– ¿Qué nombre usaste, Dixon?
Dixon dio media vuelta. Parecía muy incómodo.
– Kate. Ella firmó los papeles con su apellido de soltera. Estoy seguro de que no tenía ni idea de lo que ocurría. El mequetrefe sólo le indicó que firmara al lado de la X.
– ¿Qué obtuvo John a cambio de este favor?
– Oh, es el tonto del pueblo. Si le pido que salte, me pregunta a qué altura. Quiere ser un operador de la bolsa. Estaba esperando un ascenso. Oye, es un chaval. Es un fideo. Puedes moldearlo para darle la forma que quieres. Le pedí que hiciera cosas y me obedeció.
– ¿Ni siquiera le prometiste un céntimo de las ganancias?
– Jamás le hablé de ello. Francamente, creo que es demasiado estúpido para pedirlo. De todos modos, no hubo ganancias. No por mucho tiempo.
– Sí, Dixon. Explícame eso. ¿Robaste dinero y lo perdiste?
– Era como Las Vegas. ¿A quién le importaba? Perdí, gané más. Era un puñetero juego, Stern.
– En el cual involucraste a mi hija y mi yerno… tus sobrinos. Un delito en el cual decidiste ocultarte detrás de unos niños… mis niños.
Dixon no respondió. Regresó al sofá y encendió otro cigarrillo.
– ¿No calculaste, Dixon, que John hablaría al gobierno acerca de la cuenta y cómo se creó?
– Sí, lo calculé. Pero no tenía gran interés en contártelo. -Dixon se recostó y estiró los pies-. Tengo los documentos en casa. Los traeré.
– ¿No temías que yo te perdiera el respeto? -preguntó Stern con acerada frialdad.
– Oh, ve a que te den por el culo, Stern. Lo siento… ya está hecho. Soy culpable y me declaro culpable. Tendré mucho tiempo para arrepentirme. Así que llama a los malditos fiscales y terminemos con esto.
Con un brazo sobre el respaldo del sofá, Dixon formó anillos de humo en el aire.
– Eres culpable de muchas cosas, Dixon. Pero, por desgracia, no de este delito.
Dixon se irguió en el asiento.
– ¿Te has vuelto loco?
– Creo que no. Eres inocente, Dixon.
– Oh, por favor.
– Dixon, me estás diciendo precisamente lo que a tu entender piensa el gobierno.
– En eso tienes razón.
– Pero tú sabes que es mentira.
Dixon se levantó bruscamente, pero tardó en responder.
– ¿Mentira?
– Dejemos de lado, Dixon, la cuestión del motivo. Insistes en que un hombre rico puede robar con tanto entusiasmo como un pobre, y así ocurre a menudo. Pero expliquemos esto, por favor. Me dices que persuadiste a John de que abriera una cuenta para que la culpa recayera sobre otro si alguna vez llegaba el día. Sin embargo, cuando el gobierno descubrió la cuenta, tú escondiste los documentos.
– ¿Y qué? No soy tan idiota como pensé al principio. Además, ya te lo he dicho: prefería no explicártelo.
– Creo, Dixon, que tenías otros motivos.
– Estás desbarrando, Stern.
– Dime, Dixon, según tu explicación, ¿cómo se enteró el gobierno de todo esto? ¿Quién es el informante, Dixon?
Dixon negó con un gesto, como si nunca hubiera pensado en ello.
– ¿Quién crees que es? -preguntó.
– Tras mucho pensar, llegué a la conclusión de que es Margy, y que tú siempre lo has sabido, que incluso has dirigido su actividad.
Dixon se quedó de una pieza. Los ojos, de pronto más claros, se movieron primero.
– Estás totalmente chalado.
– Creo que no.
– Eres un caso -espetó Dixon-. ¿Lo sabías? Me fastidias durante meses para que te cuente esto, me interrogas, me mandas puñeteras mociones, amenazas a mi secretaria, y cuando al fin aflojo y te digo lo que ocurre, me llamas embustero y haces una acusación extravagante que se te ha ocurrido en una alucinación. Ve a que te den por el culo, Stern.
– Un maravilloso discurso.
Stern alzó ambas manos y aplaudió una vez.
– Me declararé culpable.
– ¿Por un delito que no has cometido?
– Mira, no aguanto más tus chorradas. Eres mi abogado, ¿no?
– De momento.
– Bien, quiero declararme culpable. Haz un trato. Ésas son tus órdenes. O instrucciones. Como las llames.
– Lo siento, Dixon. No puedo hacerlo.
– Entonces te despido.
– Muy bien.
– ¿Crees que no lo haré? Lo haré sin ti. La ciudad está llena de abogados. Todos trabajan si les pagas. Es como sangre en el agua. Conseguiré seis antes del anochecer.
– No eres culpable, Dixon.
Dixon hizo una mueca y soltó un gemido agudo.
– ¡Maldito seas, Stern!
Fue como un cañonazo. En alguna parte del silencioso edificio, Stern oyó movimientos. Pasillo abajo alguien abrió una puerta.
– Insufrible hijo de puta. ¿Ha habido algún momento de tu vida en que no te hayas creído más listo o mejor que yo?
Tenía los ojos desorbitados. Se acercó a Stern, quien temió que su cuñado le pegara. Pero al fin Dixon se alejó y se agachó ante la caja.
– Déjala, Dixon. Sigo bajo citación. La caja es cosa mía.
Dixon lo fulminó con su rabiosa mirada.
– ¿Te imaginas? -preguntó antes de irse.
– Soy Stern.
– Hola.
La saludó cordialmente y le preguntó cómo se encontraba. Al oír esa voz volvía a sentir, aunque más lejana, la misma tormenta de emociones. Un trueno distante. Miró el reloj del teléfono. Otro de sus aparatos. Eran más de las cinco.
– Escuche -dijo ella-. He recibido una llamada muy rara. Su cliente, Hartnell. Dijo que quiere venir para hablar conmigo.
– Ignórelo -dijo Stern.
– Lo he intentado. Le dije que no podía hablar con él, porque él tenía un abogado. Dijo que lo había despedido. ¿Es verdad?
Stern aguardó un instante y le dijo que no sabía bien en qué habían quedado, que Dixon estaba muy alterado en ese momento, agobiado por la tensión.
– Si me retiro, sin embargo, no lo haré hasta que él haya conseguido otro abogado. Insisto, Sonny, en que el gobierno no trate con él directamente.
– Bien, Sandy, no sé. Es decir…
– No la estoy criticando.
– Comprendo.
La mayoría de los jueces reaccionarían adversamente si el gobierno actuaba. Si Stern alegaba que el cliente estaba alterado, el tribunal entendería que la fiscalía se había aprovechado injustamente de la situación. Ni siquiera Sennett correría ese riesgo. Tenía el caso bien atado. ¿Para qué arriesgarse? Sonny, sin duda, estaba realizando los mismos cálculos.
– Hablaré con Stan -decidió al fin. La salida habitual para un problema-. ¿Debo entender que Hartnell desea declararse culpable?
– Yo le aconsejaría que no lo hiciera. Muy enfáticamente.
– Está usted fingiendo -dijo ella con cierto humor. Sonny no podía evitar cierta calidez. Le gustaba estar en el mismo problema que él, probándose a sí misma. Sin embargo, tuvo la bondad de no presionar demasiado-. ¿Qué hay de la caja? ¿Marta y usted han hablado de nuestra propuesta?
– ¿Qué quieren ustedes? -preguntó Stern.
Claro que lo recordaba. Era sólo otro truco de picapleitos, con la esperanza de que las condiciones mejoraran en la repetición. No mejoraron.
Ella le ofreció el mismo trato: presentar la caja y una declaración jurada de que el contenido no se había tocado. De nuevo en la misma situación, algo cotidiano en la vida de un abogado. A fin de cuentas era sólo una firma. ¿Quién lo sabría además de Stern?
– Creo, Sonny, que no podré aceptar.
– Sandy…
– Entiendo.
– Creo que no entiende. Stan está muy contrariado.
– Desde luego.
– Oh, vaya -exclamó ella, y reflexionó un instante-. No me gusta el cariz que toma esto, Sandy. En serio. ¿Sabe Dixon que podemos demostrar que él controlaba la cuenta? Me refiero a Wunderkind.
– No puedo contar lo que hablé con mi cliente, Sonny, pero no he faltado a mi promesa. Espero que usted no haya pensado lo contrario.
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