Stern miró a Remo.
– Ya sabe, una mano lava la otra. No quiero ofender. Tal vez usted no sea de esos tíos. -Remo no sabía en qué se había metido, ni cómo interpretar la severísima expresión de Stern-. No quiero ofenderlo -repitió- ¿Vale?
El sábado Stern regresó a su casa dispuesto a pasar otra noche en solitario. Empezaba a recobrar viejos hábitos y una vez más pasaba los fines de semana en la oficina, tratando de poner al día asuntos olvidados durante meses. Esa mañana había hablado con Silvia y con falsa inocencia le había preguntado qué harían ese fin de semana. Tal como Stern le había dicho a Remo, ella y Dixon pasarían los dos días en el club de campo. Stern declinó la invitación para ir con ellos, tenía mucho trabajo. Con el poco honor que le quedaba, evitó ser más concreto en cuanto a sus planes. Además, aún no sabía si tendría agallas para llevarlos a cabo.
Solo frente a la casa vacía, se arrepintió de haber rechazado invitaciones en abril y mayo. Muchos creían que Helen le ocupaba bastante tiempo. Tendría que enviar señales de humo o las señales que emite un viudo deseoso de compartir la cena con una prima solterona. Desalentador, pensó, pero mejor que la soledad absoluta. Abrió la portezuela del coche y recordó confuso que dos semanas atrás había creído estar enamorado.
Se detuvo al llegar a la calzada. Nate Cawley estaba en el césped que había entre las dos casas, cuidando el jardín. Sin camisa en el tibio atardecer, Nate hundió la pala en los parterres. El perplejo Stern se preguntó si tenía ganas de enfrentarse con él también. Pero la decisión no estaba en sus manos. Nate vio a Stern y ambos se acercaron.
– Pensé que tal vez me invitarías a una copa -dijo Nate, que miró por encima del hombro en dirección a su casa, tal vez temiendo que Fiona lo viera. Estaba empapado en sudor. Tenía hojas de hierba y manchas de tierra en el vello gris del torso y ambas manos embadurnadas de lodo seco. Se armó de valor para mirar a Stern a los ojos-. Fiona y yo hablamos hace un par de noches. Creo que tendríamos que mantener una conversación.
– Desde luego -dijo Stern, tragando saliva.
El corazón se le hundió en el pecho. Estaba agotado, pero tendría que hacer frente a esta situación con las energías que le quedaban.
Stern precedió a Nate y lo invitó a pasar al solario. Pidió una gaseosa sin azúcar -Stern recordó que Fiona había mencionado Alcohólicos Anónimos- y se quedó mirando el jardín. Nate era un individuo esmirriado de hombros y espalda estrecha. Los sucios pantalones cortos color caqui se le abolsaban en la cadera, y calzaba un par de sandalias sin calcetines. Salvo por la calva, recordaba a un chico joven. Tal vez eso era lo que atraía a las mujeres.
Nate alzó la copa en un brindis y respiró hondo.
– Ante todo -empezó-, te debo una gran disculpa.
En el tribunal Stern había aprendido a medir sus palabras en situaciones dudosas. Bajó la barbilla en un cabeceo que pudo parecer asentimiento.
– Después de veinte años y pico, debí aprender a no dar crédito a Fiona. Estaba llena de resentimiento. Tal vez no disfrutaría de la cosa en sí tanto como de contármela. -Nate sonrió-. Y vaya si se enfadó cuando hablé contigo. ¿Cómo me atrevía? -Meneó la cabeza con franco asombro-. Cuando la hicieron rompieron el molde.
Se sentó en una de las sillas blancas de mimbre que rodeaban la mesa de cristal donde Stern y sus hijos habían jugado a las cartas la mañana del entierro. La luz parda del atardecer se filtraba por las ventanas del solario.
– Supongo que me resultaba cómodo pensar que había algo entre vosotros. Me habría facilitado las cosas en muchos sentidos. -Rió con nerviosismo y Stern advirtió que este sonido le resultaba familiar-. Sé que debí haber pensado mejor de ti, Sandy. Así habría comprendido por qué Fiona te llevó allá, cuando encontré la carta bajo el botiquín. En vez de decir tonterías. Pero francamente, aun después de nuestra charla, no entendía cómo lo habías deducido todo. Entonces… -Nate hizo una pausa y pareció sonreír a sus propias expensas-. Bien, no averigüé eso. Supongo que encontraste las píldoras de Clara y preguntaste a alguien para qué eran. Luego, cuando Fiona te mostró el frasco, sólo tuviste que sumar dos más dos. Ella me dijo que contaste las cápsulas. -Nate lo miró buscando confirmación y al no recibir respuesta rió igual que antes-. Por cierto, ella no sospechaba lo que ocurría. Pensó que tú suponías que yo estaba enfermo.
Nate se apoyó el pulgar en el pecho y sonrió. Le gustaba la idea de despistar a Fiona.
Stern escuchó este soliloquio sin entender del todo, pero en algún momento Fiona empezó a ganar puntos en su estima. Al parecer había corregido su versión y no había dicho nada sobre el intento de Stern, ni sobre el carácter de sus conversaciones. Tal vez eso concordaba también con sus propósitos, pero aun así Stern creía que tenía mejores motivos. Tras calumniarlo una vez, había decidido no acusarlo de nuevo, ni siquiera con la verdad. Un gesto de decencia, tan atípico de Fiona. La gente, pensó Stern, siempre te puede sorprender.
– ¿De manera que las píldoras que Clara tenía aquí venían del frasco de tu botiquín?
– Así es -dijo Nate-. No quería tener el frasco en tu casa. Pensaba que sabrías para qué serían las píldoras y harías preguntas. Nunca pude disuadirla de eso. -Nate, abatido, sacudió la cabeza-. Yo tenía que hacerlo todo menos tomar esas malditas píldoras por ella. Conseguir la receta, guardar el frasco, llevarle las cápsulas que le tocaban cada mañana. Demonios, tuve que prometer que redactaría la receta con mi nombre. Para Clara nada era más importante que asegurarse de que no lo descubrieras. -Hizo una pausa-. Después… después de lo sucedido, pensé que sería mejor cerrar el pico. Pero cuando empezaste a hacer preguntas sobre esa factura, me asusté.
– Estabas protegiendo la memoria de Clara -dijo Stern.
– Es un bonito modo de decirlo, Sandy. Pero tú y yo sabemos que sólo trataba de salvar mi propio pellejo. -Nate apartó la mirada. En una mesa había una hilera de fotos familiares enmarcadas. Las caras de los hijos cuando eran pequeños, Clara y Stern. Nate alzó los ojos-. Mira, no quiero tener un pleito. Decidí decírtelo sin rodeos. Hace veinte años que practico la medicina y soy uno de los pocos tipos que conozco que no pasa media semana con abogados y declaraciones. Temí que éste sería el peor momento, dados mis problemas con Fiona. Lo último que necesito es tener contratiempos por mala práctica profesional. No puedo costearlo, con dos chicos en la escuela, por no mencionar la manutención de mi esposa. Peor aún, me asusta la idea de ser enemigo de mis pacientes. Comprendo que vivimos en este mundo. El paciente murió, el doctor la maltrató. Como decís vosotros, los hechos hablan por sí mismos. Oí lo que dijiste el otro día: es un importante cheque para la sucesión de Clara. Te escuché atentamente. Los herederos entablan el pleito, ¿verdad? Sin duda hay mucho dinero para ganar allí. Pero quería tratar de explicarte esto, pues estuve muy torpe la última vez que hablamos. Tal vez desees recapacitar.
Stern, que por un momento lo había perdido, como si Nate fuera un punto escapando del radar, lo comprendió todo de golpe. Nate era el médico de Clara. Nada más. Stern quiso hablar, pero Nate, sin alzar la cabeza, continuó.
– No voy a fingir que hoy manejaría la situación de la misma manera. He reflexionado y sé que hay mil cosas que hoy haría de otro modo. Retrospectivamente, le aconsejaría un psiquiatra. Esto es evidente. Tal vez también debí involucrarte a ti. Pero yo trataba de conservar la confianza de ella.
– Nate -murmuró Stern-, yo estaba muy exaltado durante nuestra última conversación. No habrá ningún pleito relacionado con tu tratamiento de Clara.
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