Scott Turow - El peso de la prueba

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El grupo se volvió a sentar ante la mesa de conferencias, sólida como una fortaleza. La luz del día se filtraba por las gruesas cortinas, largos paralelogramos de fulgor que conferían al resto de la habitación, por contraste, un aire carcelario. Pura metáfora, pensó Stern de esa asociación.

– Que conste oficialmente -dijo la juez Winchell a su relator-. Entiendo que el señor Sennett tiene una moción.

Stan señaló a Sonny, quien extrajo de un sobre una pequeña moción que tenía preparada de antemano. Pedía que se ordenara a Stern que reapareciera ante el gran jurado y respondiera a las preguntas que se había negado a contestar. Se requería esta nueva aparición porque el gran jurado no tenía poder para obligarlo a responder. Sólo se podía declarar a Stern en desacato -y encarcelarlo- si violaba la orden de la juez.

Moira dejó la moción a un lado.

– Bien, veamos qué ha pasado. ¿Ésta es la relatora del tribunal?

Shirley prestó juramento y leyó su libreta con voz cantarina, titubeando mientras interpretaba los símbolos estenográficos. El relator de la juez, Bob, estaba sentado al lado de Shirley y tomaba nota de todo con su propia máquina.

– Respuesta del señor Stern -leyó al finalizar-: «No pretendo estar en desacato ante nadie».

Stern vio que Sennett fruncía el ceño. La respuesta no lo convencía.

– De acuerdo, señorita Stern -dijo la juez con la formalidad que requería un diálogo oficial- ¿Qué dice usted de la moción?

– Protestamos, señoría.

Marta dijo que la recepción o retención de la caja por parte de Stern eran cuestiones que implicaban diálogos con el cliente. Pidió una semana para presentar un alegato que respaldara esta posición, y Sennett, que hablaba hoy en nombre del gobierno, objetó con su habitual tono de reprimida vehemencia. No eran necesarios alegatos acerca de este particular y ello retrasaría las acciones finales del gran jurado. Marta replicó con perspicacia pero la juez al fin se puso del lado del gobierno. No toleraría alegatos sobre cada pregunta que se formulara a Stern.

– Si hay algún alegato, lo leeré ahora -determinó la juez.

Marta extrajo de su maletín fotocopias de varias opiniones judiciales acerca del alcance del secreto entre abogado y cliente y pasó copias a la juez y los fiscales. Todos guardaron silencio mientras la juez y los abogados leían.

Stan sin duda pretendía presentar la acusación en breve. El día anterior por la mañana, Stern había recibido una carta del Departamento de Justicia, donde se le citaba con la sección de Crimen Organizado e Intimidación a las nueve de la mañana del martes siguiente en Washington, DC. Si todo andaba como de costumbre la reunión sería breve, cortés y superficial. Al cabo de dos semanas a lo sumo, la fiscalía tendría autorización y Dixon Hartnell dejaría de ser un personaje influyente para transformarse en pasto de tres o cuatro periódicos. Ese jueves por la mañana las páginas de negocios publicarían el rumor de su inminente sumario, como resultado de la investigación de Stan. Después de la lectura de los cargos, Stan celebraría una conferencia de prensa y haría fervientes declaraciones que lo harían parecer adecuadamente enérgico cuando su voz se repitiera en el noticiario nocturno. El viernes por la mañana la acusación llegaría a la primera plana y tal vez mereciera un artículo en el Wall Street Journal y el New York Times. Los periódicos del fin de semana publicarían un largo resumen, donde se compararía la cruzada de Sennett contra la corrupción en Kindle con otras en todo el país o, peor aún, se contaría el trágico ascenso y caída de Dixon Hartnell.

Y mientras devastaban su reputación, la vida empresarial de Dixon se desmoronaría. Los competidores cortejarían a los estupefactos clientes de Dixon, y los empleados clave actualizarían sus contactos. A la luz de las acusaciones, se emitiría de inmediato una orden de restricción para todo el patrimonio visible de Dixon, de modo que Stern tendría que llamar a Klonsky para pedirle autorización antes que Dixon pudiera cobrar un cheque para gastar dinero. Los periodistas acecharían frente a la casa de Dixon y lo llamarían al trabajo. Dixon vería por doquier un reflejo de aversión o juicio reprobatorio. Para Stern parecía imposible que Dixon pudiera desmoronarse tanto, o que pudiera seguir adelante ante tamaña humillación.

– He aquí mi opinión -dictaminó la juez, tras leer los casos de Marta y poco dispuesta a admitir objeciones-. Creo que estos casos no son pertinentes. En este circuito, bajo decisiones como Feldman y Walsh, un abogado tiene que hacer una presentación concreta para respaldar cada pregunta formulada o cada dato para el cual se reclama la inmunidad. Ésta se debe aplicar de hecho, no potencialmente. De ello concluyo que la inmunidad no protege al señor Stern ni a ningún otro testigo de responder si tiene en su posesión un objeto solicitado en una citación. De lo contrario, el tribunal y los abogados se enzarzarían en largos e inútiles procedimientos. Por lo tanto, señorita Stern, la objeción no ha lugar y ordeno al cliente que responda. Ahora. -La juez alzó las largas manos. No llevaba más joyas que una delgada sortija y tenía las uñas sin pintar-. Me gustaría saber si su cliente se propone responder o no, pues necesitaría tiempo para reflexionar antes de pronunciarme sobre un desacato. ¿Por qué no entran en mi estudio para conferenciar?

– Creo que ella tiene razón -dijo Marta, en cuanto cerró la puerta del estudio.

– Claro que sí -admitió Stern. Era una habitación pequeña, tal vez la oficina de un escribiente cuando se construyó el edificio. Había una pared de libros, varias fotos de Jason Winchell, una foto de una perra, una setter irlandesa, en diversos momentos de su vida, desde que era un cachorro hasta que tenía su propia camada. Los ojos de la perra brillaban verdes y escalofriantes a la luz del flash mientras su prole mamaba- ¿Deseas que responda a esa pregunta?

– Te lo aconsejo -contestó Marta.

Regresaron a la mesa. Marta anunció que Stern respondería. Los fiscales no reaccionaron, pero la juez asintió con satisfacción.

– De acuerdo -dijo la juez-. ¿Cuál será la próxima pregunta? Quisiera impedir que los jurados pierdan tiempo mientras los abogados van y vienen.

– Bien, ¿cuál es la respuesta a la pregunta? -intervino Sennett.

La juez miró a Stern y Marta alzó la mano para impedir que su padre hablara.

– Creo que mi cliente indicará que la caja está en su posesión.

Marta sabía esto, pues había vuelto a ver la caja en la oficina. Pero Stern no había mencionado las nuevas conversaciones entre Dixon y él, y Marta había tenido la prudencia de no preguntar. Tomaba en serio la obligación de su padre de guardar reserva respecto a las confidencias de Dixon.

Al saber que Stern tenía la caja, Sennett se volvió hacia Klonsky. Tal vez había esperado que no fuera así. Sonny no respondió. Ante el gran jurado actuaba con soltura, pero ahora, al afrontar las consecuencias, estaba menos animada y parecía cada vez más distanciada del procedimiento, donde Sennett llevaba la voz cantante. Estaba más pálida. Stern no pudo evitar pensar en Kate, aunque poco lo consolaron lo que parecían signos de complicidad de Sonny.

– Próxima pregunta -indicó la juez.

– La próxima pregunta -dijo Sennett- es si la caja, el contenido incluido, está en las mismas condiciones que cuando el señor Stern la recibió o si, según su conocimiento, se ha sustraído algo.

Marta iba a hablar, pero la juez ya estaba meneando la cabeza. Las preguntas, de una en una, advirtió a Sennett. Él le susurró algo a Klonsky, quien se encogió de hombros.

– La pregunta -prosiguió Sennett- es si el señor Stern tiene conocimiento de que se haya sustraído algo de la caja desde el momento en que se entregó la citación.

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