Scott Turow - El peso de la prueba

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Una vez en casa, Stern acomodó el cuerpo macizo en un sillón del vestíbulo, estirando las gruesas piernas. Tenía la bolsa en las rodillas, humedecida por el zumo de las fresas. Vislumbró un fragmento de su reflejo en el espejo del pasillo y se sintió ridículo; había estado en esa bañera más de una hora sin que una sola gota de agua le tocara la cabeza. Los mechones de pelo de ambos lados, quebradizos por el sol, se alzaban como alas de querubín, y dos o tres regueros de sudor seco iban de la coronilla a los pómulos. Al relamerse los labios, aún podía saborear la sal seca acumulada debajo de la nariz.

Estaba exhausto. Pero aquí, en el refugio de su hogar, no pudo resistir su propia excitación. En ese espacio conocido, íntimo, sintió al fin la plena expresión de algo que había esperado durante todo el día. Emitió un sonido cuando el anhelo lo invadió y lo dominó la pasión. El deseo le dominaba el corazón y el sexo. No era sólo esa necesidad corporal, ese afán semejante a un gemido sofocado, sino algo más punzante, más suave y más profundo. Simplemente deseaba a esa mujer. Estar con ella. Abrazarla y ser abrazado. Lo inundaba en oleadas y se maravilló ante aquella sensación abrumadora que lo transformaba. El resto de la vida no existía, no sólo los límites trazados por la circunstancia, sino los vacilantes límites de la personalidad. Aquí, por un instante, se podían transgredir todas las normas. Cantaría serenatas bajo la ventana de ella o, más simplemente, confesaría su desbocado anhelo. Estuvo a punto de llamar, hasta que recordó que no había visto ningún teléfono en la cabaña. Esto era lo que inducía a hombres mayores a abandonar a sus familias y a hombres jóvenes a cometer actos estúpidos e imprudentes. Aferró los brazos del sillón.

No tenía sentido, pero eso no venía al caso. El imperio de los sueños, la región donde las imágenes precedían a las palabras y la sensación reinaba, había revelado esta fijación y no había modo lógico de combatirla. ¿Cuánto atinábamos a comprender acerca de eso? Todo el mundo le había ofrecido recetas respecto a cómo pasar el resto de su vida. Pero esto era lo que había esperado: descubrir lo que estaba más allá de la decencia rutinaria o la costumbre y conocer sus verdaderas ambiciones. Aquella mujer, turbada pero luchando a cada instante, a pesar de sus vacilaciones, era real y auténtica.

Pero nada ocurriría, desde luego.

Aquella certeza lo estremeció como una puerta al cerrarse. Nada sucedería. Él lo había demostrado sin dejar lugar a dudas cuando estaba tan cerca de ella, ambos desnudos como Adán y Eva, sin haber reaccionado. Los comentarios de Sonny acerca de abandonar al marido eran sólo eso, comentarios ociosos. Simplemente se estaba acostumbrando al hecho de que los senderos de su vida al fin estaban marcados. A los cincuenta y seis años, Stern había logrado llevar la vida emocional de un adolescente, llena de fantasías caprichosas que nunca se cumplirían. Por un instante la angustia lo atravesó con las perfectas resonancias de una nota cristalina.

Pensó en Clara. La asociación no fue directa, pues tenía pensamientos contradictorios, cierta admiración por las cambiantes emociones de su estado actual. Permaneció inmóvil, pero experimentó una nueva punzada al reconocer con una precisión inequívoca qué había buscado Clara al alejarse de él. Sólo esto: la misericordia de la pasión. De pronto tuvo la certeza -si algo había aprendido sobre ella en tantos años- no sólo de que Clara nunca había descubierto esa sensación, sino que había comprendido que para ella sería inalcanzable. En ese instante, no tuvo rencor, sólo una comprensión completa y definitiva. Con los ojos abiertos, se quedó allí sentado, abrumado por el enorme silencio de la gran casa y la crudeza de los juicios que había emitido acerca de sí mismo y su vida. La sangre se le aceleraba, la imagen de esa mujer que estaba a más de cien kilómetros aún parecía tan cercana y tangible que casi alzó la mano para saludarla. Sin embargo, retuvo esa imagen de Clara en su último momento, forcejeando con la desesperación tal como esas figuras bíblicas pintadas en brillantes óleos luchaban con los alados ángeles de la muerte. Nunca, había pensado Clara. Nunca, pensó Stern. Nunca.

– Estuve comprometida -anunció Clara esa noche, cuando se hallaban sentados en el coche, a oscuras junto al río, bebiendo-. Rompimos hace un tiempo, en junio pasado. -Estaban casi en diciembre. Los faroles de la calle y la tenue luz del cielo arrojaban profundas sombras; él sólo le veía el movimiento de los ojos. Pero un espíritu valiente se había adueñado de ella. Cobraba un aire más noble mientras hablaba. Stern quedó impresionado por su belleza-. Se llamaba Hamilton Kreitzer. ¿Lo recuerdas? ¿De la facultad de derecho?

El nombre no significaba nada para Stern. Recordaba vagamente a un individuo de sonrisa blanda y luminosa, y pelo rubio y desgreñado.

-Él es mayor. Que nosotros. Que yo. Se había ido de Easton antes de que yo empezara. Pero era… bueno, atractivo. Ya sabes, venía a buscarme los fines de semana. Tenía un pequeño coche inglés, no recuerdo cómo se llama. Llegaba al campus con la capota baja en pleno invierno y la bufanda ondeando al viento. Por un tiempo salió con la hermana de Betty Tabourney. Tenía pésima reputación. Pero las chicas nunca saben lo que quieren, ¿verdad? Es muy guapo, hay que reconocerlo. Tiene un bigote diminuto, como Errol Flynn. Y desde luego es muy rico. Su padre es cliente de papá. Fabrican golosinas. Se ven en todas las tiendas. Envasadas. Siempre que las he comprado estaban rancias. De todos modos… -Clara se acomodó en el asiento. Tal vez no estaba acostumbrada a hablar tanto. Por un momento, aun en la penumbra, Stern vislumbró un movimiento súbito, no estaba segura de querer seguir adelante. Luego se enderezó y continuó, mientras miraba por el parabrisas y erguía su elegante perfil-: Lo llaman Ham [5] . Curioso nombre para un chico judío. -Clara rió-. Claro que a mis padres les gustaba eso. Ya sabes cómo son. No les gustan las cosas «demasiado judías»; es decir, no les gustan las cosas judías.

Stern asintió. Sabía a qué se refería.

– En cualquier caso, lo conocí una noche en un baile, la verbena del hospital Grover. Acababa de salir del servido militar e iba a estudiar derecho. Yo estaba con otro chico, pero hablamos, flirteamos, y él me llamó a la semana siguiente y me pidió que lo acompañara a otro baile. Yo conocía a media docena de chicas que habían salido con él y ninguna decía nada bueno, pero yo estaba muy emocionada. -Cerró los ojos y meneó la cabeza-. Me encantaba que todas mis amistades me vieran con Ham Kreitzer.

Recordó que tenía el vaso en la mano -parecía haberlo olvidado- y bebió un sorbo. Stern comprendió que no le gustaba mucho.

– Quedé muy sorprendida cuando él llamó. Pero parecía disfrutar sinceramente de mi compañía. Me dijo que yo había floreado desde el colegio. -Manoteó en el aire buscando una expresión, luego recuperó la compostura y Stern tuvo la impresión de que se había sonrojado en la oscuridad-. Bien, yo había crecido bastante. Supongo que le atraía esa parte de mí que no le daba tanta importancia. Existía, aunque no lo creas al escucharme ahora. Él disfrutaba del desafío de conquistarme. Desde luego, yo lo escuchaba. Le gustaba hablar de sí mismo, como a muchos hombres.

Stern sonrió, pero ella estaba demasiado absorta para hallar un sentido especial en esa frase.

– Pero cuando lo conocías, era como todos los demás. Tenía muchos planes. Odia al padre, lo desprecia y, naturalmente, cuando lo expulsaron de la facultad de derecho pensó que no tenía otra alternativa y hubo de ponerse a trabajar con el padre. Quiere romper con él, pero estoy segura de que no lo conseguirá nunca. -Se volvió hacia Stern-. Sentía algo por él, y creo que era mutuo. Además, él estaba en la edad en que se esperaba que sentara cabeza. Había tenido sus aventuras juveniles o como quieras llamarlas. Yo soy socialmente aceptable. Es decir, mis padres lo son. Así que nos comprometimos. Me gustaba cogerle la mano, mirarlo. Es guapísimo. No podía creer que fuera mío. Todo parecía perfecto. Cielos -suspiró.

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