Stern había comprendido, pero había tenido la prudencia de dejar pasar el comentario. Ahora tendría que maniobrar con discreción para distanciarse.
Comieron y charlaron. Aun en medio de su tormento y su excitación, Stern agradecía la constante afabilidad. Apartó las patatas con el tenedor.
– Pero si te gustan -dijo Helen.
La cara de Stern ocultó un mundo de emociones demasiado difícil de expresar.
– Estoy pensando en hacer régimen -admitió.
– ¿Régimen? -Helen dio un mordisco, masticó una vez y lo examinó con atención. Un destello de inteligencia le cruzó los ojos. Stern sintió que se le hacía un nudo en el estómago. ¿Por qué diablos había llegado a pensar que esa mujer no era inteligente?-. Yo tenía razón. Estás viendo a una persona más joven, ¿verdad, Sandy?
¿Ahora qué? ¿Por qué a menudo la mentira es la verdad? ¿Viendo? Oh, sí, estaba viendo. En el aire, en el cielo. Una proyección holográfica. Estaba viendo a alguien más joven, constantemente.
– Sí -admitió, tras unos segundos de silencio.
Helen le clavó los ojos.
– Mierda -dijo. Transcurrió un momento y añadió-: Bueno.
A Stern no se le ocurría una sola palabra de consuelo.
– Podré resistirlo -suspiró ella.
Lengua, habla. Sólo atinaba a mirar.
Helen se levantó de la mesa.
La encontró en la cocina, la bonita cocina que Miles le había construido antes de buscar la libertad.
La barbilla erguida, Helen miraba por la ancha ventana el cielo del anochecer, parcialmente oculto por un manzano que semanas atrás había florecido con todo esplendor. Él se acercó por detrás y le tocó los hombros.
– Helen.
Ella le cogió las manos.
– Sabía que esto era prematuro. Debí dejar que lo superaras todo.
– Helen, por favor, no…
– ¿No reaccionas exageradamente?
– Helen, esto no es…
– Sí, lo es. Estás enamorado. -Se volvió para mirarlo a la cara-. ¿O no?
Él cerró los ojos sin responder.
Ella se volvió y se apretó el puño contra la nariz. Se esforzaba desesperadamente para no llorar.
– Estoy actuando como una harpía.
– Claro que no -la consoló Stern.
– Tú no prometiste nada -dijo Helen, mirándolo-. ¿Qué edad tiene?
Él pensó en eludir la respuesta y desistió.
– Cuarenta -dijo-. Cuarenta y uno. -Encinta. Con un solo pecho. Casada. Y no está interesada en mí. Por un instante se sintió avergonzado de tanta locura.
Helen se encogió de hombros.
– Al menos estás cuerdo.
Él contuvo un gruñido.
Al fin regresaron a la mesa. Él no ofreció detalles de su nueva relación y Helen valientemente se negó a preguntar. Le contó que Maxine, después de ese encuentro con Kate, había señalado que la hija de Stern parecía cansada; no tenía el fulgor de las mujeres embarazadas.
Stern pensó de inmediato en Sonny y sintió una punzada al ver lo rápidamente que había olvidado a la hija.
En cuanto se hubo tomado el café, Stern fue a buscar el sombrero. En la puerta, abrazó a Helen, quien lo retuvo un instante.
– Supongo que no te enfadarás si te digo que no quiero verte, ¿verdad? -preguntó ella-. Dadas las circunstancias.
– Claro que no.
Él la besó fugazmente, salió al aire nocturno y caminó hacia el coche acuciado por el remordimiento. Estaba perdiendo el control. Había abandonado lo mejor de su vida actual para satisfacer una fantasía adolescente. Pero a pesar de la angustia, estaba de buen talante. Otro lazo cortado. Había mil más, pero su propósito era claro. Estaba dispuesto a superar todos los obstáculos. Se sentía gallardo como un caballero. Caminó avenida abajo con paso resuelto, lleno de dolor y de la euforia de la libertad, de sueños salvajes e improbables.
El lunes fue un día de comunicaciones imprevistas.
La primera esperaba a Stern cuando éste llegó a la oficina. Había llamado el doctor Cawley, dijo Claudia, y había pedido verlo. Ella había cotejado horarios y le había concertado una cita a las cinco de la tarde en la oficina de Nate.
– El doctor dijo que era personal -informó Claudia- y que no deseaba verle en su casa. Eso es todo.
Personal y no en casa. De hombre a hombre, en otras palabras. Lejos de Fiona. Nate había rehuido a Stern durante meses. ¿Ahora quería una cita? Stern evaluó las posibilidades. ¿Acaso Fiona había hablado, tal como él sospechaba? ¿Nate y él tendrían un enfrentamiento? Tal vez Nate optara por liquidar el asunto: entregar el cheque a Stern y firmar una paz duradera. Por una vez sintió más curiosidad que angustia.
Más tarde también recibió noticias de Mel Tooley. Stern estaba al teléfono, intentando persuadir por última vez al fiscal Moses Appleton de ser más blando con Remo, cuando Claudia le pasó una nota donde decía que Tooley estaba en otra línea. Stern terminó su conversación con Moses de inmediato.
– Esto queda entre nosotros -dijo Tooley.
– Desde luego.
– Sennett es evasivo como un fantasma. Si se entera de que he llamado, perderá los estribos. Tú no has recibido esta llamada.
Stern volvió a asegurar a Mel que podía contar con su discreción.
– Mi cliente se enfrentará al gran jurado la semana próxima.
– Entiendo. ¿Puedo preguntar en qué condiciones?
– Inmunidad. Cartas. Órdenes tribunalicias. Se lo conseguí todo. No le negaron nada en la fiscalía.
– ¿Qué pronóstico hay para mi cliente?
– Malo.
– Ya veo.
– Muy malo. Hay un fajo de documentos y albaranes que mi cliente escribió y tu cliente le indicó cómo hacerlo, hasta el último detalle.
– Entiendo. ¿Tu cliente lo recuerda con claridad?
– Como si hubiese sido ayer. Mi cliente era nuevo en el negocio, no sabía qué estaba pasando, así que todo esto se le quedó grabado. -Mel esperó-. Ya sabes cómo es.
Stern no dijo nada. John había hecho lo previsible. Había cierta justicia en ello. Dixon, a fin de cuentas, merecía lo que le iba a pasar.
– Se siente muy incómodo por esto -dijo Tooley-. Ya sabes, asuntos familiares. Muy complicado. No es preciso que yo te lo diga.
– No -convino Stern.
– Yo insisto en que debe pensar primero en él. No le quedan muchas opciones. Si se anda por las ramas, le echarán el guante. -Tooley insinuaba que los documentos de MD implicaban también a John. Aunque John alegara que no entendía nada del asunto, los fiscales sabían que nadie, por ingenuo que fuera, podía haber considerado que esas maniobras eran honestas. Pero como quería tenerlo todo bien controlado, el gobierno prefería contar con el testimonio de John y no con un segundón mal parado que compartiera la acusación y la defensa con Dixon. Esto también era previsible-. Parecerá un perro apaleado allí, si te sirve de consuelo.
Mel se refería a la declaración de John. De un modo u otro, eso sería problema de otro abogado.
– ¿Cuándo comparecerá ante el gran jurado, Mel?
– El jueves de la próxima semana. No creo que falte mucho para el sumario. Lo tienen muy bien organizado. Supongo que irás a Washington para la aprobación de las confiscaciones.
– Sí -dijo Stern.
El cargo de intimidación, por el cual el gobierno despojaría a Dixon del negocio en el cual había invertido una vida, requería la aprobación de Washington. Stern tendría que solicitar una audiencia en el Departamento de Justicia. Los burócratas de Washington a veces actuaban con mayor contención que el fiscal federal, aunque era poco probable que mostraran mucha piedad en este caso.
Tooley y él terminaron de hablar con la vaga promesa de llamarse de nuevo. No era habitual que Mel fuera tan servicial. Habitualmente había un plan oculto, dos o tres, en realidad. ¿Era posible que estuviera siguiendo órdenes de Sennett? Sí, pero resultaría difícil desorientar a Stern en cuanto al testimonio del yerno. Tal vez el hecho de que Stern se enteraría inevitablemente explicaba la franqueza de Mel. Al comprender esto, Tooley quería tener el mérito de ser el primero en dar la noticia. Stern tamborileó en el escritorio con los dedos y cogió un puro. Últimamente se había acostumbrado a tenerlos entre los dedos, sin encenderlos, sin llevárselos a los labios. Dixon tendría que pensar seriamente en declararse culpable. En casos así, lo mejor a que se podía aspirar era a una aplastante multa para reducir el período de cárcel. Aunque tuviera bienes ocultos en las islas, muchos de los patrimonios visibles corrían peligro: la casa de piedra, los coches con chófer. Dixon querría salvar lo que pudiera, por el bien de Silvia. Tal vez Stan aceptara la entrega de una suma determinada -millones de dólares- y la renuncia de Dixon a los negocios en vez de todos los bienes.
Читать дальше