Scott Turow - El peso de la prueba

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– ¿Ah, sí? -preguntó aprensivamente Stern.

– Acerca de Nate y yo -especificó Fiona.

– Ah, sí. Nate me lo mencionó. Lamento saberlo, Fiona.

– Tal vez ambos estemos mejor.

Como muchas personas que ya han afrontado un hecho temido, Fiona en efecto tenía un aspecto mejor y más fuerte de lo que cabía esperar.

Marta empezaba a enfilar hacia la casa. Stern comentó que había tropezado con su maleta.

– Tengo pensado quedarme por un tiempo -anunció ella-. He renunciado a mi empleo.

– ¿De veras? -preguntó Stern-. ¿Sin más?

– Un mes de preaviso, pero me debían unas vacaciones. El mes próximo regresaré unos días para ordenar las cosas. Pero la última vez que estuve aquí, noté a Kate muy cansada, y de pronto pensé que ella tendría un bebé y que yo estaría a mil kilómetros sin ninguna razón. ¿Para qué me molesté en aprobar exámenes en cuatro Estados si no voy adonde quiero? Encontraré trabajo aquí. ¿Te molesta?

– En absoluto.

Fiona intervino para decir que era maravilloso, maravilloso, una alegría para todos. Stern asintió.

– Tengo que llamar a Kate -dijo Marta-. Luego tengo que verla a ella y a John. ¿Quieres venir?

– Esta noche no. Por favor, dile a Kate, sin embargo, que esta semana me gustaría cenar con ella y John.

– Dios mío -exclamó Marta-, qué voz tan seria.

Stern no respondió y Marta enfiló hacia la casa. Stern se quedó con Fiona.

– ¿Has entendido que tiene previsto vivir aquí? -preguntó Stern.

– Eso parece.

– Vaya.

Se sintió consternado al pensar que Marta, sus vitaminas y minerales estarían presentes todo el día. Fiona, entretanto, se había acercado un poco más al seto.

– Supongo que estás muy enfadado conmigo -murmuró.

– De ningún modo, Fiona. A decir verdad, recibí lo que merecía.

– Yo traté de advertirte esa noche. Cuando Nate vino a casa. De verdad. -Estudió a Stern con la mirada-. A fin de cuentas, Sandy, tenía que decir algo cuando él encontró la carta. Me pusiste en un brete. Pero no soportaba decirle a ese mal nacido que yo respetaba nuestro matrimonio cuando a él le importaba un rábano. ¿Sabes la peor parte? Cuando le conté esa ridícula historia, me pareció que se alegraba. ¿Puedes creerlo? -Fiona meneó la cabeza con gravedad-. ¿Por qué soy siempre tan tonta? -le preguntó a Stern, como si esperara una respuesta.

Se quedó un instante sumida en la desdicha de ser ella misma, de cometer a menudo, como tantos otros, los mismos errores.

– Por cierto, jura por lo más sagrado que esas pastillas no eran suyas -continuó Fiona-. Insistió en que eran para un paciente. Al fin me dijo que si yo no le creía, podía llamar al otro médico que trabajaba en el caso. Adivina quién era.

Stern alzó las manos: ni la menor idea.

– Peter.

– ¿ Peter?

– Tu hijo. ¿No es una coincidencia?

La noche era densa. Estaban a finales de julio y los insectos fastidiaban. Stern ahuyentó uno que le picaba la oreja mientras pensaba en la expresión de Nate el otro día, cuando se despedían. Esto era lo que Nate había callado. Stern comprendió que había tenido razón desde el principio. Le fastidiaba la idea de tener otro enfrentamiento.

Tal vez con Peter fuera innecesario.

– De todos modos, lo lamento -dijo Fiona.

– Fiona, soy yo quien debe disculparse. Como dices, te coloqué en una situación difícil. Lo has compensado de sobra. Agradezco tu discreción con Nate, cuando hablaste de nuevo.

– Qué diablos, pensé que no tenía sentido. No quería darle más satisfacciones -masculló, meneando la cabeza, abrumada por el divorcio, las diversas pero importantes concesiones que la vida le exigía en la derrota.

– No obstante, lamento que fueras la víctima de mi estado de alteración.

– Oh, no estuvo tan mal. -Lo miró tímida y provocativamente, una bonita cincuentona en atuendo campestre practicando la evasiva y seductora mirada que dirigía a los muchachos-. En cierto modo me animó.

Aun en su confusión, Stern no pudo reprimir una carcajada.

– Has sido muy generosa, Fiona.

– No ha sido nada -dijo ella.

Ella lo examinó pensativamente, con cierta picardía en los ojillos amarillentos. Pero Stern notó que ya habían cobrado rumbos diversos. Su barco y el de Fiona navegaban por canales diferentes. Por una vez en los últimos tiempos, el tacto de Stern no había fallado. Cada vez se dominaba mejor. Conmovido por las circunstancias, cogió la mano sucia de Fiona y le besó la palma.

– Allí vamos de nuevo -suspiró Fiona. Alzó los ojos y se alejó. Stern le pidió que le permitiera saber si podía ayudar de alguna forma. Ella agitó el brazo y se detuvo en la escalinata gris del porche- ¿Sabes que ese hijo de perra ha dejado de beber en serio? -preguntó.

Y luego meneó la cabeza enérgicamente y abrió la puerta.

Cuando Stern volvió a la cocina, Marta acababa de colgar el teléfono.

– ¿Cómo está tu hermana? -preguntó Stern.

– Inquieta. Parece haber mucha tensión. Dijo que John declaró ante el gran jurado la semana pasada.

– Eso tenía entendido. Hoy he hablado con Tooley.

Marta pidió que le resumiera la declaración de John. No había querido preguntárselo a Kate.

– Mi conversación fue como todas las que entablo con Mel. Muy vaga. Insistió en decirme que no había estado presente en la sala… como si yo pensara que podría estar presente. Pero parece que todo anduvo como esperábamos. John culpó a tu tío: Dixon había dado órdenes, John obedeció sin tener idea de lo que significaban.

– Vaya.

– Sí. Vaya.

– ¿Y la caja de seguridad?

– No la tengo -contestó Stern.

– ¿Has tenido noticias del tío Dixon?

– Ni una palabra.

– ¿Sabes qué se propone?

– A veces se me ocurre algo. Pero estoy desconcertado.

– Le anunciaste que presentarías esa moción, mañana, ¿verdad? ¿Para renunciar?

– En efecto -dijo Stern.

– Será mejor que lo hagas. Tienes que distanciarte de él. Esa mujer, Sonia o como se llame, va a pedir tu cuero cabelludo. Y tal vez la juez Winchell se lo entregue.

– Sí -dijo Stern.

También lo había pensado.

– ¿Qué haremos?

– Ya veremos. -Stern se acercó a su hija y la abrazó-. Ve a ver a Kate. Menciónale tu mudanza. Sin duda estará encantada.

– ¿Y tú? ¿De verdad que no te molesta tener de vuelta a tu hija chiflada?

Stern le dio un beso. Pensó en Peter, John y Kate. En Dixon. Clara.

– Estarás en tu casa -dijo.

43

No eran las siete cuando Stern llegó a la oficina el martes por la mañana. Le había dejado una nota a Marta, donde le sugería que fuera a verlo por la tarde para organizar su presentación ante el gran jurado. La oyó llegar tarde esa noche, pero no se había levantado para saludarla. Podía pasar otro día sin recibir noticias de Kate y John.

Al entrar, le pareció oír un ruido. Se detuvo ante la puerta de su oficina, que habitualmente estaba cerrada con llave pero ahora se hallaba entornada. La abrió de par en par y vio a Dixon dormido en el sofá color crema. La oficina apestaba a cigarrillo y otros efluvios.

Al lado, sobre la moqueta, estaba la caja de caudales.

Stern se acercó en silencio al escritorio. Trabajó allí un cuarto de hora hasta que llamó un cliente, el acusado en el caso del vertedero, un sujeto barrigón llamado Alvin Blumberg. Alvin era culpable y estaba paralizado de miedo; quería algo que no le podían dar: la promesa de quedar libre. Stern escuchó las quejas de Alvin, que criticó a sus fiscales, socios y esposa. Al cabo de un tiempo lo interrumpió para decirle que le presentaría a Sondra y pasó la llamada. Dixon estaba incorporándose, desperezándose, frotándose los ojos. Llevaba una camisa de algodón y pantalones de pinzas, una gruesa cadena de oro le colgaba del cuello. Se tocó los bolsillos de la camisa buscando cigarrillos.

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