Michael Connelly - Deuda De Sangre

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Tras dos años a la espera de un donante compatible, Terry McCaleb se recupera de un trasplante de corazón que le ha obligado a cambiar por completo de estilo de vida. Su única meta es reparar el velero en el que se ha retirado y dejar definitivamente atrás sus días como agente del FBI especializado en casos de asesinos en serie. Sin embargo, antes de empezar una nueva vida deberá zanjar un asunto pendiente: resolver el asesinato de Gloria Rivers, la mujer cuyo corazón late en su pecho.

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– Bueno, supongo…

– ¿Qué supone?

– Pase. La chica le indicará el camino.

Al cabo de tres minutos McCaleb había recorrido toda la longitud del edificio, pasado varias filas de mesas de ensamblaje y empaquetado y llegado a una oficina situada al fondo, junto a un muelle de carga. Había que subir un corto tramo de escalera para acceder a la oficina. Junto a la puerta, una ventana permitía a Toliver observar las mesas de trabajo, así como los muelles de entrada y expedición de mercancía. Por el camino, McCaleb prestó oído a las conversaciones de los empleados. En tres ocasiones oyó hablar en un idioma que le pareció ruso.

Cuando McCaleb abrió la puerta de la oficina, el hombre que asumió que era Toliver colgó el teléfono y lo saludó. Era un hombre delgado de sesenta y tantos años, de piel morena y curtida y pelo blanco en las sienes. Tenía una funda de plástico en el bolsillo de la camisa llena de bolígrafos diversos.

– Dispongo de poco tiempo -dijo-. He de verificar la carga de un camión.

– Muy bien. -McCaleb miró el informe situado en lo alto de la pila que llevaba-. Hace dos meses les dijo a los detectives Ritenbaugh y Aguilar que Mikail Bolotov estaba trabajando la noche del 22 de enero.

– Eso es. Lo recuerdo. No ha cambiado.

– ¿Está seguro, señor Toliver?

– ¿Qué quiere decir si estoy seguro? Sí, estoy seguro. Lo comprobé para esos dos tipos. Estaba en los registros y les mostré la tarjeta de fichar.

– ¿Me está diciendo que se basa en lo que vio en los registros de pago o que realmente vio a Bolotov trabajando esa noche?

– Estaba aquí. Lo recordaba. Mikail no falta nunca.

– Y recuerda que trabajó hasta las diez.

– La tarjeta mostraba que…

– No estoy hablándole de la tarjeta, le estoy preguntando si recuerda si se quedó hasta las diez.

Toliver no contestó. McCaleb miró por la ventana a la fila de mesas de trabajo.

– Tiene a mucha gente trabajando para usted, señor Toliver. ¿Cuántos hacen el turno de dos a diez?

– Ochenta y ocho ahora mismo.

– ¿Y entonces?

– Más o menos los mismos. ¿Cuál es la cuestión?

– La cuestión es que proporcionó a ese hombre una coartada basada en la tarjeta de fichar. ¿Cree que es posible que Bolotov saliera antes sin que nadie le viera y que luego un amigo fichara por él?

Toliver no contestó.

– Olvidémonos de Bolotov un momento, ¿ha tenido antes ese problema? Ya sabe, que alguien marque por otro.

– Llevamos en el negocio dieciséis años. Claro que ha ocurrido.

– De acuerdo. Ahora, ¿pudo pasar con Bolotov? ¿O se queda usted a la hora del cierre cada noche y se fija en que nadie marque dos tarjetas?

– Cualquier cosa es posible. No nos plantamos ante el reloj. La mayoría de las noches cierra mi hijo. Yo ya estoy en casa. Él cuida el negocio.

McCaleb aguantó la respiración un momento y sintió crecer la excitación que había estado conteniendo. En un tribunal, la respuesta de Toliver bastaría para desmontar la coartada de Bolotov.

– Su hijo es ese Randy.

– Sí, Randy.

– ¿Puedo hablar con él?

– Está en México. Tenemos otra planta en Mexicali. Pasa una semana al mes allí. Volverá la semana que viene.

– Quizá podríamos llamarle.

– Puedo intentarlo, pero probablemente está fuera, en la planta. A eso va. Para asegurarse de que la máquina sigue en marcha. Además, ¿cómo va a acordarse de una noche de hace tres meses? Hacemos relojes, detective. Cada noche hacemos los mismos relojes. Cada día los transportamos. Una noche no es distinta de otra.

McCaleb volvió la cabeza para mirar de nuevo por la ventana. Advirtió que muchos trabajadores abandonaban sus puestos y eran reemplazados por otros. Observó el cambio de turno hasta que localizó al hombre que creía que era Bolotov. No había foto en los informes, y sólo una somera descripción, pero el hombre que McCaleb estaba mirando llevaba una camiseta negra con las mangas ceñidas a unos brazos musculosos y tatuados. Los tatuajes eran todos de un solo color: azul prisión. Tenía que ser Bolotov.

– Es él, ¿verdad?

Señaló con la cabeza al hombre que acababa de sentarse a la mesa de trabajo. A McCaleb le pareció que el trabajo de Bolotov consistía en poner los relojes en un estuche de plástico y luego apilarlos en un carro de cuatro ruedas.

– ¿Cuál? -Toliver se había acercado a la ventana, junto a McCaleb.

– El de los tatuajes.

– Sí.

McCaleb asintió y pensó durante un momento.

– ¿Le dijo a Ritenbaugh y Aguilar que la coartada se basaba en lo que vio en los registros de pago y en las tarjetas de fichar y no en lo que usted o su hijo vieron realmente esa noche?

– Sí, se lo dije, y a ellos les pareció bien. Se marcharon y eso fue todo. Y ahora viene usted con todas estas preguntas. ¿Por qué no se ponen de acuerdo? Hubiera sido mucho más fácil que mi hijo se acordara al cabo de dos o tres semanas que no después de tres meses.

McCaleb mantuvo silencio mientras pensaba en Ritenbaugh y Aguilar. Probablemente tenían una lista de veinticinco nombres para cubrir en la semana en que fueron asignados al caso. Había sido un trabajo descuidado, pero entendía cómo había ocurrido.

– Mire, tengo que bajar al muelle -dijo Toliver-. ¿Quiere esperar hasta que vuelva?

– ¿Sabe qué, por qué no le dice a Bolotov que suba? Necesito hablar con él.

– ¿Aquí?

– Si no le importa, señor Toliver. Estoy seguro de que desea ayudarnos y continuar con su cooperación, ¿no es así? -Miró a Toliver como último refuerzo de su amenaza no verbalizada.

– Como quiera -dijo Toliver mientras levantaba las manos en un gesto de enfado y se dirigía a la puerta-. Pero no se pase todo el día.

– Ah, señor Toliver.

Toliver se detuvo ante la puerta y se volvió para mirar a McCaleb.

– He oído que se habla mucho en ruso allí abajo. ¿De dónde saca a los rusos?

– Son buenos trabajadores y no se quejan. Y tampoco les importa cobrar una miseria. Cuando necesitamos personal ponemos un anuncio en el periódico ruso local.

Salió, dejando la puerta abierta tras de sí. McCaleb colocó las dos sillas una a cada lado del escritorio, a un metro y medio de distancia la una de la otra. Se sentó a esperar en la más próxima a la puerta. Pensó con rapidez en cómo manejar la entrevista y decidió enfrentar a Bolotov de entrada. Quería provocar una respuesta, obtener algún tipo de reacción que le permitiera registrar las sensaciones que el ruso le suscitaba.

Sintió su presencia en el despacho y se volvió hacia la puerta. El hombre que había tomado por Bolotov estaba allí: metro ochenta, pelo negro, tez pálida. No obstante, sus brazos musculosos y tatuados -una serpiente enroscada en un brazo, unas telarañas en el otro- atraían toda la atención. McCaleb le señaló la silla vacía.

– Siéntate.

Bolotov se acercó a la silla y se sentó sin dudarlo. McCaleb vio que al parecer la telaraña continuaba bajo la camisa, y luego surgía a ambos lados del cuello. Tenía una araña negra justo detrás de la oreja izquierda.

– ¿Qué es esto?

– Lo mismo que antes, Bolotov. Me llamo McCaleb. Háblame de la noche del 22 de enero.

– Ya se lo dije a los otros antes. Trabajé aquí esa noche. No es a mí a quien busca.

– Eso dices, pero ahora las cosas han cambiado. Sabemos cosas que antes no sabíamos.

– ¿Qué cosas?

McCaleb se levantó y cerró la puerta; luego volvió a sentarse. Se trataba sólo de una pequeña actuación para subrayar su control. Algo para mantener ocupada la cabeza de Bolotov.

– ¿Qué cosas? -preguntó de nuevo.

– Como el robo de la casa de Mason, a unas pocas manzanas de aquí. La del árbol de Navidad con regalos, ¿te acuerdas? De ahí sacaste el arma, ¿verdad, Bolotov?

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