Scott Turow - El peso de la prueba

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– No sé quién fue, Sandy, si te estás preguntando esto.

La frase sonaba tan brusca que Stern tuvo el impulso de negar que sintiera curiosidad-. Pero, desde luego, no era cierto.

– Ella me dijo hace años que esa persona estaba al corriente del problema. Era el único detalle que yo tenía derecho a conocer. La relación ya había terminado cuando ella recurrió a mí. -Nate lo miró con impotencia-. Supongo que era un hombre. Ya sabes, hoy en día…

– Sí, desde luego -lo interrumpió Stern.

Desde luego. Stern pronto desechó esa posibilidad, que había considerado por un instante.

Se dieron la mano. Cuando Nate se fue, Stern regresó al solario, donde las fotos familiares enmarcadas lo miraban desde la mesa. En un extremo había un retrato de Clara cuando era muy joven. Llevaba una blusa blanca y una falda plisada, posaba con su peinado estilo paje con una mano en la bola de la escalera central del hogar de los Mittler. La sonrisa era forzada, una mueca de esperanza para vencer una gran resistencia interna. El mundo estaba en guerra, e incluso a los trece o catorce años Clara Mittler parecía abrigar dudas acerca del futuro.

40

Stern lo había meditado durante tres días y no consideraba que el hecho fuera un robo. No legalmente. La propiedad en cuestión, la caja fuerte, estaba bajo su custodia legal, no la de Dixon. Por otra parte, el riesgo de una acusación, en todo caso, era inexistente; ni Dixon ni Silvia presentarían una denuncia. Este acto era sólo una solución expeditiva. Había abusado de la buena fe de Silvia al preguntar por la caja. Involucrarla en la devolución, dada la obstinada determinación de Dixon de no ceder ante el gobierno, le crearía una situación imposible con el marido. Esta solución era drástica y eficaz, y Dixon la merecía por su conducta. Pero mientras iba en el coche con Remo, atravesando las colinas boscosas con sus edificios de recreo y sus vestigios de fincas de terratenientes, Stern sentía una gran angustia. En veinte años ninguna aparición ante el tribunal lo había asustado tanto. Temía no poder controlar el vientre ni la vejiga, y le temblaba todo el cuerpo. ¿Y si el corpulento chófer alemán se presentaba y recurría a la violencia? ¿Si alguien avisaba a la policía y los agentes entraban pistola en mano? Stern más de una vez había imaginado a Remo y él ensangrentados y muertos.

Remo conducía jovialmente el viejo Mercury. Le gustaba su trabajo. Le había dicho a Stern que lo dejara por su cuenta, pero eso era impensable. Ante cualquier imprevisto, Stern, a pesar del embarazo, podría dar explicaciones, pero Remo lo pasaría mal. Así los riesgos -en la medida en que podía calcularlos- eran mínimos. Los Hartnell estarían en el club. Dixon en un partido de golf, Silvia bronceándose junto a la piscina, y en un domingo por la tarde nadie más estaría en casa. La cocinera y el mayordomo se iban a las dos de la tarde. El chófer se quedaba con el coche, descansando en el club mientras el tiempo fuera bueno -y el cielo aparecía totalmente despejado-, el plan no podía fallar.

Remo fumaba un cigarrillo y platicaba afablemente.

– Hace mucho que no entro en una casa. Desde que era joven. No hay tipos buenos para trabajar. Son todos chiflados. Cuando tenía dieciocho o diecinueve años, un tío me consiguió un trabajo en uno de esos lugares cerca del río. Un apartamento lujoso. Derribamos la puerta. Cielos, las cosas que tenía esa gente. Magnífico material, hermoso. -Remo se besó dos dedos con los labios-. Cogimos el botín, y cuando entré en el salón, ese hijo de puta, que se llamaba Sangretti, se había bajado los pantalones y estaba cagando en la alfombra. Qué diablos. Desde entonces he sabido que todos los que roban casas hacen cosas como ésa. ¡En una casa de familia, por amor de Dios!

Stern, demasiado nervioso para responder, asintió y se sintió obligado a explicar una vez más que no se trataba de un robo. Era la casa de su hermana; se trataba de una broma entre parientes. Un destello de ironía cruzó los ojos de Remo. No necesitaba excusas, ya entendía. Todos querían cosas y hacían lo necesario. Remo era uno de esos malandrines que no se creía peor que los demás.

Al intuir esta opinión, Stern quiso hablar en su defensa. No era uno de esos abogados con cicatrices del tribunal estatal, que trabajaban sólo para «los muchachos» y recibían la paga en cocaína u obras de arte robadas. Años atrás Stern había oído hablar de uno que había pedido que le liquidaran a la esposa a cambio de sus servicios. Cuando era un abogado joven había hecho ciertas cosas por dinero, pero ya no le interesaba recordarlas. Uno de los rasgos más claros de su carácter profesional era el deseo de indicar a sus clientes que no se revolcaba en el mismo albañal que ellos. La mezquindad de esta convicción -y su dudoso fundamento- lo asaltó con turbadora y repentina claridad: otra visita a otro aspecto desagradable de su alma. Estos meses de introspección habían sido como una excursión a un espectáculo de monstruos de feria, pero la fealdad de lo que descubría no siempre se imponía a su compulsión de mirar.

Siguiendo las indicaciones de Stern, Remo enfiló por el estrecho camino arbolado que había frente a la casa de Dixon y Silvia. La casa, construida más de un siglo atrás en piedra Lannon con argamasa, se alzaba a medio kilómetro, detrás de un parque interrumpido por una cancha de tenis iluminada. Detrás de la cárcel titilaba el lago Fowler, lleno de lanchas motoras y pequeños veleros.

– Bonito -comentó Remo.

Viró y aparcó el coche de tal modo que quedó parcialmente oculto por los arbustos que crecían con exuberancia estival junto al camino. Irían por la calzada de grava, decidió Remo. En cuanto tuvieran la caja, uno de los dos acercaría el coche. Nunca hay que aparcar donde pueden cerrarle el paso a uno, explicó Remo. Stern asimiló estas lecciones en silencio y comprendió que Remo no había creído nada de lo que él había dicho acerca de la ausencia de riesgos.

Caminaron hacia la parte trasera de la casa. Remo estudiaba el terreno con admiración. Varios abetos enormes se elevaban en el parque ondulante, las claras aguas del lago refrescaban el aire. Detrás del patio, los jardineros ese año habían sembrado un brillante macizo de florecillas estivales, la mayoría tan exóticas que Stern no conocía el nombre. Miró hacia el lago. A cierta distancia estaba el cobertizo para botes, y al lado un chalet que Dixon había adaptado para el invierno y llenado de material deportivo. El año anterior Dixon también había añadido una piscina, y el largo dedo de aguas azules y quietas centelleaba. Llegaron a un gran porche y Remo observó la casa de arriba abajo. Stern comprendió que no estaba admirando la arquitectura, sino examinando las líneas eléctricas y telefónicas. Remo volvió a preguntar si había una alarma. Apoyaba la mano en la caja metálica de conexiones y buscó una herramienta en el bolsillo trasero. Trabajó un rato y luego apartó los cables que había cortado.

– ¿Eso es todo? -preguntó Stern.

– Ya está.

Remo entró por el porche. Llevaba consigo un martillo, guardado como las demás herramientas en diversos bolsillos ocultos por los faldones de una larga camisa de pana. Para ese día en el lago Fowler, Remo se había puesto tejanos y botas camperas. Parecía un auténtico ladrón, corpulento, con brazos abultados y piernas zambas.

Cuando Stern llegó al porche, Remo ya había forzado la cerradura de la puerta trasera, que estaba asegurada con una cadena. Remo preguntó si debía arrancarla o romper el cristal. Lo que parezca más real, dijo Stern. Era importante que pareciera un robo, no por Dixon, quien comprendería qué había ocurrido, sino por los demás. En cuanto se descubriera el allanamiento, la policía registraría la casa, pero sólo Dixon comprendería que faltaba algo, pero no estaría en situación de presentar una denuncia y admitir que la caja fuerte estaba allí. Stern lamentaba contrariar a su hermana -quizá le diera a entender que él era responsable-, pero disfrutaría de la consternación de Dixon. Vencido en su propio terreno. Dixon se pondría verde de rabia. A la sombra del porche, Stern rió entre dientes.

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