Scott Turow - El peso de la prueba

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– Lo sé. Lo digo en serio. Escuche, tengo que reflexionar… Si puedo encontrar un modo de que usted le hable, ¿eso cambiaría las cosas?

– Es usted muy amable, Sonny. Pero no cambiaría nada.

Ella titubeó.

A juzgar por su silencio, estaba desorientada.

– Sandy, esto es una locura. Si cree que alguien de este edificio no se atreverá a encarcelar a Sandy Stern…

– No me hago ilusiones.

– ¿Y nadie más puede hacer otra cosa?

Él aguardó, sin deseos de influir de nuevo sobre ella. Lo había hecho en Dulin, con un considerable coste emocional para ambos al final.

– ¿Qué? -preguntó ella.

– No importa.

– ¿Qué?

Stern suspiró.

– El informante.

Ella chasqueó la lengua.

– ¿Qué pasa con eso?

– Supongo que aún no conoce la identidad.

– Si la conociera, no podría decirla.

– Claro que no.

– ¿Entonces?

– Creo que el fiscal federal se ha complacido en engañarme. Sospecho que descubrirá usted que la fuente es alguien con quien el gobierno sabe que mantengo una relación, lo cual naturalmente exime a esa persona de mis sospechas. -Pensó si decir «un cliente» o dar el nombre de Margy, pero cuanto más específico fuera, más difícil resultaría todo. Como decía Sonny, nunca podría confirmarle la identidad-. Si mis sospechas son erróneas, quisiera saberlo.

– ¿Es importante? ¿En relación con lo nuestro? ¿La citación?

– Crítico.

– No hago promesas -suspiró Sonny-. Si lo averiguo, lo averiguo. No sé qué haré.

Ambos guardaron silencio. Stern notó con asombro que ella era una persona fuerte, bondadosa.

– ¿Cómo anda su vida? -preguntó.

No se atrevió a ser más directo: tu matrimonio, tu marido.

– Mejor -respondió ella.

– Bien.

– Ajá -dijo Sonny, y antes de colgar añadió-: Pero la ley apesta.

44

– Diga su nombre y deletree el apellido para dejar constancia.

– Mi nombre es Alejandro M. Stern. El nombre de pila es A-l-e-j-a-n-d-r-o. El apellido es S-t-e-r-n.

– ¿La M? -preguntó Klonsky.

Tal vez nunca satisfaría del todo su curiosidad por él.

– Mordecai.

– Ah.

Escuchó estoicamente el dato y volvió a sus notas.

Sonny lo sometió al preámbulo habitual, que Stern había leído en docenas de transcripciones. Le anunció que comparecía ante el Gran Jurado Especial de Marzo de 1989 (marzo era el mes en que se había constituido), y le hizo un breve resumen de la investigación 89-86, que concernía a «presuntas violaciones del inciso 18 de la sección 1962 del Código de Estados Unidos». También mencionó que Stern no era el objetivo de la investigación y que la abogada estaba fuera, disponible para que él la consultara.

– ¿Ella se llama Marta Stern, con igual grafía?

– Sí -dijo Stern. Se dirigió a la relatora tribunalicia sentada ante él, Shirley Floss, quien antes trabajaba con el juez Jorka-: M-a-r-t-a.

Shirley sonrió mientras dactilografiaba. La escritura correcta era el centro de la vida de una relatora.

Stern estaba sentado en la silla de los testigos, dentro de la sala del gran jurado, con lo cual satisfacía treinta años de curiosidad. A su lado, detrás del escritorio de castaño, estaban la presidenta y la secretaria del gran jurado, dos mujeres maduras seleccionadas entre los demás jurados para esta función ministerial. Delante de él, Klonsky y la relatora se sentaban ante un pequeño escritorio; en el resto de la sala estaban los otros miembros del gran jurado: la liga de las naciones, todas las razas y todas las edades. Dos vejetes dormían; un joven con aire de matón, con patillas espesas y pelo largo y grasiento, leía el periódico. Algunos escuchaban servilmente. Una mujer madura, atractiva y esbelta tomaba notas en una libreta. No había ventanas ni luz natural.

– ¿Dónde reside usted, señor Stern?

Dio la dirección de su casa y respondió a la siguiente pregunta diciendo que era abogado.

Sonny se acercó a la mesa.

– Señor Stern, le muestro lo que la relatora ha marcado como G.J. 89-86, documento 192. ¿La reconoce?

Era la citación que ella le había entregado. Ciento noventa y dos documentos, pensó Stern. John había estado atareado. Sin duda la investigación tocaba a su fin y se acercaba el sumario. Klonsky declaró que Stern había recibido la citación y le hizo leer el texto en voz alta.

– Ahora bien, señor Stern, ¿la susodicha caja está en posesión, custodia o control de usted?

– Me niego a contestar.

– ¿Con qué fundamento?

– El secreto entre abogado y cliente.

Klonsky, que esperaba esto, se volvió hacia la presidenta del gran jurado, una mujer canosa con gafas.

– Señora presidenta, por favor, solicite al testigo que responda.

Feliz de poder actuar en el drama que por lo general sólo presenciaba, la presidenta miró a Stern y dijo:

– Responda.

– Me niego -replicó Stern.

– ¿Con qué fundamento? -preguntó Klonsky.

– El antedicho.

Sonny, que hasta el momento se había mostrado eficaz e implacable, parecía titubear. El embarazo había avanzado hasta el punto de eliminar su sólida gracilidad. Aguardó un instante con aire de pocos amigos.

– Señor Stern, le advierto que tendré que pedir que se le acuse de desacato.

– No pretendo estar en desacato ante nadie -dijo Stern.

Klonsky pidió un receso para que Stern y ella pudieran hablar en la cámara de la juez Winchell. Los jurados estaban familiarizados con esta excursión, pues todas las semanas iban en masa hasta la oficina de la juez para entregar acusaciones. Stern los había visto a veces, un cortejo de verdugos felices. Para ellos era como una función, 30 dólares diarios, parte de costumbres de la ley tan arcanas como los hábitos de los chinos. Para el acusado era a menudo el fin de una vida respetable.

Sonny abrió la puerta de la sala y Marta, vestida con traje oscuro y medias de nailon -¡medias de nailon!-, se asomó.

– ¿Qué hay? -preguntó al padre.

– Vamos a ver a la juez.

En la cara de Marta, Stern vio reflejada su propia expresión latina, la aceptación de lo inevitable.

El grupo -Sonny, Sandy, Marta y Shirley, la relatora- esperó silenciosamente los lentos ascensores del nuevo edificio federal.

– He llamado a Stan -anunció Sonny-. Se reunirá con nosotros aquí.

El fiscal federal iría personalmente para exigir justicia. Era evidente que Sennett lo odiaba hasta un extremo que él nunca había sospechado. Vergüenza, despecho, humillación, el amargo anhelo de respeto. Los seres humanos eran criaturas lamentablemente previsibles.

El pequeño grupo avanzó por la bulliciosa avenida en el calor estival. Shirley había guardado la máquina y las notas en un maletín, y empujaba uno de esos carritos con ruedas que las azafatas utilizan para el equipaje. Le habló a Stern de sus hijos. El menor estaba en la universidad y esperaba trabajar en radio y televisión. Sonny y Marta, a pesar de todo, se trataban civilizadamente. Habían terminado de estudiar derecho en la misma época y tenían amigos comunes. Un sujeto llamado Jake, compañero de estudios de Marta, había trabajado con Sonny en el tribunal de apelaciones.

Sennett los esperaba en la antesala de la juez con un inmaculado traje azul y una camisa perfecta. Cuando entraron, el fiscal se estudiaba las uñas. Estrechó la mano de Marta y la de Stern. Éste, algo irritado, no le devolvió el saludo.

Poco después se abrió la puerta de la oficina de Winchell y la juez los invitó a entrar. Llevaba una falda recta y el cabello entrecano recogido, de modo que tenía un aire aniñado.

– Bien, no me alegro de verlos.

Se asomó por la puerta lateral para llamar a su propio relator.

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