Scott Turow - El peso de la prueba

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– Trae la citación -dijo Stern-. Hablaremos mientras comemos.

Marta subió un momento. Había cosas de Clara que había descubierto esa tarde, mientras hurgaba en los cajones, y quería que Stern las viera.

– Es un camafeo que tu abuelo Henry le regaló cuando tenía dieciséis años. Hacía años que no lo veía.

Stern sostuvo el colgante ante la luz plateada de la mesa. Bajo el mismo fulgor débil, Marta estudió la silueta femenina.

– Es hermoso.

– Sí. Henry tenía buen ojo para estas cosas.

– Es extraño que nunca nos lo haya obsequiado a ninguna de nosotras. ¿No crees?

Tal vez no podía separarse de él o le recordaba al padre. Acaso lo guardaba para la primera nieta. Le irritaba pensar que Clara tenía algún plan que había quedado sin cumplir. Le preguntó a Marta qué más había descubierto.

– Esto es asombroso. -Marta miró en su enorme bolso y sacó una bola de papel de la cual extrajo un espléndido anillo de zafiro. La piedra era muy grande, flanqueada en ambos lados por una hilera de diamantes, contra un trasfondo de platino u oro blanco.

– Vaya -dijo Stern. Era uno de esos objetos tan lujosos que actualmente incluso el seguro resultaba prohibitivo. Estudió atentamente el anillo-. ¿Dónde encontraste estas cosas?

– Había una cajita japonesa de laca en el fondo del segundo cajón. Supongo que era su lugar íntimo o algo así. -Marta tocó el anillo-. ¿No sabes dónde lo consiguió? Parece antiguo.

Su lugar privado, pensó Stern. ¿Podría Nate haberle comprado un regalo tan generoso? Una vez más tuvo la sensación de que la tierra se le deslizaba bajo los pies al descubrir los secretos de Clara. Cerró los ojos, aguijoneado por la culpa. Oh, era un sujeto mezquino y suspicaz.

– Éste es sin duda el anillo que tu madre recibió la primera vez que se comprometió.

– ¿Comprometió?

Stern sonrió.

– ¿No sabías que tu madre se casó conmigo después de un rechazo?

– Claro que no -dijo Marta-. Cuéntame. Ha de ser una historia sabrosa.

Se había inclinado sobre la mesa y la camarera tuvo que indicarle que se irguiera para servirle la cena. El establecimiento se llamaba Balzini's y era un restaurante vistoso de Riverside, con ambiente italiano, chimeneas falsas y manteles de lino carmesí. La carne era aceptable. Él siempre sería hijo de Argentina y sabría disfrutar de un trozo de carne asada, pero no era la elección que esperaba en Marta. Al parecer, sin embargo, ella había descubierto que servían una generosa ensalada.

Stern mencionó a Hamilton Kreitzer y añadió que el noviazgo había terminado de repente, pero no contó nada más. Si Clara no había querido compartir con sus hijos esa parte de su pasado, él no era quién para revelarlo. La intimidad de Clara constituía ahora el tesoro final y más valioso de su esposa.

Al mismo tiempo, Marta era la menos proclive a dejarse desconcertar por las revelaciones. Marta, cuyas relaciones con Clara fueron bastante difíciles, en cierto aspecto la conocía mejor. Stern recordaba a Marta a los cuatro o cinco años, junto a la madre, en el fregadero, cuestionando cada hábito: ¿Por qué pelas las zanahorias? ¿Por qué te lavas las manos antes de tocar la comida? ¿Y si saliéramos al jardín y comiéramos las verduras arrancándolas de la tierra? ¿Cómo te pueden hacer daño gérmenes que ni siquiera vemos? Sin cesar. La paciencia de Clara se agotaba al fin. «¡Marta, por favor!» Pero esto inducía a la niña a intensificar el interrogatorio. A veces, Clara terminaba por irse de la habitación.

Al conocer desde pequeña las debilidades de la madre, Marta era menos propensa a reverenciar a Clara que sus hermanos y veía a la madre con mayor distanciamiento. Sus observaciones no eran halagüeñas. Con el tiempo Stern había logrado evaluar el rumbo de las opiniones de Marta. Tal vez su visión de la madre se sintetizara en una palabra: débil. Marta no valoraba gran cosa el reino doméstico de Clara, la música, el jardín, las funciones en la sinagoga y las meriendas. Consideraba que la madre era una criatura poco activa que se refugiaba de turbulencias internas y externas detrás de sus modales dignos y sus hábitos elegantes, que carecía de espíritu para enfrentar las cosas. Marta medía el mundo por los valores del padre: acción, éxito. Su madre no era emprendedora y eso la disminuía ante sus ojos. Con el tiempo habían logrado una relación que se podía describir como aceptable. Los reproches de Marta herían a Clara. Aun así, permanecía disponible para ella. En el universo de los desastres emocionales -Peter y su padre, por ejemplo-, Marta y la madre habían logrado una componenda. Reconocían y reverenciaban, a pesar de sus reservas, un mundo común de afectos.

– ¿Éste era su corazón roto? -preguntó Marta, tocando el anillo que sostenía el padre.

– Quizá. ¿Así la veías? ¿Una persona con el corazón roto?

– No sé. A veces. -El juicio, como la mayoría de las observaciones de Marta, lo afectó profundamente, pero ella continuó, sin reparar en ello-: Resulta difícil pensar en vosotros vacilando o teniendo amoríos frustrados. De niña, yo pensaba lo mismo que todos los pequeños: que concordabais perfectamente, que estabais hechos el uno para el otro. Tonto, ¿eh? -Marta alzó los ojos tímidamente, mirando al padre por un instante. Sin duda, con el tiempo Marta también había desarrollado una visión despiadada del matrimonio de sus padres. Stern sospechaba que ello había contribuido a su ambigüedad ante los hombres, sus relaciones inconstantes. De pronto Marta miró a lo lejos, llevada por los recuerdos-. Una noche, cuando yo tenía once o doce años, me senté en la cama, en la oscuridad. Kate dormía, hacía calor y el viento agitaba las persianas. Yo pensé: «Está allá afuera. Ese hombre único, perfecto». Ese pensamiento resultaba muy excitante. -Cerró los ojos y agitó la cabeza, dolorida-. ¿Alguna vez has pensado algo parecido?

Stern reflexionó. Su adolescencia, por lo que recordaba, parecía colmada de otras obsesiones: el cúmulo de sentimientos que surgían alrededor del recuerdo de Jacobo, su resuelta determinación de ser norteamericano. De noche, en la cama, hacía planes: pensaba en la ropa que veía -recordaba que había pensado durante un par de semanas en unos tirantes rojos-, el modo en que los jóvenes hundían las manos en los bolsillos; mascullaba frases en inglés, las mismas palabras, en repeticiones obsesivas, con la misma frustración, sintiendo que no podía soportar su acento. No era muy romántico, pero comprendía a qué se refería Marta: la idea de la unión perfecta, corazón con corazón, cada gesto conocido al instante; el reflejo de la imagen del alma, cuando todo encajaba como en un rompecabezas. La sangre se le aceleró cuando pensó en Sonny. La imagen ya se desvanecía, ya era un poco más remota. Un paralizante principio de realidad había comenzado a intervenir, colmándole el corazón de dolor y una sensación de injusticia. Dirigió una sonrisa a la hija y murmuró:

– Comprendo.

– Claro que no se trata de un hombre en especial, es cualquier hombre. Hombres y mujeres… Hay en ello algo que no alcanzo a entender. -Meneó la cabeza, agitando el pelo suelto-. Últimamente me he atormentado tratando de averiguar si hombres y mujeres pueden ser verdaderos amigos sin el sexo. ¿Conoces la respuesta? -le preguntó al padre con su modo directo y natural.

– Temo que pertenezco a la generación equivocada. Carezco de experiencia. Las dos mujeres a quienes consideraba verdaderas amigas eran tu madre y tu tía. Esta perspectiva no tiene validez.

– Pero siempre está ahí, ¿verdad? El sexo.

– Eso parece -respondió Stern, y volvió a pensar en Sonny.

Su hija comió su gran ensalada, mientras meditaba.

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