Scott Turow - El peso de la prueba

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– Ustedes sospechan que Dixon controla la cuenta.

– Adelante -repitió ella una vez más, sin hacer comentarios cuando él describió las pruebas que presuntamente tenía la fiscalía.

– Sin duda el gobierno podrá explicar -dijo secamente Stern- por qué alguien roba seiscientos mil dólares para perderlos.

– Eso no forma parte de la infracción.

Sonny quería decir que el gobierno podía probar el delito sin resolver este enigma. El hecho de que el dinero se perdiera tal vez ni siquiera se mencionara.

– No obstante…

– Continúe -dijo Sonny.

Había adoptado una expresión severa y no tenía interés en discutir.

– En este momento ustedes buscan los documentos que demuestran quién creó la cuenta Wunderkind. Sin eso, no habrá modo de relacionar a Dixon con la cuenta, las ganancias y las transacciones adelantadas.

Por primera vez ella calló por completo. Stern esperó hasta comprender que ella le daba a entender que se había saltado un paso.

– ¿Es ahí donde entra John?

– No sé dónde encaja John, Sandy. En serio.

Eso concordaba con lo que Tooley había dicho; Mel trataba sólo con Sennett. Stern se preguntó si eso significaba que John estaba cooperando o que era más difícil de lo esperado. O simplemente que Sennett, como de costumbre, ocultaba cosas incluso a su propia gente. Pero aunque John recordara perfectamente que Dixon había ordenado hasta la última transacción deshonesta, el gobierno necesitaría pruebas de que Dixon controlaba la cuenta Wunderkind, adonde iban a parar las ganancias. Sin eso, los fiscales tendrían dificultades para afirmar que Dixon no actuaba de buena fe o por cuenta de otra persona. Stern repitió este pensamiento en voz alta.

– Pero aún necesitan los formularios firmados para establecer la relación de Dixon con la cuenta Wunderkind.

Sonny no respondió.

– ¿Estoy equivocado? -preguntó Stern.

Sonny cogió otra fresa mientras Stern intentaba concentrarse. Por lo general éste era su fuerte: discernir los matices de las pruebas. Pero había pasado por alto un punto importante. Guardó silencio.

– El año pasado -intervino Sonny al cabo de un rato-, cuando empecé en la oficina, trabajé en muchos casos de drogas.

– ¿Sí? -dijo él, sin saber adónde se dirigía.

– Usted sabe cómo son estos casos. La DEA detecta actividades sospechosas. Hay un informante. Consiguen una orden, derriban la puerta de una casa, encuentran diez kilos de cocaína y dentro no hay nadie. Luego acuden a la pobre ayudante para que emita citaciones que les permitan averiguar quién es dueño de la casa… y de la droga.

– Sí.

– Llegar al título de propiedad, o al certificado de alquiler, no conduce a nada. Siempre se trata de una dama del Distrito Norte con bigote y muchos gatos. Pero aun así demostramos que la casa le pertenece.

Stern asintió. Estaba familiarizado con las técnicas del gobierno. Acudían a la compañía del gas, a la de electricidad, a la telefónica, y averiguaban quién pagaba las facturas. En un caso que Jamie Kemp había manejado antes de mudarse a Nueva York, el gobierno probó quién ocupaba la casa demostrando que su cliente había comprado los cubos de basura del callejón. Klonsky le había dado una pista importante, pero por el momento no la entendía.

– El déficit -dijo de pronto Stern.

Ella sonrió.

– Dixon pagó por el saldo negativo de doscientos cincuenta mil dólares de la cuenta de Wunderkind.

– Adelante.

– Por eso usted solicitó los documentos del banco. Para encontrar el cheque que redactó para cubrir esa deuda. Usted buscaba los fondos que había depositado.

– Adelante -indicó Sonny.

– ¿Tiene usted el cheque?

– Adelante -repitió Sonny.

Stern aguardó. Por lo visto, Dixon tampoco había comprendido el porqué de las averiguaciones en el banco. Protegiendo al informante, el gobierno, con sus citaciones, había fingido que estaba más interesado en el dinero recibido por Dixon que en el que había pagado.

– Entonces, ¿por qué le interesan tanto los documentos de apertura de cuenta?

Desde luego, ella no respondería. De nuevo Stern guardó silencio. ¿Y si Dixon había hecho desaparecer esos papeles? ¿Por qué el gobierno buscaba con tanto afán algo que al parecer carecía de importancia?

A menos que los fiscales ya supieran que Dixon se había deshecho de los documentos. Desde luego. El informante los había conducido una vez más al lugar correcto. La fiscalía -Sennett, al menos- no esperaba que Margy presentara los documentos de la cuenta Wunderkind. Por eso Sonny había recuperado el buen humor después de ir a hablar con él. Había comprendido que Sennett esperaba precisamente eso, y que la fiscalía contaría con lo mejor de ambas partes: pruebas de que Dixon controlaba la cuenta y de que intentaba ocultarlo. Con este instrumento -prueba de estado mental, como lo denominaban- el gobierno podría desbaratar toda defensa conjetural que se aventurara en el juicio para sugerir inocencia o facultades alteradas en la conducta de Dixon. Si la fiscalía demostraba que Dixon borraba sus huellas, pocas dudas quedarían acerca de lo que él pensaba de sus propias actividades. John era ahora la única esperanza de Dixon, una esperanza tenue. Si la memoria de John fallaba en algún aspecto crítico respecto a quién le había ordenado efectuar esas operaciones, podría quedar un diminuto espacio para hacer una cabriola. Pero era improbable. Los fiscales ya tenían las pruebas críticas en la mano. Las paredes se cernían sobre Dixon como si fuera un personaje de Poe. Stern, abrumado por la presencia de esa joven mujer, parecía no captar del todo el peso de los acontecimientos.

– Usted le tiene afecto, ¿verdad? -preguntó Sonny, tras observarlo un momento.

– Quiero mucho a mi hermana. Tal vez mis sentimientos por Dixon provengan de la mera costumbre. Pero me entristece enterarme de esto.

– Esto es sólo entre nosotros. Stan me colgaría.

– Usted no me ha dicho nada. -Juró con un gesto, un hábito de su infancia en Argentina, de una época en que sus amigos no judíos se lo exigían, sin comprender su disgusto-. No lo diré a nadie. Lo prometo.

La miró. Había agotado la excusa que lo había llevado allí. Se levantó, palmeándose los muslos.

Sonny bostezó.

– Aunque parezca imposible -dijo-, creo que me iré a dormir.

Insistió en que Stern se llevara una bolsa de fresas. Cuando se acercaron a la puerta, él le hizo prometer que saludaría a Sam de su parte. Ella le dio un abrazo amistoso y se acercó lo suficiente como para tocarle la pierna con el vientre firme y rozarle la mejilla con el pelo húmedo. Él alzó los brazos lentamente y en cuanto quiso tocarla ella ya se había apartado. Tuvo una fugaz sensación de pérdida.

– Ha sido muy amable al recibirme -agradeció Stern desde el otro lado del cancel.

– Lo invitaremos de nuevo -dijo ella. Mientras él subía la escalera, Sonny añadió, con voz risueña e irónica-: Si todavía estoy casada con Charlie.

30

Llegó a casa cerca de la una, después de viajar por oscuros caminos rurales y luego por la carretera, siguiendo el haz de los faros y la corriente de sus propios pensamientos. Había encendido la radio para escuchar un partido de los Tramperos, pero luego la apagó y condujo en silencio, dominado por las sensaciones: el calor y el aroma del campo de fresas, la carga reverberante cuando ella se había deslizado silenciosamente en el agua. A veces, desde luego, pensaba en Dixon. Pronto tendrían que evaluar seriamente las posibilidades. Durante un rato Stern las analizó pero no halló ninguna escapatoria fácil. Desde luego, también pensó en su hermana. Silvia sufriría. Lleno de emoción en la penumbra, resistió de nuevo este dolor.

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