbalar de nuevo hacia el vértigo.

Llamó al número directo de Jaye Winston con la idea de dejar un mensaje, pero ella contestó de inmediato.

– Soy Terry, creí que tenías juicio hoy.

– Lo tengo, pero ahora hay una pausa para comer. Tengo que volver a las dos. Iba a llamarte.

– ¿Para qué?

– Porque vamos a hacerlo.

– ¿Hacer qué?

– Hipnotizar a Noone. El capitán ha dado el visto bueno y yo he llamado al señor Noone. No ha puesto ninguna objeción. Ha pedido que lo hagamos esta noche porque se va de la ciudad, a Las Vegas, creo. Vendrá a las seis. Podrás estar a esa hora, ¿no?

– Allí estaré.

– Perfecto. ¿Para qué llamabas?

McCaleb vaciló. Lo que iba a decirle podría cambiar los planes, pero sabía que no podía esperar.

– ¿Puedes conseguir una foto de Bolotov para esta tarde?

– Ya tengo una. ¿Quieres enseñársela a Noone?

– Sí. Acabo de hacerle una visita y no ha reaccionado muy bien.

– ¿Qué ha pasado?

– Antes de que pudiera hacerle tres preguntas, me saltó encima y escapó.

– ¿Estás de broma?

– Ojalá.

– ¿Y qué hay de su coartada?

– Es tan sólida como un helado.

McCaleb le resumió su entrevista con Toliver y luego con Bolotov. Le dijo a Winston que debería poner una orden de busca y captura de Bolotov.

– ¿Por qué, Toliver o tú habéis presentado denuncia?

– Yo no, pero Toliver dijo que iba a denunciarlo por lo de la ventana.

– Muy bien. Pondré una orden. ¿Estás bien? Pareces aturdido.

– Estoy bien. ¿Va a cambiar esto las cosas o seguimos adelante con lo de esta tarde?

– Por lo que a mí respecta, seguimos adelante.

– Muy bien. Nos vemos entonces.

– Mira, Terry, no lo apuestes todo a Bolotov, ¿vale?

– Creo que puede ser el asesino.

– No sé, Lancaster está muy lejos de donde vive Bolotov. No olvides que ese tipo es un convicto. Que haya actuado así no significa que esté implicado, porque si no ha hecho esto habrá hecho otra cosa.

– Quizá. Pero sigo creyendo que puede ser él.

– Bueno, tal vez Noone nos alegre el día y lo señale a él entre un grupo de seis.

– Ahora te escucho.

Después de colgar, McCaleb volvió al Taurus sin dificultades. Ya en el coche, sacó del maletín el neceser que siempre llevaba consigo y lo puso en el suelo. Contenía la medicación de un día y una docena de Term-Strips, termómetros de un solo uso. Sacó el papel protector de una de las tiras y se la puso en la boca. Mientras aguardaba, le hizo una señal a Lockridge para que arrancara y, en cuanto el motor se puso en marcha, conectó el aire acondicionado.

– ¿Quieres aire? -preguntó Lockridge.

McCaleb asintió y Buddy aumentó la potencia del ventilador.

Transcurridos tres minutos, McCaleb se sacó la tira de la boca. Sintió una punzada de miedo al ver que la fina línea roja sobrepasaba la marca de los 37,7 ºC.

– Vamos a casa.

– ¿Estás seguro?

– Sí, al puerto.

Lockridge puso rumbo al sur por la autopista 101, y McCaleb movió las salidas de aire para que el frío le fuera directamente a la cara. Abrió otro Term-Strip y se lo puso bajo la lengua. Sintonizó la emisora KFWB y trató de calmarse mirando hacia la calle. Dos minutos después le había bajado la temperatura, pero seguía teniendo unas décimas. Su miedo empezó a disiparse y sintió que el nudo que se le había hecho en la garganta también se deshacía. Golpeó el salpicadero con las manos abiertas y se convenció a sí mismo de que se trataba de una anomalía momentánea. Había estado bien hasta entonces, y la única razón de su fiebre era que se había acalorado en su disputa con Bolotov.

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