– ¿No? -Nate tardó un instante en adaptarse a la idea-. Qué alivio.
Ambos se miraron. Nate se frotó los brazos: el aire acondicionado lo molestaba.
– ¿Ella te habló de ese impulso? -preguntó Stern- ¿Quitarse la vida?
– Sí. Tenía un modo de referirse a ello. -Nate estudió el aire para recordar-. Decía que quería apagar el ruido. Algo por el estilo. No siempre actuaba así, pero a los siete años, cuando las cosas se ponían mal, lo decía a veces. No puedo fingir que no la tomé en serio.
Nada por un instante: ningún sonido, el tiempo suspendido. Siete años, había dicho. Stern cogió una silla.
– ¿Siete años, Nate?
– Por Dios… entendí… -Nate se interrumpió-. Bien, ¿cómo ibas a saberlo? -se preguntó a sí mismo-. Sandy, la situación no era nueva. Era una recurrencia.
– ¿Una recurrencia?
– Ya sabes, la infección no era reciente. Esta enfermedad se repite en algunas personas. En dos tercios de los casos. Por lo general continúa durante un par de años. Mejora poco a poco hasta desaparecer. Pero a veces, muy raramente, hay reapariciones tras varios años. Eso le pasó a Clara. Empecé a tratarla hace siete años. Entonces temí que ocurriera lo que ha ocurrido ahora. Lo único que le impedía cejar era el hecho de que tú no estuvieras.
– ¿Yo no estaba? -preguntó Stern-. ¿Dónde estaba?
– Kansas City, según recuerdo. Un juicio.
Cielos, era terrible. Era el momento más humillante de su vida, pero se quedó sentado allí, en la silla de mimbre, los ojos cerrados, agradeciendo a Dios. Siete años atrás. Al menos eso daba nuevas pautas de comprensión. Pero entonces lo embargó un nuevo pensamiento.
– Por Dios, Nate. ¿Después de tanto tiempo qué había que ocultar?
– Sandy, creo que desde su punto de vista era peor, porque no había dicho nada en todos esos años. De algún modo lo consideraba un doble engaño. A medida que pasaba el tiempo le costaba más aceptar su propia conducta. Ya no podía comprenderlo. No podía evadir ese viejo y tremendo error. Yo no sabía qué decirle.
– ¿Médicamente, quieres decir? ¿No había respuestas?
– Hay que entender toda la historia. -Nate miró el vaso-. La habían tratado durante años con Acyclovir, lo cual le salvó la vida. Lo digo en serio. Puso las cosas bajo control. Ella lo tomó como prevención durante seis meses. Pero la droga es bastante tóxica, así que no aconsejan que se tome por más tiempo. Por fin aparecieron las recidivas. Dos pequeñas, con dos o tres años de diferencia. Pero con la droga… -Nate chasqueó los dedos-. La volvía a tomar y a los cinco días estaba como nueva. Para ella era siempre una preocupación. Al menor indicio aparecía en mi consultorio. Debo de haberle hecho análisis tres veces al año. Pero ya sabes, estaba bajo control. Eso creía yo. -Nate alzó las manos, hizo una mueca y las dejó caer-. Seis semanas antes de su muerte, sufrió una recaída. Clara tomó las píldoras, pero en esta ocasión no la curaron. El rebrote era muy fuerte. Ocurre con frecuencia con otros virus y bacterias… una especie de automutación que genera una raza resistente. Tuvo un par de semanas malas y la enfermedad volvió de nuevo. Consulté a todos mis conocidos, pero era algo inusitado, y el virus es de por sí imprevisible. Para entonces ella estaba pensando seriamente en la muerte. Noté que empezaba a ceder. Una vez, como pensando en voz alta, hablé de charlar contigo, y pensé que saltaría de la ventana allí mismo. No había modo.
Repitió las últimas palabras y meneó la cabeza una vez más.
– De todos modos, pensé que la había persuadido de probar una nueva medicación. Doble dosis durante cinco días. Eso fue lo que me recomendaron. Pero yo tenía un congreso en Montreal. En pocas palabras, decidí ir. Esto es lo que me critico. -Nate estaba encorvado en la silla, estudiándose las manos sucias de tierra. El cielo cobraba un color rosado y el sol, agonizando en un fulgor ambarino, estaba enmascarado por delgadas nubes-. Sabía que atravesaba una crisis. Le comenté que me iría. Le di la oportunidad de impedírmelo, pero Clara nunca hubiese hecho algo así. Me prometió que no pasaría nada. Le di todas las pastillas que iba a necesitar mientras yo no estuviera. Dijo que las escondería. Yo había consultado a otro médico que estaba al corriente de la situación y esperaba que él se hiciera cargo del asunto, pero era responsabilidad mía. Si yo quería el papel de confesor, tenía que saber lo que hacía.
– Nate -dijo Stern-, hablé en serio en tu oficina. Hay suficientes culpas para todos. No tienes por qué flagelarte. Fue una decisión profesional.
– No, no lo fue. -Nate vació el vaso y miró a Stern-. Me llevé a Greta conmigo. A hurtadillas. Habíamos hecho planes y yo esperaba ese momento. -Stern comprendió que Greta era la enfermera, la apetitosa rubia de la cinta de vídeo-. ¿Estás seguro de que no deseas entablar un pleito?
– Sí -dijo Stern.
– Demonios. Allí estaba yo, en Montreal, acostado con esa chica, cuando sonó el teléfono. Era Fiona, histérica. Pensé que estaba borracha para variar, y de pronto comprendí que me hablaba de Clara. Me pasaron mil cosas por la cabeza. Había dejado a esa paciente angustiada para practicar francés y follar con mi amante… -Nate miró a Stern-. No quería contarte eso.
– Pero lo has hecho -dijo Stern.
– Vaya que sí.
Ambos guardaron silencio un instante.
– ¿Y qué ha sucedido con Fiona? -preguntó Stern.
– No puedo devolver ese genio a la botella. Ambos hablamos con abogados. Vamos a vender la casa. Vivimos allí provisionalmente y no nos hablamos. Es una locura.
– Lo lamento de veras, Nate.
– Sí. Bien, yo diría que morimos de muerte natural. Creo que estoy enamorado de esa muchacha, Sandy. Desde luego, he querido estar enamorado de todas ellas. Soy como el tipo de la canción. «Buscando el amor en todos los sitios equivocados.» Pero creo que ahora es verdad. Así que borrón y cuenta nueva. No puede ser peor.
– ¿Cómo ha reaccionado Fiona?
– Bien, me va a dejar desplumado. Siempre me amenazó con ello, y Fiona cumplirá su palabra, lamento decirlo. Desde luego, tiene pruebas. Agradezco tu advertencia. Es bastante embarazoso. El abogado dijo que si realmente quería separarme, podría haberme ahorrado mucho dinero con sólo escribir una nota.
Stern sólo pudo encogerse de hombros. Pero lo lamentaba por Nate, que había causado tanto daño con esa cinta. Infligir dolor no formaba parte del carácter de Nate. Stern se sintió unido a él por el extraño lazo que creaba la confusión que ambos habían compartido sin saberlo. Él conocía la vergüenza de Nate, y Nate, desde luego, había conocido la suya durante años.
– Diría que Fiona lo tomó con bastante valor. ¿Quieres saber qué dijo? Esto te gustará. Dijo que los hombres aún la encuentran muy atractiva. Está segura de que en cuanto nos divorciemos los hombres la perseguirán. Mencionó tu nombre. Después de decirme que había inventado la historia. ¿Qué te parece? -Nate rió, pero la mirada de Stern lo frenó-. Puedes hacer lo que quieras, ya sabes.
– Desde luego -dijo Stern.
No más. Era un momento incómodo, pero se sintió en la obligación de no formar parte de una conspiración contra Fiona. Ellos tenían ahora su propio acuerdo, y por lo que decía Nate, tal vez él tuviera que aclarar unas cuantas cosas con Fiona. En tal caso, era su propia culpa.
Stern acompañó a Nate hasta la puerta. Cuando éste empezó a culparse de nuevo, Stern lo contuvo con un ademán.
– Sé lo que significa guardar una confidencia, Nate. Clara tenía un secreto y tú no podías contarlo.
Nate parecía estar pensando en otra cosa. Stern se preguntó si había algo más que él hubiese resuelto silenciar por respeto a Clara. Nate pareció leer ese pensamiento.
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