Scott Turow - El peso de la prueba

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Stern se arqueó y acercó el pie a la caja de seguridad. Aún estaba abierta. Entreabrió aún más la portezuela con la suela del zapato. Los documentos estaban allí. ¿Por qué no? Podía soportar cualquier cosa.

Había dos hojas escritas con la impresora de una microfilmadora, con tinta fuerte, cada una doblada en cuatro. Cuando las sacó de la caja, se cayeron varios papeles que envolvían documentos: dos cheques y varios cuadrados de celuloide gris que Stern reconoció como microfichas.

– Los teléfonos no funcionan -anunció Silvia, quien regresó al salón profundamente perturbada-. ¿Cómo podré comunicarme?

Remo regresó en ese momento.

– ¿Quién es ése? -preguntó-. ¿Quién viene?

Remo había pasado en el guardarropa tiempo suficiente como para reparar en las pesas y prefería no estar presente cuando llegara el dueño de la casa. Silvia le explicó su problema y salieron juntos para que Remo conectara de nuevo las líneas telefónicas. En el intervalo, Stern examinó los documentos de la caja. Remo y Silvia regresaron poco después.

– Viene hacia aquí -anunció Silvia.

Parecía consolada por la idea de que el desorden de la cocina quedaría prontamente arreglado.

– Bien, vámonos -dijo Remo, que no las tenía todas consigo.

Se agachó sobre la caja y la levantó con un resuello.

Stern y la hermana lo siguieron por el pasillo de piedra. Stern llevaba en las manos todos los documentos. Silvia abrió el cancel para que Remo saliera, y luego le abrió la portezuela trasera del Mercury. Parpadeando bajo el sol brillante, Stern y su hermana vieron cómo Remo bajaba la caja al sucio suelo del descalabrado Cougar. Se irguió y se sacudió las manos, recobrando el aliento. Un hilillo de sudor le corría por la sien.

– Pensándolo bien -decidió de pronto Stern-, la dejaremos.

Remo lo miró boquiabierto, mostrando sus dientes rotos.

– Por favor, Remo. Lleva la caja donde la encontramos.

– No -dijo él incrédulamente.

– Por favor -insistió Stern. Había adoptado su tono más autoritario y Remo lo miró con incertidumbre, reacio a obedecer pero sin animarse a presentar más objeciones. Stern se volvió hacia Silvia-. Todo quedará como estaba. No será preciso que digas nada.

Ella también parecía confusa, pero no sabía cómo reaccionar ante este cambio de actitud.

– Muy bien -dijo Stern a ambos.

Regresó hacia la casa y se volvió para pedir a Remo que llevara la caja al salón. Stern aún tenía todos los documentos. Se sentó en el sofá y los puso sobre la tapicería de seda para dejar los documentos en el orden en que los había encontrado. Las dos páginas copiadas iban primero, luego las microfichas y al final los dos cheques, uno dentro del otro. Estudió los cheques de nuevo. El primero era el cheque personal de Dixon, cancelado, por 252.646 dólares pagaderos a MD Clearing Corp. La nota del resumen decía «Débito cuenta 06894412», la cuenta Wunderkind. Según lo que le había dicho Sonny en Dulin, el gobierno ya tenía una copia microfilmada de este cheque gracias a la citación enviada al banco de Dixon.

El otro cheque, que Stern examinó con mayor detenimiento, estaba impreso en el papel verde del River National y era un giro certificado contra la cuenta de inversiones de Clara, a nombre de Dixon Hartnell. La cantidad era de 851.198 dólares. Stern sostuvo el cheque con la intensa emoción que aún le producía el contacto con una pertenencia de Clara. Plegó ambos cheques, los colocó dentro de las dos páginas impresas junto con las microfichas, siguiendo los mismos pliegues que había antes. Estas hojas reproducían la primera y última página del acuerdo de cuenta para Wunderkind, los dos lugares donde aparecía la identificación del responsable de la cuenta: nombre, dirección, número de seguridad social. En la última página, tras docenas de párrafos de advertencias y cláusulas, el cliente firmaba el acuerdo. Antes de guardar los documentos en la caja, que Remo había depositado a sus pies, Stern observó la línea final, donde Kate Stern había estampado su elegante firma.

42

Era evidente que no se sentía más feliz. Los acontecimientos de los últimos días lo habían dejado más confuso que nunca. Pero su vieja habilidad para distraerse con el trabajo había resurgido. Había recuperado el hábito de ser el primero en llegar a la oficina, y durante la última semana había aceptado tres casos nuevos de importancia: una estafa, una investigación por fraude y un caso local donde el propietario de un vertedero se enfrentaba a acusaciones de homicidio. Sondra y George alegaron que estaban abrumados de trabajo, pero Stern estaba preparado para aceptar los casos. En la oficina demostraba una energía y un deleite de los que antes carecía. ¡Los afanes del hombre en sociedad! El ajetreo, las llamadas telefónicas, los pequeños rayos de luz en la maraña de egoísmo y reglas. Alejandro Stern amaba la práctica de la ley. ¡Sus clientes, sus clientes! Ningún canto de sirena atraía más a Stern que la llamada de una persona en apuros: un malandrín encerrado en la comisaría en sus primeros tiempos, o un hombre de negocios acuciado por un agente del servicio fiscal, como le ocurría ahora. En cualquier caso, siempre lo excitaba: «No hable con nadie. Estaré allí dentro de un instante».

¿Qué era? ¿Qué era esa demencial devoción por gente que se resistía a pagar honorarios, que lo denostaba si perdía el caso, que le mentía por costumbre, retenía datos cruciales e ignoraba sus instrucciones? Lo necesitaban. ¡Lo necesitaban! Esos personajes débiles, lastimados y aun bufonescos requerían la ayuda de Alejandro Stern para salir adelante. El desastre acechaba. La destrucción de sus vidas. Lloraban en su oficina y juraban asesinar a sus camaradas traidores. Cuando volvían a sus cabales, se enjugaban los ojos y esperaban patéticamente a que Stern les dijera qué debían hacer. Él chupaba el puro y procedía a explicarles.

En la tarde del lunes, encontró un momento para llamar a Cal.

– Quería anunciarte que el asunto del cheque está resuelto.

– ¿En serio? -preguntó Cal.

– Por lo tanto, Cal, ten la amabilidad de decir a nuestros amigos del River National que todo está bien y agradéceles la cooperación.

– Claro, claro -dijo Cal, aclarándose la garganta- ¿Qué era?

– Un asunto muy complicado -respondió Stern.

– El beneficiario, quiero decir.

– Es difícil decirlo en este momento -repuso Stern, tratando de parecer sincero-. Pero pronto quedará aclarado, Cal. No tengas dudas. Te lo agradezco profundamente.

– Entiendo -replicó Cal.

Estaba ofendido, desde luego. Esperaba mayor veneración y confianza por parte de Stern, al menos por cortesía profesional.

Al regresar esa tarde a casa, encontró un enorme maletín en el vestíbulo. Se agachó para examinar la etiqueta. Marta estaba de vuelta. Por lo general viajaba con una mochila y un maletín, los bagajes de su vida diversificada.

No estaba en la casa. Tras subir al primer piso y llamarla, la descubrió desde la ventana del solario. Estaba apoyada en el seto, hablando animadamente con Fiona. Marta escuchaba con mayor interés del que acostumbraba mostrar por su vecina. Stern echó a andar hacia ellas. Cuando Marta lo vio, se acercó para abrazarlo, y Stern, por alguna razón, se inclinó sobre el seto, cogió la mano bronceada de Fiona y también la besó. Ella estaba con su atuendo de jardín, con hojas en el pelo, y pareció sonrojarse ante la vehemencia de Stern.

– Está guapísima, ¿verdad? -declaró Fiona, señalando a Marta, quien llevaba su habitual vestido sin formas, largo hasta el suelo. Sin duda Fiona abrigaba la secreta convicción de que Marta vestía como una de las mujeres que seguían a las caravanas de carretas por la pradera-. Le estaba dando la noticia.

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