Scott Turow - El peso de la prueba

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– ¿Aún piensas en mamá como amiga? -preguntó Marta-. ¿Incluso ahora?

Bien, vaya pregunta para que una hija le planteara al padre. ¿Tendría posibilidades de evadirla?

– ¿Sólo puedo responder sí o no?

Marta lo miró con impaciencia, disgustada por ese truco de picapleitos.

– Marta, parece que te defraudamos mucho.

– No te estoy pidiendo que justifiques vuestras vidas. De verdad. Sólo me lo pregunto. Parece muy deprimente. Pasas treinta años y todo termina en alguien pudriéndose en un garaje. Piénsalo. ¿Qué significaba ella para ti al final? ¿Al principio? ¿Era La Mujer? Probablemente no, ¿eh?

Su primer impulso fue no responder, pero en esos momentos Marta mostraba una sinceridad que resultaba intolerable. A pesar de su experiencia, su humor punzante, su atrevimiento, indagaba con el mismo afán inocente que Sam había manifestado al mirar el cielo nocturno. No podía evitar responderle.

– Vivimos en este mundo, Marta. No en otro. Como tú dices, es decepcionante aprender, pero la vida de tus padres no es mejor que la tuya. No hay un momento en que te eleves a un orden superior de la existencia. -Estas palabras, dichas así, parecían más duras de lo que él se había propuesto, pero Marta las aceptó-. Nadie puede hablar con precisión de los sentimientos de años y décadas en un par de frases. No soy capaz de contemplar a tu madre al margen de la vida que compartimos. Tuve la buena fortuna de la mayoría de las personas que hallan cierta satisfacción en haber decidido qué era importante para ellas y haber logrado una parte. Mi trabajo. Mi familia. Os adoraba a los tres… sospecho que nunca lo supe comunicar, pero así fue siempre. También quería mucho a tu madre. Sé que con el tiempo la defraudé muchísimo. Yo no fui tan buen amigo para ella como ella lo fue para mí. Aunque ella también me defraudó a mí… sobre todo hacia el final. Admito, aunque parezca espantoso, que estoy resentido con esta conclusión. En mi interior hay muchas habitaciones que parecen cerradas a los visitantes… lo reconozco. Pero creo, tras meses de reflexión, que soy una persona mejor y más capaz de la que ella quería ver en mí. -Dijo esto con firmeza, la cabeza erguida y el tono marcado por la convicción, aunque notó que Marta no entendía a qué se refería. Comió el bistec y agitó el vino. Bebió media copa, pero la marea de los sentimientos continuaba y no quiso que ésta fuera la última palabra-. Hicimos todo lo posible, Marta. Ambos. Dadas las vastas limitaciones que todos padecemos. Compartimos mucho. No sólo acontecimientos, sino compromisos. Valores. Ella fue la suma de toda mi vida. La amé. A veces apasionadamente. Aún hoy creo que ella también me amó. Todo padre desea para sus hijos una vida mejor de la que él tuvo, pero admito que me agradaría mucho verte forjar una relación tan duradera como la mía.

Marta asintió gravemente. Su padre había respondido. Stern advirtió que aún sostenía el anillo y la fina piedra centelleaba incluso bajo esa luz tenue. La volvió a admirar un instante y la devolvió. Cuando Marta alzó la cartera, él le preguntó si había descubierto más tesoros durante la tarde de exploración.

– No más tesoros -respondió Marta-. Sólo algo que me ha intrigado. -Hurgó en la cartera con ambas manos-. ¿Qué clase de medicación estaba tomando?

– ¿Medicación? -preguntó Stern.

Era una cajita ovalada de plata, con una tapa con goznes. Marta dijo que también la había encontrado en la caja japonesa. Abrió la tapa y en ese mismo instante Stern supo qué habría adentro. Volcó las cápsulas amarillas sobre el mantel y las contó. La marca estaba impresa en cada cápsula. Eran setenta y nueve. Contó dos veces. La misma cantidad que faltaba en el frasco del botiquín de Nate.

Marta miró a Stern comprensivamente. Era evidente que el padre estaba confundido.

– No es posible -dijo Stern.

– Tal vez deberías preguntar a Nate Cawley -sugirió Marta.

Esa noche permaneció levantado hasta tarde. Marta, como era lógico, prefirió su propia habitación, de modo que Stern, por primera vez en meses, regresó al dormitorio que había compartido durante veinte años con Clara. Marta había saqueado los muebles, los cajones estaban abiertos y había prendas de seda colgando de los bordes. En el suelo había varias cajas de cartón con objetos ordenados: algunos para regalar, otros para guardar.

De nuevo le costó dormirse. A orillas del río celebraban ruidosamente la víspera del Día de la Independencia. Después de las diez empezó el estruendo de los fuegos artificiales, a pocos kilómetros; por la ventana divisaba el trémulo fulgor reflejado en las delgadas nubes. Era uno de esos inmigrantes que todavía se ablandaban de sentimentalismo -y gratitud- el Cuatro de Julio. ¡Qué concepción de país! Aún admiraba el florecimiento de las democracias liberales, con su ideal de igualdad, junto con los avances en cuidado médico y la invención del tipo móvil, el mayor logro de la humanidad en todo el milenio. Su vida de abogado -sobre todo en el aspecto penal- estaba ligada de algún modo con esas creencias.

Permaneció insomne en la cama, intentó leer, pero la agitación del día lo agobiaba: su confrontación con Nate, la partida de Sonny como una nave hacia el horizonte, las agobiantes complicaciones legales que le esperaban y los fantasmas invocados por su charla con Marta. Su hija había pedido -exigido- toda la vida que los padres le hablaran con franqueza. En cierto sentido ése era el acontecimiento más perturbador del día.

En un momento bajó en silencio para examinar la cajita de píldoras, pero al parecer Marta la guardaba consigo. Entreabrió las cortinas y miró la casa de los Cawley. Ya no estaba bajo su control. Tendría que hablar de nuevo con Nate, pero ¿cómo iniciaría semejante conversación? «Nate, hay un par de cosas que no entiendo acerca de tu aventura con mi esposa.» Stern meneó la cabeza.

Regresó al dormitorio. A pesar de los meses, el aroma de Clara persistía, ella estaba tan presente como los callados muebles. Tendido en la cama, tuvo la sensación de que Clara saldría del cuarto de baño en cualquier momento, una atractiva persona madura, embellecida por el corte de la bata, el cabello brillante, la cara cubierta de crema, ensimismada como de costumbre, tarareando un tema musical.

La había amado muchísimo, pensó de pronto. El recuerdo de repente resultaba aplastante, recordaba los detalles más ínfimos con dolorosa exactitud: la suave onda con que se había peinado el cabello durante años, el aroma dulzón de sus sales de baño, el sombrero de jardín, la diminuta protuberancia a cada lado de la nariz. Recordaba la lentitud con que alzaba las manos, los dedos delgados y la pequeña sortija, gestos articulados con inteligencia y elegancia. Esos recuerdos lo arrasaron de manera tan vivida que creyó poder abrazarla, como si en ese dolorido afán pudiera arrebatarla del aire. La frescura de ese amor lo aturdía, le desgarraba el corazón y lo debilitaba. Ignoraba en qué oscuro y escabroso rincón de locura se había internado Clara. Sólo podía pensar en la mujer con quien había vivido, la persona que conocía. Echaba de menos a esa mujer, esa persona.

Esperó hasta que el fantasma se desdibujó un poco. Esto era lo que había intentado comunicar a su hija, este eterno océano de sentimientos. Tendido bajo el intenso haz de la lámpara de lectura, envuelto en la bata, inmóvil, se aferró por un instante a lo poco que podía asir de la presencia -misteriosa, precisa, animada, profunda- de Clara Stern.

35

El miércoles por la mañana, Marta fue a trabajar con Stern. Claudia y Luke, que habían trabajado con Stern durante más de diez años, la observaron con admiración: era bonita, madura, equilibrada. Ella y Stern redactaron una moción para la juez Winchell, en la que pedían la postergación de la fecha de presentación de Stern ante el gran jurado. Aunque tenía menos de tres páginas, la moción les llevó horas, pues presentaba problemas complejos, como Marta fue la primera en reconocer. Por lo general las conversaciones entre abogado y cliente, destinadas a garantizar asesoramiento legal, gozaban de inmunidad, en el sentido de que el gobierno no podía obligar a revelarlas. Pero ¿era pertinente aquí invocar la inmunidad?

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