Scott Turow - El peso de la prueba

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Stern había crecido en los tribunales estatales. En los oscuros pasillos alumbrados por lámparas toscas, forrados de madera tallada con cientos de iniciales de adolescentes, con politicastros patéticamente ávidos de prebendas, se sentía a sus anchas. Era un escenario de personajes regios: Zeb Mayal, el encargado de fianzas que a fines de los años sesenta aún se sentaba a un escritorio impartiendo órdenes a todos los presentes, incluidos muchos de los jueces; Wally McTavish, quien interrogaba a los acusados en casos de pena de muerte acercándose sigilosamente a ellos y susurrando: Bzzz; y desde luego los malhechores, los ladrones: Louie de Vivo, por ejemplo, que colocó una bomba de relojería en su propio coche en un intento de distraer al juez que lo sentenciaba. Oh Dios, los amaba, los amaba. Un hombre apocado, hombre de poco valor cuando se trataba de su propia conducta, Stern profesaba una admiración estética por la picardía canallesca, la egoísta astucia de muchas de esas personas que suscitaban interés en la perversa creatividad de la mala conducta humana.

Los tribunales federales que ahora constituían su hogar eran lugares más solemnes. Éste era el foro preferido por los abogados salidos de universidades prestigiosas y con clientes eminentes; sin duda era un sitio más adecuado para impartir la ley. Los jueces tenían tiempo y ganas de examinar los informes. Aquí, al contrario de los tribunales estatales, no era frecuente que los abogados se enzarzaran a puñetazos en los pasillos. Los escribientes y ujieres eran cordiales e incorruptibles, en abierto contraste con sus colegas de los tribunales de condado. Pero Stern no podía evitar la sensación de que era un intruso. Había ganado su lugar destacado mirando por encima del hombro, eludiendo los cuestionables tratos de los pasillos, demostrando que la habilidad y la astucia podían prevalecer incluso en esas luchas implacables, pero aún sentía que pertenecía al lugar donde estaban los abogados que él consideraba auténticos: el tribunal del condado, con sus pasillos mugrientos y sus patéticas columnas rococó.

Stern tuvo esos pensamientos acerca de la huida por otra frontera más mientras esperaba el comienzo de la sesión vespertina en la sala de la juez Moira Winchell. Remo Cavarelli, cabizbajo y silencioso, estaba sentado junto a Stern mordiéndose el bigote y el labio. A pesar de la agitación de Remo, el aire soñoliento de la tarde impregnaba la sala. La juez Winchell, como sus colegas, se tomaba una hora y media para almorzar, tiempo suficiente para beber vino en la comida, echar un polvo rápido o correr por el parque. De pronto una puerta se abrió y la juez Winchell salió de su cámara y ocupó su puesto, mientras Stern, Appleton, Remo y algunos espectadores se ponían en pie.

Wilbur, el cariacontecido ujier, anunció el caso de Remo. A pesar de que Stern había insistido en que nada ocurriría hoy, advertía que Remo estaba temblando. Wilbur ya sabía que habría una moción de postergación y no se había convocado a ningún jurado.

– El acusado está preparado para el juicio -dijo Stern en cuanto llegó al podio, para dejar constancia oficial de ello.

Sabía que Appleton no lo estaba. Estaba trabajando en un caso de arresto por cocaína con el juez Horka y necesitaría otra semana para abordar este caso. Con un ayudante menos afable que Moses, Stern habría protestado -a fin de cuentas, había otros cincuenta fiscales que podían ocuparse del asunto-, pero escuchó en silencio la solicitud de Appleton, añadiendo meramente «Protesto» ante la conclusión de la exposición de Moses, una observación que la juez Winchell ignoró con estudiada indiferencia.

– ¿Qué les parece el jueves próximo? -preguntó la juez-. Tengo un gran jurado que puede requerir cierta atención, pero nada más. -La juez hizo una anotación en su libreta y miró a Stern-. Señor Stern -continuó con practicada discreción-, recuerdo que usted tiene algo que ver con el asunto. ¿Las partes han encontrado una solución?

– Todavía no, señoría.

– Oh, lo siento.

Los afectados modales no ocultaban lo previsible: Moira estaba disgustada.

Klonsky había llamado a Stern esa mañana.

– No tengo el número de su hija en Nueva York. Me pareció conveniente que ella y yo habláramos. El gran jurado nos espera el jueves próximo.

Era viernes.

La voz de Sonny todavía despertaba sentimientos intensos. Quiso preguntarle cómo andaban las cosas con el marido, cómo se encontraba. Dictó el número de Marta.

– ¿El gobierno ha recapacitado?

– Buscaremos una solución de compromiso -afirmó Sonny-. Si usted entrega la caja y una declaración jurada que establezca que está en las mismas condiciones que cuando la recibió, no tendrá que comparecer ante el gran jurado.

– Entiendo.

El gobierno, como de costumbre, obtendría todo lo que deseaba, pero esa actitud moderada complacería a la juez.

– Creo que es justo, Sandy -comentó Sonny-. En serio. El hecho de tener la caja no está amparado por ninguna inmunidad. Sólo queremos la caja y saber que contiene todo lo que contenía. Tendríamos derecho a conseguirla si él la hubiera dejado en MD, donde debía estar. No podemos permitir que alguien eluda una citación duces tecum enviando lo que solicitamos a su abogado.

Aunque hubiera tenido la caja, Stern no habría estado de acuerdo, pero no venía al caso discutir. Le causaba tristeza hablar con Sonny. La situación era imposible en todos sus aspectos.

Stern llamó a Marta para comunicarle esa noticia y a sugerencia de ella preparó una moción para renunciar como abogado de Dixon. Era una declaración simple donde manifestaba que existían diferencias inconciliables entre abogado y cliente. Se la envió a Dixon por mensajero antes de salir para ver a Remo, junto con una nota diciendo que presentaría la moción el martes siguiente, a menos que dicha diferencia se resolviera de inmediato. La moción no se requería ante un gran jurado, pero Dixon no se daría cuenta de eso, y Marta creía que sería un preludio apropiado con la juez Winchell.

Stern examinó a la juez mientras Appleton continuaba solicitando más tiempo y dedujo que había mar de fondo. Cuando Stern rechazara la solución de la fiscalía, no ofreciera ninguna y se negara a entregar la caja -su último plan-, Moira reaccionaría con severidad. Era muy probable que lo enviara a la cárcel, como había predicho Marta.

Moses tuvo que implorar mucho, pero al fin la juez postergó el juicio de Remo para la primera semana de agosto.

– Y trabaje en ese otro asunto, señor Stern -aconsejó Winchell al levantarse.

Desde la considerable altura le dirigió la sonrisa glacial de una persona acostumbrada a que la obedecieran.

Remo discutió de nuevo con Stern en cuanto estuvieron a solas en el pasillo. Aún se oponía a un juicio.

– ¿Cuánto más me endiñarán si acepto un juicio? -preguntó Remo-. Con esa niña, podría estar entre rejas un largo tiempo.

Stern le repitió la cantilena a Remo: si lo condenaban, de cualquier modo, iría a la cárcel por un largo período, aunque se declarara culpable. Además, las pruebas daban buen pretexto para ir a juicio.

– Sí, pero ¿cuánto costará? -preguntó Remo-. Usted no trabaja gratis, ¿verdad?

Eso era cierto, concedió Stern.

– Claro -dijo Remo-. Nadie trabaja por nada. ¿Cuánto tendré que darle? ¿Cinco, tal vez? -Stern titubeó y Remo le clavó los ojos oscuros-. ¿Más? No he ganado mucho últimamente. En los últimos meses no hay mucho. -Stern no sabía si Remo se refería a trabajos legales o no, y por costumbre prefirió no preguntar. Por otros comentarios dedujo que actualmente Remo se dedicaba a visitar los clubes sociales del vecindario, tomando aperitivos de once de la mañana y jugando a las cartas, gastando dinero con ostentación y maldiciendo en italiano-. ¿Qué probabilidades hay? Si voy preso, mi mujer y mi hijo no recibirán nada. ¿Tendré que darle cinco? -Remo había resuelto por sí mismo el problema de los honorarios-. No lo veo. No -decidió, y sonrió furtivamente. Se acercó más a Stern y susurró, con aliento a Fra Angélico o algo parecido-. Claro -dijo con ojillos divertidos-, si usted tiene un trabajo, podríamos solucionarlo. Ya sabe.

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