Scott Turow - El peso de la prueba

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– ¿Le importaría? -preguntó ella-. Sólo unos minutos. Luego podemos intentar esa charla.

– Sam y yo nos arreglaremos.

– Pueden lavar las fresas. A Sam le gusta. Sam… mira el baño caliente. Cerciórate de que todo está bien.

El fregadero de la cocina estaba unido a la pared y las cañerías sin empotrar. El niño se subió a una vieja silla de madera e insistió en poner cada fresa bajo el chorro de agua. Lacónico al principio, ahora actuaba con la pomposidad de un niño de cinco años, impartiendo una orden tras otra.

– No le saques la cosa verde hasta que vayas a comerlas.

– Entiendo.

– Se pudren.

– Entiendo.

– Sécalas, pero no las aprietes.

– Claro que no.

Cuando hubieron embolsado y guardado las fresas, Sam quiso mostrarle su refugio de la hondonada. Stern llamó dos veces a Sonny pero ella no respondió, y ambos se marcharon en silencio.

El refugio de Sam estaba en el tronco ahuecado de un viejo roble. El niño había construido un nido de hojas secas y ramas, y en un cartón de cigarrillos vacío había guardado dos o tres estatuillas de plástico con cara de gárgola y cuerpos musculosos hechas de una goma flexible. Sam le dijo los nombres -eran importantes estrellas de las caricaturas- y luego dedicó un tiempo a la escenificación de diversas guerras interplanetarias que Stern observó desde la horquilla de un abedul, a diez metros. Jugar a vaqueros e indios, el pasatiempo de su infancia, ahora estaba prohibido por razones políticas. Actualmente los villanos eran extraterrestres y las armas, en vez de Colts de seis tiros, eran pistolas láser que evaporaban todos los objetos con un brillante rayo rojo. El juego terminó de golpe cuando el niño anunció que tenía hambre.

– ¿Después de tantas fresas?

Sam alzó las manos y repitió que tenía hambre.

– Sin duda Sonny te preparará algo. ¿Vamos a ver si está despierta?

Pero no había movimiento dentro de la cabaña. Stern la llamó en voz baja y Sam lo imitó subiendo el volumen. Stern lo hizo callar, pidió al niño que se quedara donde estaba y se acercó al pequeño cuarto trasero donde ella dormía en una litera estrecha, aún arrebatada por el calor. Una pernera de los pantalones se le había subido por el muslo mostrando el blando peso de la preñez. Sonia Klonsky, su enérgica rival, dormía con la inocencia de una niña, la boca entreabierta. Stern le acarició la mejilla con el dorso de la mano.

Al volverse, vio a Sam mirando desde la puerta abierta.

– Quiero asegurarme de que no está enferma -susurró Stern.

Pero sintió que el corazón le palpitaba con fuerza y le temblaba la voz. Sin embargo, el niño no pidió más explicaciones.

– Tengo hambre -repitió lastimeramente.

Stern se llevó un dedo a los labios y lo condujo afuera.

– ¿Sabes preparar comida?

– ¿Qué quieres, Sam?

– Salchichas y patatas fritas.

– Tal vez esté dentro de mis posibilidades.

Comieron dos salchichas cada uno. Sam era muy locuaz excepto cuando comía, una actividad que realizaba con suma concentración. Cuando terminó, reanudó la conversación y respondió a preguntas de Stern. Tenía cinco años y medio, iba al parvulario de la escuela Brementon, sabía leer, aunque se suponía que aún no debía hacerlo. Era un niño notable, cálido e inteligente. Su brillantez lo encendía como una vela y le daba un fulgor físico que, en una persona de tan corta edad, equivalía a la belleza.

Examinó a Stern con los ojos entornados.

– ¿Cómo te llamas?

– Sandy.

– Sandy, ¿puedo darme un baño caliente después de la cena?

– Debes preguntárselo a Sonny, cuando se levante.

– Siempre lo hago.

– Sam, baja la voz. La despertarás.

Mientras anochecía, Stern y Sam jugaron a los barcos. Sam, curiosamente, entendía todas las reglas, aunque no siempre les prestaba atención. En un momento, cuando Stern localizó uno de los destructores del niño, Sam borró la página furiosamente.

– Sam, creo que tus barcos deben quedarse donde los pusiste.

– Es que en realidad iba a ponerlo en otra parte -se justificó Sam, mientras señalaba la página.

– Ya veo -dijo Stern.

– De verdad.

– Muy bien.

Stern recordó que Peter se había negado a obedecer las reglas de cualquier juego hasta después de los diez años. Trampeaba con alarmante descaro y rezongaba cuando perdía, sobre todo si ganaba su padre. Después del triunfo de Sam con los barcos, jugaron a las cartas. Sam era un jugador astuto, pero sólo le interesaba juntar naipes. No le importaba formar una escalera del uno al diez.

– Quiero tomar un baño -insistió.

– Cuando se despierte Sonny -dijo Stern.

Hacía unos minutos que la había vuelto a mirar desde la puerta.

– Entonces tendré que ir a la cama.

– Entiendo. ¿Qué haces en la bañera, Sam?

– Miro las estrellas.

– Tal vez podamos mirar las estrellas, a pesar de todo.

– Vale.

Sam se bajó de la silla, olvidando la partida de naipes.

En el porche, Stern encontró dos mecedoras desvencijadas y se sentaron uno junto al otro. El cambio de viento había despejado la niebla y el cielo campestre brillaba claro y magnífico. El aire era cortante después del calor del día. Sam había leído varios libros de astronomía y a los cinco años hablaba del «firmamento». Conocía el nombre de cinco o seis constelaciones y pidió que Stern le indicara dónde estaban.

– ¿Dónde está Casiopea?

Vaya, pensó Stern. Casiopea. Nunca había prestado mucha atención al cielo nocturno.

– Allá, creo.

– ¿Ésa?

– Sí.

– ¿La azulada?

– Sí.

– Eso es un planeta.

– Ah -dijo Stern.

El niño aceptó este desliz sin quejas. Stern había olvidado que el niño no buscaba un enfrentamiento, sólo información. Si él no se la daba, ya la conseguiría en otra parte.

– Tengo frío.

– ¿Quieres una chaqueta?

– ¿Puedo sentarme en tus rodillas?

– Desde luego.

Stern lo abrazó y Sam se acomodó en seguida, apoyándose contra el pecho y el vientre. Stern había olvidado esa sensación de abrazar una vida en crecimiento. El cuerpo pequeño, el aroma pastoso del cabello después de una tarde en el bosque. Stern lo estrechó.

– ¿El sol es una estrella? -preguntó Sam.

– Eso dicen.

– ¿Las estrellas son calientes?

– Deben serlo.

– ¿Podrías atravesar una estrella con un avión si volaras a mucha velocidad?

– Sospecho que no, Sam. Las estrellas son tan calientes que pueden quemar cualquier cosa.

– ¿Cualquier cosa? ¿La Tierra entera? -preguntó Sam, preocupado. Stern se preguntó si no le estaría diciendo más de lo conveniente-. ¿Y si arrojaras millones de toneladas de agua en ellas?

– Eso sin duda funcionaría -dijo Stern.

El niño aún lo miraba.

– ¿Lo dices en broma?

– ¿En broma? No. ¿Es eso una broma?

– Lo dices en broma -insistió el niño.

Apretó el dedo contra el vientre de Stern, como por lo visto le hacían a él.

– Bien, tal vez un poco.

Sam se volvió y se le apoyó de nuevo en el pecho. En un arrebato de emoción, Stern se preguntó si era posible. ¿Podría empezar de nuevo y hacerlo mejor en esta oportunidad? Oh, era una locura. Con el niño acurrucado contra él, Stern cerró los ojos en la oscuridad y luchó contra la desesperación. ¿Cómo era posible que ocurriera esto? Veía con creciente claridad que sus sentimientos eran obsesivos, que estaba siguiendo un camino disparatado. No pudo contener un suspiro. Sam se volvió hacia él.

– ¿Puedo tomar el baño caliente? Por favor -suplicó-. Por favor, por favor, por favor.

– Sam, no sé nada de jacuzzis.

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