El jueves por la tarde Stern acudió al remodelado edificio de apartamentos donde vivía el hijo con la idea de que Peter merecía la oportunidad de compartir el peso que lo agobiaba. Después de sus peripecias con el gran jurado, Stern estaba demasiado distraído para trabajar. Aunque sentía la necesidad de aprovechar la postergación de la sentencia, también estaba preocupado por Klonsky, quien, consternada por los taimados trucos de Sennett, podía echar a perder su carrera. Al final pensó en Peter. A las tres llamó a la oficina de su hijo, donde el personal le recordó que Peter no trabajaba los jueves. Luego lo llamó a su casa. Al parecer se hallaba allí, pues estaba comunicando. Lo intentó en vano varias veces y al final decidió ir a verlo mientras aún tenía el valor suficiente. No quería enfrentamientos ni escándalos. Daría por sentado que Peter tenía buenas intenciones y estaba comprometido por obligaciones profesionales. Pero Stern había decidido que era mejor tratar el tema abiertamente. Prefería no tener nada que lo distrajera cuando enfilara hacia el calamitoso e inevitable enfrentamiento con John y Kate. Temía que ese encuentro destrozara la familia Stern; flotarían por el espacio como un cinturón de asteroides, fragmentos de la misma materia, en la misma órbita, pero separados. Sólo Marta vería las cosas desde la perspectiva de su padre, pero incluso ella quedaría un poco distanciada.
Bajo la luz tenue del vestíbulo, Stern trató de relacionar el nombre con un botón. «4B P. Stern.» Allí estaba. En opinión de Stern, la parte del sur de la ciudad resultaba desoladora. Había sido zona de barriadas pobres y misiones, hasta que los constructores habían iniciado su ofensiva cinco años atrás. Las viejas iglesias, las imprentas, incluso la inactiva estación ferroviaria se transformaron en apartamentos, pero la zona no atrajo a muchos habitantes. Las calles estaban desiertas, había pocas plantas y menos niños. Algunos indigentes se emborrachaban y regresaban allí por costumbre o confusión y se tendían en los portales limpios, apoyando las hirsutas cabezas contra las relucientes placas de bronce de las puertas pulidas. Al parecer todos los habitantes del lugar eran como Peter, jóvenes y sin hijos, felices de cambiar la comodidad de un lugar céntrico por otras ventajas.
Una bonita joven entró en el vestíbulo. Traía ropa de la lavandería y llevaba un atuendo urbano: traje azul, calzado deportivo, auriculares amarillos. La puerta interior del vestíbulo se abría mediante una tarjeta electrónica que ella extrajo de la cartera. Stern pulsó el botón del apartamento de Peter y, cuando la joven le sostuvo la puerta, entró. Mientras subía la escalera -esos edificios no tenían ascensor- se preparó una vez más. Se prometió que no haría escenas. Llamó a la puerta. Al cabo de un momento la cara de Peter apareció en la rendija que se abrió entre la puerta sujeta con cadena y el marco.
– Papá.
Las emociones habituales cruzaron la cara de Peter: incomodidad, sorpresa. Oh, Dios, ese eterno fastidio.
– ¿Puedo pasar?
Peter no respondió. Cerró la puerta para sacar la cadena. ¿Se oía movimiento dentro? No había nadie más cuando Peter abrió la puerta de par en par. Iba vestido con ropa de ciclista, blusa de color, pantalones negros con franjas de tela reflectora en los flancos, zapatillas planas. Peter tenía el pelo desaliñado después de su paseo. La bicicleta, con el casco negro colgado del manillar, estaba apoyada cerca de la puerta, como si formara parte del mobiliario.
– Vaya, papá, ¿por qué no has llamado?
Stern explicó que no había podido comunicarse.
– Me gustaría hablar de unos asuntos -dijo.
– ¿Asuntos? -preguntó Peter. Aún estaban cerca de la puerta y Stern echó un vistazo al apartamento y avanzó un paso más. La cocina, el comedor y el salón formaban una sola habitación, y al lado había un dormitorio con cuarto de baño. La decoración era sencilla: carteles de ópera y muebles brillantes rellenos de material sintético, piezas modernas y baratas. Peter no lo invitó a sentarse-. ¿Qué clase de asuntos?
– Referentes a tu madre -detalló Stern-. Deseo mantener una conversación sincera contigo.
Peter torció el gesto. Tal vez era el tema o tal vez la idea de entablar una conversación abierta con el padre. Sin hacer caso de la falta de hospitalidad del hijo, Stern se internó en el salón, mirando alrededor.
– Muy bonito -comentó.
Había estado allí sólo una vez, cuando su hijo acababa de mudarse.
– Mira, papá, en este momento estoy ocupado.
– No me propongo hablar mucho tiempo, Peter. Supongo que yo tendré que decir más que tú, y no es mucho.
– ¿Acerca de qué?
Stern se sentó en el sofá.
– Peter, desde hace tiempo sospecho que cuando me pediste que no permitiera la autopsia de tu madre estabas preocupado por algo más que tu bienestar emocional.
Peter le clavó los ojos azules sin mover la cara enjuta.
– Francamente, estaba avergonzado cuando fui a verte al consultorio -dijo Stern-. Parecías muy convencido de que había ido allí porque mi amante tenía este problema. Ahora comprendo que tu teoría era que yo me había contagiado antes y que era yo quien había contagiado la enfermedad a mi nueva conocida. Por eso insististe en efectuar análisis tan rigurosos.
Peter, con semblante incrédulo y demudado, alzó las manos.
– Papá, ahora no.
– No estoy aquí para criticarte. Al contrario…
Peter se acercó al padre y le habló con resuelta claridad.
– Papá, no estamos solos. Tengo un huésped.
Se oyó un carraspeo en el dormitorio. El sonido era inequívoco.
Era un hombre.
– Entiendo -dijo Stern. Se levantó de inmediato. Aunque estaba dispuesto a resistir esto, sintió mareo y repulsión. No atinaba a entender este estilo de vida, esta elección, o como se llamara. No los actos, sino la filosofía del asunto. Stern no tenía en gran estima a los hombres. Eran bruscos, a veces insidiosos, y en general poco dignos de confianza. Las mujeres eran mucho mejores, excepto que lo intimidaban-. Bien, tenemos que hablar pronto.
Intentó mirar al hijo, pero en cambio contempló la punta de su zapato. Allí vio un maletín, sin duda del visitante, apoyado en el bloque de metal laminado que pasaba por mesilla. Era un maletín de vinilo azul de donde colgaba un gran marbete de bronce. Stern había visto este maletín antes. Al comprenderlo, experimentó un nuevo torrente de emociones: pánico, confusión. Conocía a ese hombre.
– Mira, iremos a cenar -dijo Peter.
– ¿Esta noche?
– Esta noche no. Ya te llamaré.
Le tocó el hombro.
Era desagradable, desde luego. Podía vivir sin conocer ciertos secretos, ¿o no? Las compulsiones de la vida no tenían remedio. Stern miró de soslayo el maletín. El marbete era una ampliación de la tarjeta profesional del dueño -Stern había visto antes estos objetos- pero no se veía desde allí. Se dejó conducir hacia la puerta.
– Esta semana -señaló Stern-. Después, tal vez esté en la cárcel.
– ¿Cárcel?
– Una historia interesante.
Peter agitó la mano. No quería saber, ni que su visitante lo oyera. La señal activó una repentina señal de alarma. Stern volvió los ojos hacia el maletín. Si tuviera la vista aguda el marbete le resultaría legible.
Y lo era. No el nombre, pero Stern reconoció el timbre. En ese instante, Stern se zafó de Peter y se agachó para cerciorarse de que no cometía un error.
– Oh, mierda -exclamó Peter detrás de él.
Stern se levantó y se acomodó la chaqueta, un gesto tribunalicio al que recurría antes de enfrentarse a un testigo difícil.
– Agente Horn -dijo Stern en voz alta-. Salga.
– Oh, mierda -repitió Peter, con mayor desesperación.
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