Scott Turow - El peso de la prueba

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Incluso Dixon quedó desconcertado por la noticia.

– ¿Y qué dirá?

– Que obedeció órdenes tuyas… cada pedido ilegal de Kindle provino de ti. Él fue una tonta oveja descarriada. Supongo que puedes imaginar el testimonio.

– ¿John te dijo esto?

– Dixon, como sabes, no puedo hablar con John acerca de este asunto.

– ¿Quién te lo dijo? ¿Su abogado? ¿Cómo se llama? ¿Toomey? Creí que habías dicho que era una víbora. Quizá te esté mintiendo para ayudar a sus viejos amigos.

– ¿Acerca del testimonio de mi yerno? Creo que no. No, en este caso Tooley ha actuado como debía. Persuadió a John de que defendiera sus propios intereses. Es joven. Tiene una esposa embarazada. Nadie, Dixon, le aconsejaría que rechazara la inmunidad. Nadie -añadió Stern enfáticamente.

– No lo creeré hasta que John me lo diga. -Dixon irguió la barbilla y dio una calada al cigarrillo-. Pude tener un millón de razones para hacer esos pedidos.

Stern sabía que bastaría con que le preguntara una para que Dixon callara por un tiempo.

– Además -continuó Dixon-, me has dicho que tienen que demostrar que gané dinero con estas operaciones. Dijiste que las ganancias se trasladaron a esa cuenta… ¿cómo se llama?

– Wunderkind.

– No encuentran los documentos -concluyó Dixon.

– Creo que los han localizado.

Dixon se levantó de repente. Se acomodó los pantalones y se acercó al escritorio para mirar la caja fuerte, donde Stern, por costumbre, había apoyado el pie.

– No lo creo -dijo Dixon, con una sonrisa pícara.

Stern buscó su citación en el escritorio. Dixon la leyó con detenimiento y al terminar estaba menos eufórico.

– ¿Cómo averiguaron dónde estaba?

– Ellos tienen su propia historia, pero sospecho que a través del mismo medio por el cual supieron todo lo demás: el informante. Tal vez fuiste imprudente al comentar este asunto.

– La única persona que estaba al corriente del traslado era Margy, pues ella extendió el cheque a los tíos del transporte. Ya te lo había dicho.

¿Lo había dicho? En tal caso, Stern lo había olvidado. El detalle no había parecido relevante entonces. Dixon estaba releyendo la citación.

– Esta cosa es para hoy -comentó.

Stern le refirió la entrevista.

– No permitirás que consigan la caja, ¿verdad?

– Seguiré las instrucciones que me des, Dixon, mientras Marta y yo convengamos que está dentro de la ley.

– ¿Qué quieres decir?

– Puedo esgrimir el secreto entre abogado y cliente.

– ¿Y?

– Dudo que puedan obligarme a declarar acerca de nuestras conversaciones.

– ¿Y la caja?

– Es una compleja cuestión legal, Dixon.

– ¿Pero?

– Sospecho que al final, Dixon, tendré que presentarla.

Dixon soltó un silbido. Encendió otro cigarrillo.

– Mira, Stern, cuando la mandé aquí dijiste que esos bastardos no podrían conseguirla.

– Te dije, Dixon, que tus documentos personales estarían más seguros.

– Vale -admitió Dixon-. Es personal. Todo lo que hay ahí es personal.

Stern meneó la cabeza.

– Si yo digo que es personal -masculló Dixon-, tú no tienes por qué decir lo contrario.

– No -dijo Stern. No iba a fingir que nunca había practicado la ley de ese modo, pero durante muchos años se había permitido el lujo de una conciencia limpia y no tenía interés en ser compinche de Dixon-. No hay modo de pensar, Dixon, que los documentos internos de la compañía relacionados con la cuenta Wunderkind no pertenezcan a la empresa. Margy los tendría que haber presentado la semana pasada.

– Por amor de Dios -suspiró Dixon. Se levantó y se quitó la chaqueta de botones dorados. Llevaba una camisa de rayas verticales oscuras, abierta en la garganta, exhibiendo el vello blanco del pecho; tenía los brazos gruesos, bronceados por el sol-. Déjame pasar.

Dixon rodeó el escritorio de Stern, se arrodilló para recoger la caja y echó a andar.

– Dixon, esta citación está dirigida a mí, no a ti, y debo obedecerla. No puedes llevarte la caja de esta oficina.

Con la caja entre las rodillas, Dixon enfiló hacia la puerta, encorvado como un simio.

– Dixon, me colocas en una posición imposible.

– Lo mismo digo.

– Marta es muy sagaz, Dixon. Mucho más que yo. Podemos presentar mociones. Con una apelación, podremos mantener a raya al gobierno durante unos meses. Prometo que resistiremos con todos los medios legales.

– Perderás. -Dixon tenía poco aliento, pero continuaba caminando-. Ya has dicho que no tienes cómo defenderme.

– Dixon, por Dios. Esto es una locura. Estás diciendo que el gobierno no tiene ningún otro modo de demostrar que controlaste esa cuenta.

Dixon dejó la caja en el suelo y dio media vuelta.

– ¿Qué otro modo tendría para demostrarlo?

– Seguro que lo hay -sugirió Stern sin convicción. Por un instante pensó en mencionar el cheque que Dixon había extendido para cubrir el déficit de la cuenta Wunderkind, pero dominó este impulso. Durante la vertiginosa noche en el bosque había hecho una promesa irrevocable. Al margen de lo que hubiera ocurrido después, no faltaría a su palabra. A lo sumo podía ser indirecto-. Es evidente, Dixon, que la solicitud de cuenta no puede ser el único modo de determinar que eras responsable de la cuenta. Tal vez John lo sepa.

Dixon escudriñó a Stern en silencio. Al fin meneó la cabeza con lentitud, un gesto de absoluto rechazo.

– No va más -dijo.

Se agachó de nuevo y cogió ambos lados de la caja.

– Dixon, si comparezco sin la caja o una explicación acerca de su desaparición, la juez Winchell me pondrá bajo custodia policial.

– Oh, no te pondrán entre rejas. Todos creen que caminas sobre el agua.

– Dixon, insisto.

– Yo también.

– Entonces debo renunciar a ser tu abogado.

Dixon reflexionó un instante.

– Pues renuncia -replicó al fin.

Irguió los hombros, soltó un resuello y levantó de nuevo la caja fuerte.

– Dixon, estás cometiendo una infracción federal ante mis propios ojos. Además, yo estoy implicado en ella. Me estás obligando a notificar al gobierno.

Cerca de la puerta, Dixon miró por encima del hombro con ojos huraños y desafiantes.

– Dixon, hablo en serio. -Stern se dirigió al teléfono y marcó el número de la fiscalía. Era improbable que respondieran a esa hora-. Sonia Klonsky -dijo Stern, mientras el teléfono seguía sonando.

Dixon soltó la caja. Tenía la cara roja y jadeaba para recobrar el aliento. Stern colgó y Dixon agitó la mano con disgusto. Se dirigió al sofá y se guardó los cigarrillos y las llaves en un bolsillo de la chaqueta. Apuntó a Stern con el dedo pero no le quedaba aliento para hablar, así que se marchó sin añadir nada más.

37

Stern había convenido en reunirse con sus hijos en The Bygone, uno de esos restaurantes que pertenecían a una cadena con locales en todas las ciudades importantes del país. El de Dallas tenía el mismo aspecto que el de Kindle: faroles de hierro forjado, vasos con forma de campana y tarjetas con gatitos pegados bajo las mesas. El restaurante se erguía sobre un risco que daba a la red de autopistas cercana al aeropuerto del condado. Atascado en el tráfico, Stern lo divisaba a kilómetros de distancia.

El aeropuerto era ahora lo que el río había sido para Kindle un siglo atrás, un punto de confluencia para las exigencias del comercio. Grandes edificios de oficinas -formas romboidales de cristal rutilante- se elevaban donde quince años atrás sólo había campos; enormes depósitos con puertas onduladas y varios hoteles de cemento se erguían al borde del camino, y en la carretera abundaban anuncios de otros proyectos que estarían en marcha hasta finales de siglo. El tráfico era denso a todas horas. Stern, en el embotellamiento, apagó la radio del Cadillac para pensar en Dixon.

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