Scott Turow - El peso de la prueba

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– ¿Para espiar a Dixon? -preguntó Stern desde la ventana-. ¿Y qué ocurriría cuando tu tío negara toda intervención en el plan y eso quedara grabado?

Peter lo estudió largo tiempo.

– Aún no lo entiendes, ¿verdad?

Cansado de que lo subestimaran, Stern cerró los ojos un instante y procuró calmarse.

– También se lo tuve que explicar a mamá. La idea no era condenar a Dixon por lo que hizo John. A fin de cuentas, mi tío no era culpable. Yo sabía que lo negaría. Diría que todo era obra de John y éste afirmaría que Dixon estaba asustado y trataba de salvar el pellejo echándole la culpa a él. Al final sería una lucha irritante, un empate. No se podría acusar a nadie porque el gobierno nunca averiguaría qué versión era la verdadera. Todos insistirían en la suya. Sin cárcel. Ni tormentos. Era una solución decente para ambos.

– ¿Pero?

– Pero Dixon se calló la boca.

– ¿Por qué?

Peter alzó las manos.

– ¿A mí me lo preguntas? Tú eres su abogado. No sé lo que está ocurriendo. Me paso las noches en blanco. No puedo creer que todo esto haya llegado tan lejos. ¿Se te ocurre alguna idea?

Stern reflexionó, sin ganas de hablar.

– Hace varios días sospecho que está asumiendo la culpa por lo que hicieron John y Kate. No sé qué lo impulsa a actuar así, teniendo en cuenta lo que me has dicho. -Se volvió de nuevo hacia la ventana, en cuyo marco se acumulaban generaciones de pintura-. ¿Qué pasó con el plan de grabar clandestinamente a Dixon?

– Por eso trataban de citarlo. ¿En marzo? Estaban seguros de que él iría corriendo a ver a John en cuanto recibiera la citación. Era una trampa. John llevó la grabadora durante dos semanas. Pero los agentes no podían encontrar a Dixon. Cuando lo localizaron, él no habló con John. Ni siquiera para decirle hola y adiós. No se han hablado en meses. Tío Dixon se limita a fulminarlo con la mirada… John aún está aterrado. Sennett sospecha que aconsejaste a Dixon que no se le acercara.

– ¿Puedo preguntar, Peter, cómo consiguió el agente Horn encontrar a tu tío para darle la citación ese día?

– No, ni tienes por qué preguntarlo. Debían sorprenderlo fuera, pero él entró.

Stern meneó la cabeza. Una situación lamentable. Regresó a la cocina a buscar la chaqueta.

– Te has puesto en una situación muy delicada, Peter. Si el gobierno averigua todo esto, acompañarás a tu cuñado a la cárcel.

– Oh, al principio tenía miedo. Pero los tres hemos hablado de lo que ocurriría si todo se iba al traste. -Peter sonrió débilmente-. ¿Cómo probarán que yo sabía que John estaba mintiendo?

Peter había aprendido mucho durante todos esos años mientras comía a la mesa del padre con su aire de aburrimiento y superioridad. Cuando sus hijos eran pequeños, Stern los miraba reunidos ante esa mesa con gratitud: todos eran inteligentes, sanos, guapos. Tenían mucha suerte, pensaba entonces.

– En realidad nunca fueron escépticos -prosiguió Peter-. Sobre todo cuando acudieron al banco y confirmaron que Dixon había extendido el cheque para cubrir el déficit de la cuenta Wunderkind. Al parecer no se les ocurrió otra razón para que lo hiciera. Desde luego, Dixon tenía los documentos que demostraban que él poseía la cuenta, y los estaba ocultando. Y esa fulana incluso mintió por él ante el gran jurado. Sus declaraciones sonaron bastante convincentes.

– ¿Te refieres a Margy?

– Sí. Kyle dice que después del sumario le darán una oportunidad para «refrescar la memoria».

Peter dibujó las comillas en el aire.

Stern se alisó las mangas de la chaqueta. Su hijo, reflexionando, se quedó sentado con la cabeza entre las manos. A veces Stern debía representar a personas jóvenes -dieciséis, diecisiete, dieciocho años, niños- que habían participado en actos tan depravados que debían ser juzgados como adultos. El ejemplo más reciente era Robert Fouret, un huraño universitario que, drogado, había puesto en marcha el Porsche de su padre y en vez de retroceder había avanzado, aplastando a su novia contra la pared del garaje. En esas circunstancias Stern simpatizaba con los padres, personas adineradas que acudían a él con la esperanza de que reparara todos los daños, y que con el tiempo descubrían que ni siquiera una sentencia favorable podía acallar los ecos de tales males. Eran los padres quienes veían con lucidez e impotencia el modo con que los excesos de la juventud, los actos necios e impulsivos, las compulsiones infantiles desatadas en un instante, podían cercenar y extinguir las oportunidades de una vida joven. Stern también lo veía, pero de momento decidió ahorrarse esta angustia.

Por ahora, lo único claro era que su hijo y él habían llegado a un callejón sin salida. En el teatro emocional de Stern había caído un telón. Sin duda tenía responsabilidades por esto y sufriría intensamente cuando llegara el momento de evaluar la culpa. Pero por ahora sabía que los años -casi la mitad de una vida adulta- de recriminaciones y esfuerzos ambiguos con Peter habían pasado. Siempre saludaría al hijo con cariño -por respeto a la memoria de la madre- y sabía que siempre se mirarían con dolor. Pero algo esencial había terminado. Stern había dejado de esperar mejoras, aceptación, cambios.

Ya estaba preparado para irse, pero la ley le había enseñado que pronunciar el veredicto era importante, más que todo lo demás.

– Peter, te lo repetiré de nuevo. Lo que has hecho es imperdonable. Es totalmente inmoral. Y aún más, has expuesto a grandes sufrimientos a todos los miembros de esta familia.

Peter guardó silencio un instante, pero al fin habló.

– Eso pensaba mamá. Estaba aterrada. Contárselo a ella fue lo más tonto que he hecho en mi vida. -Peter alzó los ojos-. Estoy seguro de que eso fue la gota que colmó el vaso.

Por un instante un temblor de emoción le cruzó la cara. Stern comprendió que Peter era tan duro consigo mismo como en los juicios que aplicaba a los demás. Se había despedido de la madre, la persona que más quería en la vida, teniendo que verle una expresión de esperanza marchita y creencias despedazadas. Era imposible negar los factores biológicos. A pesar de todo, Stern se sintió terriblemente conmovido por el hijo y por su incurable angustia.

Se encaminó hacia la puerta.

– ¿Qué vas a hacer, papá? ¿Qué va a ocurrir?

Su hijo, como todos los hijos, aún quería creer que su padre era un hombre de infinitos recursos, de soluciones perfectas. Pero en ese momento Stern no tenía nada que ofrecer.

47

Marta regresó a casa poco después de las diez. Tarareaba en voz baja, con notas discordantes, y Stern la oyó desde el solario. Marta era la única de la familia que había tenido un buen día. Venía del tribunal y se la veía eufórica.

– Ni siquiera ella pudo soportarlo -explicó Marta, aludiendo a Klonsky.

Stern se reservó la opinión; Marta parecía encantada de creer que había convertido a una fiscal. Desde la oficina llamó a George Mason con la noticia y luego le dictó el informe a la juez Winchell. Después preguntó si había en la oficina casos en los cuales pudiera echar una mano mientras buscaba un empleo. Paga por horas. Stern, al cabo de un momento de reflexión, decidió que se había precipitado en sus esperanzas y la remitió a Sondra.

Por la tarde Marta se había instalado en la única oficina vacía para examinar una pila de carpetas relacionadas con el reciente caso de fraude, redactando o charlando animadamente por teléfono cuando pasaba Stern. Marta parecía vivir su vida como una máquina. Si la enchufabas en cualquier parte, funcionaba a plena potencia. Su hija lo desconcertaba, pero aun así le agradaba contar con su compañía. Seguirían así durante varias semanas. Él intentaría ser discreto. Se preguntó si esta posibilidad hubiera sido factible de vivir Clara. No, decidió al cabo de un instante. Había muchas razones para que de pronto Marta se interesara en Kindle, y una de ellas era que su madre había muerto. Así es la dolorosa aritmética de los hechos humanos, pensó Stern. Pérdida y ganancia.

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