Scott Turow - El peso de la prueba

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Stern cogió el sobre. Tendría que haber sabido de qué se trataba sin dudarlo siquiera, pero aun así lo abrió torpemente y estudió el documento. Era una citación del gran jurado redactada por Sonny, cuyas iniciales figuraban al pie. Investigación 89-86. Lo leyó tres o cuatro veces antes de comprender. Estaba dirigida al propio Stern; lo habían citado para comparecer el jueves a las diez de la mañana y allí debía presentar «una caja fuerte transportada hacia el 3 de abril desde el edificio de MD Clearing Corp., y todos los objetos en posesión, custodia o control de usted contenidos en la susodicha caja en el momento de recibirla». Ella había marcado ambos casilleros del formulario: Stern tenía que declarar y presentar ese objeto. Al leer, comprendió que se hallaba ante otro desastre inminente.

– Debo decirle -prorrumpió Sonny- que estoy muy enfadada.

– Oh, Sonny. Es un malentendido. Por favor, entre un momento -invitó Stern mientras subía la escalinata.

– Sandy, es inútil.

– Un momento -insistió él.

Entraron en el vestíbulo. La casa estaba oscura y fresca.

– Sonny, estoy obligado por problemas de inmunidad, desde luego -dijo Stern, queriendo decir que no podía repetir nada de lo que le había dicho Dixon-, pero creo que usted ha interpretado muy mal todo esto.

– Sandy, yo en su lugar no diría mucho. No sé dónde terminará este asunto, pero no quiero tener que testificar. No puedo seguir el juego con tanta dureza como ustedes. Todos ustedes.

– Sonny, no hay ningún juego.

– ¡Oh, por favor! ¿Cómo puede decir eso? Usted me aseguró que iba a buscar esos documentos cuando en realidad los tenía en la oficina desde el principio. Y yo me dejé convencer. Eso es lo que me resulta increíble. ¿Sabe qué he pensado todo el día…? ¿Qué era tan importante como para justificar un viaje de ciento cincuenta kilómetros? ¿Qué hubiera hecho con esos documentos si le hubiera dicho que toda la posición del gobierno dependía de ellos?

Stern entreabrió la boca al advertir lo que ella le decía: lo estaban acusando. Se desplomó en la silla que tenía detrás.

– Ha interpretado mal -repitió.

– Interpreto muy bien. Creí que usted era mi amigo.

– Soy su amigo.

– Pamplinas. Los amigos no se hacen esto. No importa quiénes sean sus clientes. ¿Quiere saber qué averigüé?

Él asintió tímidamente, temiendo que ella se enfureciera y se negara a hablar si él demostraba mucho interés.

– Esta mañana llegué de buen humor y Kyle Horn me estaba esperando. Él también había pasado un agradable fin de semana. Examinó todos los cheques de MD que esa fulana presentó ante el gran jurado la semana pasada. Adivine qué descubrió. Un cheque enviado desde la oficina de Chicago de su cliente a una compañía de transporte de aquí, con una pequeña nota al pie: «DH – personal». ¿Tal vez DH intenta ocultar algo?

De nuevo Margy, pensó Stern. ¿Horn había sido muy exhaustivo o alguien le había dado una pista sobre lo que podía encontrar en esos fajos de cheques?

– Así que, naturalmente, quiere una citación del gran jurado, va a la compañía de transporte antes del mediodía, regresa con el albarán de embarque y la pone en mi escritorio. «¿Qué me cuentas?», me dice. «Tu ídolo.» No soy ingenua, Sandy. Entiendo que usted tiene un trabajo que hacer. Pero al parecer le importa un rábano la posición en que me deja a mí.

– Oh, Sonny, me importa muchísimo.

Su tono plañidero la desconcertó.

Ella lo miró un instante, como si sopesara su sinceridad. Al fin hizo una mueca y enfiló hacia la puerta.

– Mi cliente -anunció Stern- no regresará hasta el jueves.

Ella meneó la cabeza.

– No pida una postergación, porque Sennett no la otorgará. Yo tampoco. Usted, la caja fuerte y todo lo que contiene estarán ante el gran jurado el jueves por la mañana.

– Es imposible sin consultar antes a mi cliente.

– Entonces será mejor que se consiga un abogado, Sandy. Lo digo en serio. Esto no es divertido ni simpático. No se ponga en una posición vulnerable ante Sennett. -Se contuvo-. Cielos, lo estoy haciendo de nuevo. Mire, necesita un abogado.

– ¿Un abogado? -preguntó Stern.

Sonny pareció oír el ruido primero y dio media vuelta para mirar hacia la escalera. Stern no había sospechado que quizá no estuvieran solos, pero reconoció el peinado ondeante y la bata aun antes de distinguir la cara, tan semejante a la suya, sobre la balaustrada.

– ¿Quién necesita un abogado? -preguntó Marta.

34

A continuación siguió una escena breve y confusa al pie de la escalera. Stern, sumido en un torbellino emocional, se sintió irritado con Marta, quien había irrumpido de golpe sin anunciarse. Marta, que no aceptaba las críticas a la ligera, se defendió enérgicamente, le recordó que le había enviado una carta y que hacía veinte años que entraba en la casa con las mismas llaves.

– Llamé a Kate. Me dijo que te había dejado un mensaje anoche. ¿Ni siquiera pones el contestador?

El abatido Stern optó por no responder. Al fin reparó en Sonny, quien parecía anonadada por este imprevisto estallido de emociones familiares. Hizo las presentaciones, mientras Marta, con su típica familiaridad, le quitaba el papel de la mano.

– Es una citación -observó.

– La ayudante Klonsky me la acaba de entregar.

– ¡Otra vez! -exclamó Marta, recordando el día de los funerales-. Son ustedes increíbles. ¿No saben lo que es una oficina? -Avanzó hacia Sonny-. Lárguese.

– Oh, cielos. -Stern alzó la mano y la tendió desesperadamente hacia Sonny, pero ella ya estaba en la puerta y sólo se despidió diciéndole: «El jueves»-. Caramba, Marta, qué modales.

– ¿Quieres decir que esto te alegra?

– Marta, son circunstancias muy complicadas.

Su hija ladeó la cabeza burlonamente y cambió de expresión.

– ¿Es tu novia?

– ¿Novia? -preguntó Stern. Confundido, atinó a preguntarle quién le hablaba de sus novias. Resultó ser una reacción en cadena. Maxine había llamado la noche anterior a Kate, después de charlar con la madre; Marta había hablado con Kate esa tarde, porque Marta no estaba allí como habían previsto. Kate dijo que no se encontraba bien, pero que Stern esperaría a Marta, pues ella le había dejado un mensaje. El resto había surgido durante la charla.

– ¿Es ella? -insistió Marta.

Profundamente turbado por toda la situación -Sonny, la citación, la imagen de una red femenina de tam-tam que transmitía sus problemas a horas tardías de la noche-, Stern no pudo contener su irritación. ¿Por qué sus jóvenes hijos se concedían el privilegio de ser irreverentes, incluso groseros?

– ¿Te parece que se encuentra en estado de ser mi novia?

Marta se encogió de hombros. Quién podía saberlo. Quién sabía de ética a fines de siglo.

Stern decidió cambiar de tema y preguntó por Kate.

– Dice que no es nada grave. Está cansada. Pero la noto muy alterada. ¿Está pasando algo?

– Ay, Marta -respondió Stern, abrazando al fin a la hija, que lo estrechó con gusto.

Le preguntó qué tal había ido el viaje y si tenía hambre. Decidieron salir a comer.

– ¿Qué es esto? -preguntó Marta, mostrando la citación.

– Supongo que tendría que llamar a alguien.

– Puedo representarte -se ofreció Marta-. He tenido un par de clientes con citaciones de un gran jurado. Nada como esto, pero tú podrías indicarme qué hacer. No tengo gran experiencia en los tribunales, pero me encantaría intentarlo. Tengo licencia aquí.

Ya lo creo, pensó Stern, por no mencionar tres estados más. No obstante, la idea le resultaba atractiva.

Acostumbrado a actuar en solitario, Stern nunca se sentiría cómodo del todo con uno de sus competidores. A los abogados penales les encantaban los chismes. No deseaba ver un mordaz artículo periodístico sobre su visita al gran jurado.

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