Scott Turow - El peso de la prueba

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– Bastante -dijo Stern.

– John creyó que tenía información confidencial… apostó a que el mercado azucarero mundial iba a derrumbarse. Pero quedó destruido. Fulminado. El alza del mercado fue tan rápida que ni siquiera pudo salir a tiempo. Cuando se despejó la humareda, no sólo había perdido hasta el último céntimo de la cuenta Wunderkind, sino que debía a MD 250.000 dólares por las pérdidas en el valor de la posición por encima de sus acciones.

– ¿Ahí entra Dixon?

– Casi. Primero, John se asusta. Puedes decir lo que quieras sobre lo que hizo, pero el riesgo era bajo con cuentas diferentes. El mejor operador del país no podría seguir el rastro entre la cuenta de errores y la cuenta Wunderkind sin ayuda. Pero al tener un déficit de un cuarto de millón, se vio en apuros. Como comprenderás, no tenía dinero, pero tampoco podía acudir a la familia para pedir un préstamo. Así que optó por lo que parece ser la única alternativa. Empezó a eliminar todos los documentos que demostraban quién poseía la cuenta. La idea era que de esta forma no podrían encontrarlo. Se introdujo en el sistema informático y limpió los archivos. Frió la microficha. Por desgracia, desde luego, el duplicado de la ficha estaba en Chicago. John llamó a un empleado con algún pretexto y le pidió que mandara los duplicados, pero el empleado le preguntó primero a alguien… ¿Quién está a cargo de allá?

– Margy Allison.

– Eso es. Margy llamó a Dixon, quien ya sabía por el departamento de contabilidad lo referente a la cuenta Wunderkind y a su elevado déficit. Dixon pidió a Margy que le enviara los documentos que John había solicitado. Cuando llamó a John dos días más tarde, Dixon tenía las páginas que había hecho imprimir con la ficha y las declaraciones de cuenta en el escritorio. Hizo sentar a John en una de esas sillas Corbusier, las cuadradas con marco de acero inoxidable. Cogió a John por la corbata, le puso la rodilla en el pecho y lo molió a golpes. Toda una escena. Dixon es fuerte, pero no tiene la corpulencia de John. Sin embargo, John se quedó allí como un guiñapo, sangrando y llorando, suplicando.

Peter se pasó la mano por el cabello. Dixon ya había extendido un cheque para compensar el déficit de la cuenta Wunderkind. Prefería eso antes que admitir ante sus mejores clientes, los que habían efectuado los pedidos grandes que John había usado con anticipación, que nadie se daba cuenta de que un empleado, y para colmo un pariente, les estaba robando. Pero no pudo saldar la deuda sin llamar la atención de sus contables. De cualquier modo tenía que hacerlo, y Dixon prefirió callar el asunto para cubrirse ante los clientes.

– Pero, desde luego -continuó Peter-, tío Dixon estaba resentido. John le había ensuciado el nido, había puesto en peligro todo el negocio, y tío Dixon anunció que John pagaría por ello. Al estilo Dixon. Gran discurso. -Peter se puso los brazos en jarras e imitó convincentemente la voz de Dixon-: «Ahora serás mi jodido esclavo. Es la última vez que ves un aumento o una bonificación en este siglo, y harás todo lo que yo te ordene. Cuando yo quiera. Fregarás suelos, limpiarás cristales y lavabos si yo te lo mando. Si alguna vez se te ocurre largarte o hacerme una trastada, te arruinaré. Yo daré la cara a los clientes y llamaré al CFTC, al FBI, a George Bush, a quien se me ocurra, y les diré que esto me ha dolido mucho y les suplicaré que te destrocen». Para respaldar estas palabras, Dixon cogió todos los documentos y los guardó en su caja de seguridad, advirtiendo a John que siempre estarían allí.

– ¿John creyó que Dixon cumpliría su palabra?

– Ya lo creo.

Stern pensó en la anécdota de Margy y la leyenda de la ira de Dixon que circulaba entre sus empleados. Sin duda Dixon se mostraba convincente cuando alardeaba de su propia crueldad.

– Más aún, el tío Dixon cambió de opinión y aseguró que entregaría a John al día siguiente. Pero por la mañana dijo que lo entregaría al otro día. Luego volvió a cambiar de opinión. Y así va la vida de John. Trabaja en el despacho de pedidos y, cuando se van todos, Dixon le encuentra alguna tarea humillante, como clasificar la basura. Y de vez en cuando Dixon dice que se lo ha pensado mejor y que le conviene denunciarlo. Un día llamó a John a la oficina mientras telefoneaba a la división legal del CFTC y mantuvo una larga charla sobre errores de cuenta. Consiguió una foto de John y le dibujó rejas delante. Luego le dio a John el borrador de una carta que Dixon aseguró haber enviado al fiscal federal. Todos los días hay algo nuevo. Mi amado tío practica una extrema crueldad mental. Difícil de creer en él, desde luego.

Stern sintió la tentación de hacer un comentario, pero calló.

– Entonces Kate vino a verme. John está en la cárcel del tío Dixon, que a estas alturas es diez veces peor que la verdadera. Kate y John decidieron que lo único que podía hacer John era coger el toro por los cuernos: John llamaría al FBI, confesaría e iría a la cárcel, y Kate pondría fin a su embarazo. Esto pensaban hacer con sus vidas. Y nadie bromea. ¿De acuerdo?

Peter terminó el agua mineral y eructó de nuevo. Asintió.

– ¿No se te ocurrió que yo podría haber sido de ayuda en un terreno en el cual he trabajado casi toda mi vida? -preguntó Stern.

– En primer lugar, Dixon era tu cliente, lo cual significa que era objeto de veneración religiosa. Y en segundo lugar, ¿qué habrías hecho?

– Lo más evidente, hablar con Dixon.

– ¿Y cómo hubieras evitado que acudiera al FBI? Amenazó con hacerlo. Eso dejaría a John sin la ventaja de haberse entregado.

– Yo hubiera pedido a Dixon que no lo hiciera.

– Entiendo -suspiró Peter-. Y él siempre ha hecho lo que tú querías, ¿verdad?

Peter irguió la cara con altivez.

Peter era un joven iracundo, sin duda. La vida resultaba profundamente insatisfactoria: las personas le fallaban en todo. No era homosexual, pensó Stern de pronto, sino misántropo. Prestaba ayuda porque se creía superior y obligado a cumplir un noble deber, pero esperaba decepciones, una tras otra, y quizá hasta disfrutaba con ellas. No confiaba plenamente en nadie. Stern comprendió que en esto, en mayor medida de lo que deseaba, Peter era digno hijo de él.

– Estuve reflexionando mucho tiempo. Fui a cenar con ellos y hablé con Kate y John toda la noche. Me llevé a casa la carta que Dixon dirigía al fiscal federal, donde explicaba toda la estafa. Revisé los detalles. De pronto encontré la solución. La única solución: John tenía que ir al FBI. Pero…

Peter alzó ambas manos como un director de orquesta.

– ¿Sí?

– Pero para culpar a Dixon. Debía decir que Dixon estaba al mando de todo. John era sólo un peón, obedecía órdenes.

Se miraron en silencio.

– Muy astuto -comentó al fin su padre.

– Eso creí. -Peter sonrió rígidamente-. Desde luego, había algunos problemas. Por lo pronto, John no podía hacerlo todo por su cuenta. No le quedaba valor para caminar solo por la calle, y menos para embaucar al FBI.

– ¿Así que le ofreciste ayuda?

– Sí.

– Te convertiste en su representante.

– En efecto.

– Su abogado defensor -observó Stern.

Peter no respondió; sin embargo, era evidente que no lo había considerado así.

– ¿En serio crees que esta profesión se maneja así, Peter?

– Oh, ahórrame el discurso. Te he oído demasiadas veces. ¿A cuántos les has conseguido inmunidad cuando mentían a más no poder y culpaban a quien el gobierno quería que culpasen?

– A muchos menos de los que pareces imaginar, Peter. En cualquier caso, si se dijeron embustes, yo no los inventé.

– ¿No? ¿Acaso creías en esos «embustes»? Lo sé. Sólo eres el abogado. Si el cliente tiene las pelotas, o los sesos, para no decirte que está mintiendo, haces la vista gorda. ¿Cuántos cuentos de hadas de ese tipo has contribuido a crear?

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