Scott Turow - El peso de la prueba

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– ¿Qué hora es?

Stern se lo dijo.

– Tengo que llamar a Silvia. ¿Te importa?

Stern empujó el teléfono hacia la esquina del escritorio y Dixon llamó a la esposa: había ido a la oficina de Sandy, tenía que examinar unos documentos, había pasado toda la noche allí.

– Está aquí. Me encontró dormido. Pregúntaselo. Me encontraste dormido, ¿verdad? -Dixon volvió al teléfono. Stern, reacio a verse envuelto con Dixon y sus excusas para una noche pasada en otra parte, masculló por el auricular que Dixon estaba dormido cuando llegó- ¿Ves? -dijo Dixon, y luego le recitó su horario del día, cada reunión, cada persona a quien debía ver-. Te quiero -dijo Dixon antes de despedirse.

Estaba moreno, con la barba crecida, y se le aflojaban las carnes bajo la mandíbula. El cabello ondulado empezaba a clarear. La edad lo estaba alcanzando. Pero Dixon aún concentraba todo su interés en sus charlas con Silvia. En sus años de decadencia Dixon y Silvia mantendrían esa feliz fijación mutua, socorridos, sin duda, por la inevitable disminución del interés de Dixon en otras aventuras. Este reconocimiento turbó a Stern: por perversa o inmadura que fuera la vida emocional de Dixon, no mentía cuando le decía a Silvia que la quería. Después de su descubrimiento del domingo, Stern había pensado que presenciar esta conversación, como lo había hecho a menudo a lo largo de los años, lo habría enfurecido, pero sólo sintió un aguijonazo de ausencia, languidez, envidia: su propia esposa se había ido.

– ¿Quieres desayunar? -preguntó Dixon, colgando el teléfono.

– ¿Qué me has traído, Dixon?

– ¿No querías la puñetera caja? Pues aquí la tienes. ¿Estás contento? ¿Se acabaron los problemas?

– El gobierno también pide una declaración jurada mía, afirmando que no se ha alterado el contenido.

– Pues dales la declaración jurada.

– ¿Cómo podría hacerlo?

– ¿Quieres ver lo que hay dentro?

– Todo lo contrario. Me limito a remarcar un hecho.

– Quiero que mires.

La caja estaba frente a él, y Dixon hizo girar la llave. Metió la mano y arrojó un papel sobre el cristal del escritorio. Era el cheque de Dixon, plegado en cuatro, el que había redactado para cubrir el déficit de la cuenta Wunderkind. Stern buscó las gafas y fingió que estudiaba el documento.

– ¿Nada más?

– ¿Sabes qué mierda estás mirando?

Dixon había renunciado a sus modales civilizados. Ahora se mostraba él mismo: brusco y procaz.

– Creo entender la importancia del cheque, sobre todo para el gobierno. -Si entregaban sólo esto, Sonny Klonsky acusaría a Stern de más mala fe, de modificar el contenido de la caja según los conocimientos del gobierno. Desde luego, quedaría un rencor más entre ellos: ella nunca podría contar a Sennett lo que había revelado-. Por lo visto el gobierno cree que hay documentos de la cuenta en alguna parte.

– ¿Hay? -preguntó Dixon con una mirada socarrona, enfatizando el tiempo presente.

– Eso sería una estupidez, Dixon.

– Bien, estoy de acuerdo. Estaba preparando una fogata y luego me arrepentí, pero sólo pude salvar esto. -Señaló el cheque-. No se quejarán. Tendrán mi cabeza en bandeja de todos modos, si llegan a conseguir esto.

– Siempre que no tengan ya este cheque -objetó Stern.

– ¿Dónde iban a conseguirlo?

– Desde luego, es posible que las citaciones para el banco estuvieran destinadas a conseguirlo.

Dixon analizó la idea y luego pasó a lo evidente: ¿por qué molestarse con la caja si ya podían demostrar que Dixon controlaba la cuenta Wunderkind? Una táctica, explicó Stern. Si encontraban pruebas de que Dixon retenía documentos demostrarían su actitud culpable.

– ¿Quieres decir que he caído en la trampa? -preguntó Dixon.

– Es muy probable -admitió Stern, cruzando las manos, absolutamente sereno.

Nunca había actuado mejor. Dixon se acarició la barbilla en ademán pensativo. Suspiró, se rascó la nariz, meneó la cabeza.

– Crees que debería declararme culpable, ¿verdad? Eso dijiste la última vez.

– Cuando se es culpable, esa posibilidad siempre merece una seria consideración.

– ¿Qué me pasará? ¿A qué trato puedes llegar?

– Lo habitual es intentar comprar la libertad. Negociar por una elevada multa y un período más corto de prisión.

– ¿Cuánto tiempo?

– ¿En la actualidad? Con las tendencias federales en la materia, unos tres años.

– ¿Y cuándo me dan libertad condicional?

– Ya no hay libertad condicional en el sistema federal.

– Dios mío.

– Es muy duro.

– Y yo que voté a los republicanos -suspiró Dixon. Sonrió rígidamente- ¿Cuánto tengo que darles para conseguir los tres años?

– Sólo podemos hacer estimaciones, Dixon. Millones, sin duda. Sólo Dios sabe cuánto querrá pedir Stan Sennett. Tal vez un amplio porcentaje del valor de tu interés en MD. Será muy caro.

Dixon se aferró la barbilla. Imprevisiblemente, sonrió.

– Ellos no pueden confiscar lo que no pueden encontrar, ¿verdad?

Dixon pareció animarse al pensar en lo que estaba escondido en el Caribe. Silvia quedaría bien atendida. Stern comprendió la lógica del razonamiento.

Dixon encendió un cigarrillo.

– Si no te importa, Dixon, estaría en mejor posición para negociar si supiera qué ocurrió.

– Ya lo sabes -replicó Dixon, pero hizo un rápido resumen: le informaban sobre grandes pedidos que debían realizarse en Chicago, y al instante llamaba al despacho central para efectuar transacciones anticipadas en Kindle. Describió el uso de la cuenta de errores y la cuenta Wunderkind para reunir y proteger las ganancias-. Bastante astuto, en mi modesta opinión -concluyó Dixon.

– ¿Qué hay de esa cuenta, Dixon? Wunderkind. ¿Qué era eso?

– Sólo una cuenta empresarial. Lo planeé para esto.

– ¿Cuál fue el papel de John en todo esto?

– ¿John? Es un mequetrefe. Hizo lo que le pedía. Si le mearas en los ojos, John pensaría que está lloviendo.

Dixon miró el cigarrillo y pateó el suelo; llevaba zapatos italianos de cuero gris. Parecía cómodo.

– Un hombre de tu posición, Dixon. Es…

– Oh, no me sermonees, Stern. Así son los mercados, ¿te enteras? Allí devoramos a nuestra prole. Todos lo hacen. Demonios, los clientes lo hacen… los que están al corriente de lo que ocurre. Es la humanidad en la jungla. Me sorprendieron con las manos en la masa, eso es todo. Quiero seguir adelante. Quiero que este puñetero asunto termine. -Se palmeó las rodillas y miró al cuñado a los ojos, rubicundo, vital, todavía atractivo, Dixon Hartnell, coloso del mercado-. Quiero declararme culpable.

Stern no respondió.

– ¿De acuerdo? -preguntó Dixon-. ¿Qué hora es? Llama a esos imbéciles, ¿quieres? Ahora que todavía tengo agallas. Quiero oír cómo ese pomposo mal nacido de Sennett se derrumba de la sorpresa.

– Creo, Dixon, que intentas engañarme.

Dixon se sobresaltó.

– ¿Yo?

– Tú.

– Estás loco.

– Creo que no.

Dixon entreabrió la boca.

– Has estado hablando con esa mujer, ¿verdad? ¿Cómo se llama? ¿Krumke?

– Caramba, Dixon, tus piruetas me han costado la credibilidad ante el gobierno. No he hablado con Klonsky.

Dixon se levantó. Caminó por la oficina agitando el cigarrillo.

– Quieres que me desangre, ¿eh?

– Quiero la verdad, Dixon, si quieres contarla.

Dixon se paró ante la ventana y contempló el río, chispeante bajo el sol de la mañana.

– Hay algunas cosas acerca de esa cuenta.

– ¿Qué cuenta? -preguntó Stern.

– Wunderkind S.A. O como se llamara.

– Sí.

– Era la cuenta de John. O se suponía que lo era. Yo no quería trasladar el dinero a una cuenta que me pusiera en evidencia, así que le pedí que abriera una. Ya sabes, una cuenta empresarial, para aceptación bursátil. No puede estar a su nombre. La Bolsa de Kindle impide que los empleados tengan sus propias cuentas.

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