– ¿Qué has hecho en la cocina? -exclamó Silvia cuando regresó. Le dio el vaso, pero lo miró con disgusto. Stern torció el gesto y Silvia sonrió meneando la cabeza-. Sender, debes decirme qué está pasando.
En su ausencia, él reflexionó sobre el asunto y decidió describirlo con moderación. El gobierno estaba investigando. Lo había hecho antes, pero éste era un asunto penal y los fiscales parecían tener pruebas de que Dixon incurría en prácticas dudosas. La investigación era cada vez más complicada, pero Dixon intentaba esconder la cabeza en la arena. El gobierno exigía la caja de seguridad y Dixon, desoyendo los consejos de Stern, intentaba ocultarla, una maniobra que no sólo perjudicaría a Dixon sino también a Stern. Esperaba que su hermana no captara todo el alcance de sus palabras, pero ella entendió demasiado bien.
– ¿Corre peligro de ir a la cárcel?
– Así es -respondió Stern.
Silvia permaneció inmóvil un segundo, encogiéndose en sí misma. Parecía diminuta con las piernas desnudas y los zapatos planos. Se apretó los codos contra el cuerpo y estiró la cara para conservar la compostura. Stern mismo, para su sorpresa, se encontraba al borde del llanto. Siempre sentiría debilidad por su hermana.
– He estado muy preocupada por él -dijo Silvia.
– Yo también.
– No tienes idea, Sender. -Silvia se entrelazó las manos-. Tose durante media hora cuando despierta por la mañana. Su secretaria me dice que se olvida de todo. La mayoría de las noches no duerme. Camina de un lado a otro, o se marcha a medianoche, para ir quién sabe adónde. En las últimas dos semanas casi no ha dormido aquí.
Miró de soslayo a Stern. Esta frase aludía a algo más que los viajes de Dixon.
– Yo intento ayudarlo, pero él se resiste.
– Claro -dijo ella-, pero temo que no sobrevivirá.
– Sobrevivirá -aseguró Stern-. Es uno de esos tipos que siempre sobrevive y triunfa. -Advirtió que había pronunciado estas palabras con tono involuntariamente halagüeño. Hasta el momento no había comprendido cuan arraigados estaban sus temores por Dixon, a pesar del rencor que sentía al predecir su gloria-. Esperaba venir e irme sin involucrarte.
– No le diré nada.
Stern sopesó estas palabras, pero estaba convencido de que sería un error que Silvia tomara partido. Dixon tenía ciertos derechos.
– No es necesario -dijo Stern.
– A menos que él me lo pregunte.
– Sin duda lo preguntará cuando vea el desorden de la cocina.
– La haré reparar. Mañana. Hoy, si es posible. De todos modos, me sorprendería mucho que él pasara la noche aquí. -De nuevo Silvia miró la alfombra. Años atrás, antes de que Silvia lo echara, Dixon solía dormir fuera de la casa. Tenía un apartamento en la ciudad, y sin duda a menudo estaba con alguna otra mujer. Cuando Silvia y él se reconciliaron, Dixon mantuvo las apariencias y limitó sus aventuras a las horas de trabajo o los viajes fuera de la ciudad-. Es muy perturbador.
– Desde luego. -Quiso decir un par de palabras a favor de Dixon, hablar de las tensiones recientes, pero comprendió que no serviría de consuelo-. ¿Le preguntas adónde va?
– Trabajo. -Silvia sonrió-. Desde luego, nadie responde cuando llamo.
– Entiendo. Espero que puedas soportarlo. Sería muy mal momento para que repitierais vuestra separación.
Silvia hizo una mueca.
– No habrá repetición. Estoy acostumbrada. -Sonrió con amargura-. Como sabes, ésta no era nuestra única dificultad.
Stern miró a la hermana sin comprender.
– Oh, lo sabías. Clara lo sabía y te lo contó. Yo sabía que te lo contaría. Eres un caballero, Sender, pero no es necesario que sigas fingiendo.
– No estoy fingiendo -dijo Stern.
– ¿En serio?
– Completamente.
– Pasó hace mucho tiempo -dijo Silvia, agitando la mano delgada como para descartar el tema, pero notó que Stern estaba intrigado y le reveló abruptamente la verdad-. Vino a casa con una enfermedad y yo temí que me la hubiera contagiado. Era repulsiva.
– ¿Una enfermedad?
– Una infección. Ya me entiendes.
A Stern le vibraba la cabeza. Notaba un nudo en el pecho y la garganta. No obstante preguntó:
– ¿Herpes?
Ella abrió la boca y luego, asombrosamente, sonrió con desgana, como si diera a entender que nunca comprendería a Stern. Sólo a él podía tolerarle algo parecido, una broma a costa de un dolor del pasado. A fin de cuentas, los hermanos mayores siempre tenían derecho a gastar bromas.
– Oh, Sender -exclamó con gesto aniñado-, lo sabías.
Al fin Remo bajó la escalera. Traía consigo la caja de seguridad, y descendía cada paso de lado, encorvado sobre la caja, escalón por escalón. Era un trabajo agotador y por un momento dejó la caja para encender un cigarrillo. Bajó el resto de los escalones con el Marlboro en la comisura de la boca y un ojo cerrado para evitar el humo. Desde el sofá del salón donde estaba sentado, Stern vio venir a Remo pero no se levantó para ayudarlo ni abrió la boca para hablar. Era capaz de moverse, desde luego, pero no sentía interés. Tal vez se quedara allí, con las manos entrelazadas, el resto de su vida. No experimentaba ninguna emoción intensa, excepto que ya no era él mismo. Aún le vibraba la cabeza y no sentía el peso de los brazos. Pero ante todo estaba abrumado por el distanciamiento. De esa casa saldría otro hombre, ni mejor ni peor, pero diferente.
– Oí hablar desde el pasillo -explicó Remo.
Sabía que su presencia no era un secreto.
– Desde luego -dijo Stern-. Remo Cavarelli, Silvia Hartnell.
Silvia saludó cortésmente al hombre que había irrumpido en su casa para robar.
– ¿Nos vamos o qué? -se impacientó Remo.
– Sender, ¿estás bien? -preguntó Silvia, no por primera vez.
– Muy bien -respondió Stern, atinando a sonreír, con voz débil, como si su espíritu hubiera abandonado el cuerpo y lo examinara desde fuera.
– ¿Aún nos llevamos esta cosa?
Remo señaló la caja que tenía a los pies. Stern, al recordar de qué se trataba, sonrió de nuevo.
– Oh, sí.
Remo echó a andar hacia el coche. Silvia también salió de la habitación para llamar por teléfono. Había un bombero local que realizaba trabajos por la zona y tal vez estuviera disponible incluso en domingo para reparar la cocina.
Stern se quedó a solas con la caja. Era sorprendente que hubiera hablado en español con Silvia. Habría apostado una cuantiosa suma a que no podía redondear una frase. De vez en cuando individuos latinos aparecían en la oficina de Stern, habitualmente cubanos que necesitaban un abogado bilingüe. Desde luego, en los setenta estaban los patéticos mexicanos pobres arrestados a granel por distribuir heroína marrón, hombres tristes y analfabetos, mascullando «chingadas» y suplicando a Stern que aceptara su caso. Stern siempre había rechazado estos asuntos. No le molestaban las drogas, sino el temor a que lo reconocieran por lo que era, alguien cuyo lugar estaba en otra parte. Ahora comprendía que había superado aquella etapa y aquellas actitudes. A partir de entonces daría la bienvenida a estos clientes. Estaba seguro de que recobraría las palabras con el tiempo.
Saboreó la bebida. Silvia había dicho que él sabía desde siempre. Se refería a otra cosa, desde luego, pero a solas se preguntó si el segundo sentido también era correcto. Una parte de él seguía sólidamente comprometida con la verdad; siempre creería ante todo en los hechos. Pero en otra región -una zona silenciosa que aún desconocía- los estragos aumentaban y se estaban evaluando los daños. Si había previsto esto, era sólo con ese ojo interior que siempre imagina la realización de los peores sueños. Ahora resultaba evidente que Clara no había querido continuar viviendo porque no se atrevía a confesar el «quién» más que el «qué». No era casual que hubiera escogido este amante, estaba convencido. Clara conocía demasiado bien al marido. Después, incluso ella debía de haberse alarmado ante el feroz despecho que la había impulsado. Por eso no soportaba confesarlo. Bien, al menos la evidencia de sus sentidos no le había fallado. Clara no tenía interés en Dixon cuando él volvió con Silvia. Debía de haber sentido repulsión tanto por él como por sí misma. ¿Qué había sucedido entre ellos? ¿De qué habían hablado? Ya estaba de vuelta donde siempre, presintiendo que preferiría continuar en la ignorancia.
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