Scott Turow - El peso de la prueba

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– Yo sí. Te lo mostraré. Es fácil. -Se bajó y echó a correr por el porche-. Ya está lleno.

Stern lo siguió. La bañera sobresalía treinta centímetros por encima del nivel del porche. Sam ya había levantado la cubierta de lona. La temperatura era agradable. ¿Qué daño podía hacerle?

Sam lo abrazó en cuanto Stern dijo que sí e inmediatamente se quitó la ropa. Totalmente desnudo, hundió un dedo del pie.

– Vamos -lo animó.

– ¿Cómo dices?

– Vamos. Quítate la ropa.

– Gracias, Sam. No tengo ganas de meterme en la bañera.

El niño lo miró boquiabierto.

– Tienes que hacerlo. Sonny dice que no puedo entrar sin un mayor. Sólo tengo cinco años.

– Sí – admitió Stern.

Miró un instante la luna que despuntaba sobre las nudosas ramas de los árboles de la hondonada. Hacía tiempo que había perdido el control sobre casi todo. Se quitó los zapatos y se aflojó el cinturón.

Como la vida le había mostrado a menudo, los placeres de los demás solían tener alguna justificación. Por dudosa que pareciera, la bañera resultaba deliciosa. Jirones de niebla se elevaban en el claro de luna y el aire nocturno era suave como un hálito. Su enorme cuerpo parecía más liviano, sumergido en la oscuridad. Stern se sentó en un banco dentro de la bañera y Sam se agazapó a su lado para mantener la barbilla por encima del nivel del agua.

– ¿Cuándo se levantará Sonny?

– Pronto, Sam. Debe de estar muy cansada.

– Va a tener un bebé -comentó Sam.

Era la primera vez que mencionaba el tema.

– Eso creo.

– ¿Está enferma?

– No -dijo Stern.

– Tú dijiste que estaba enferma.

– No, dije que quería asegurarme de que no lo estuviera.

¿Qué le diría al padre acerca de lo que había observado? ¿O a Sonny? De momento olvidó esa preocupación y muchas otras.

– ¿Tú vas al trabajo de Sonny?

– Algo así.

– A veces, si alguien hace algo malo, los buenos tienen que decirle que hizo algo malo.

Stern pensó en añadir la perspectiva de la defensa, pero al fin respondió que sí.

De pronto Sam se incorporó y brilló como un pez bajo el claro de luna. Asomó la cabeza sobre el borde de la bañera.

– Oh, oh -exclamó.

– ¿Qué pasa? -preguntó Stern, temiendo que la tina tuviera una filtración.

– No hay toallas.

Protestaron juntos en la oscuridad.

Al cabo de breves deliberaciones, Stern fue designado para regresar a la cabaña. Llevando sólo los calzoncillos, vio en el espejo del cuarto de baño que le goteaba el trasero. A poca distancia, Sonny gruñía en sueños.

Secó a Sam y le puso el pijama. Antes de dormirse, el niño quiso que le contara un cuento. En su mochila tenía un libro que describía una batalla entre dos personajes de televisión, un atleta rubio y una criatura con capucha que parecía un esqueleto. Llevaban ropa medieval pero estaban en el espacio en un futuro distante e intercambiaban amenazas. El rubio triunfaba, las cosas no habían cambiado tanto.

El niño se acostó y luego se incorporó de nuevo con curiosidad.

– Sandy, ¿el bien triunfa siempre?

– ¿Cómo dices?

– ¿El bien triunfa siempre? -repitió el niño.

Stern no supo si era por el cuento o por la conversación anterior. Estuvo a punto de preguntar a qué se refería Sam, pero luego pensó que no debía mostrarse evasivo con un niño de cinco años. Marta había hecho preguntas así. Peter también, probablemente, aunque sólo a la madre.

– No -dijo Stern-, no siempre.

– En televisión sí -replicó el niño, casi como una refutación.

– Bien, debería ganar. Eso es lo que te muestra la televisión.

– ¿Por qué no gana?

– No siempre pierde. Gana a menudo, pero no siempre.

– ¿Por qué no?

– A veces el otro bando es más fuerte. A veces los dos tienen parte de razón. -A veces ninguna de ambas cosas, pensó Stern. No pudo evitar pensar un instante en Dixon. Miró al niño-. Sam, ¿quién te habla de esto, de que el bien triunfa?

– Está en televisión -contestó inocentemente el niño. No tenía idea de que había abordado una abstracción-. ¿Cuánto gana el bien? ¿Mucho?

– Mucho -dijo Stern.

Quería responder: tanto como pierde, pero pensó que no era adecuado y tal vez ni siquiera correcto. No tenía caso mostrarse crudamente franco con un niño. Todos lo sabían. En los países occidentales se tomaba como una norma natural. Así se educa a los niños con amor y afecto para un futuro que sólo podía defraudarlos. Le dijo a Sam que era hora de dormir.

– Gracias por hacerme compañía, Sam.

– De nada. -Se acostó y se incorporó de nuevo-. Espera un segundo.

Bajó de la cama, hurgó en el bolso y cogió un osito y una manta amarilla. Al pasar besó a Stern con tanta naturalidad como si lo hubiera hecho desde siempre. Luego se acostó y se durmió al instante.

Un niño dormido, una mujer dormida y Alejandro Stern como única criatura despierta en una casa en silencio. Hacía años que no disfrutaba de este placer. Se sentó ante la mesa redonda y comió fresas mientras escuchaba los jadeos de Sam y, como un contrapunto lejano, los suspiros de Sonny, «Oh», estaba fingiendo, y lo sabía. No se engañaba a sí mismo, pero disfrutaba demasiado como para irse. Salió de nuevo al porche. La ropa interior húmeda empezaba a apelmazarse. Stern cogió la toalla, se desnudó de nuevo y colgó los calzoncillos de la rama de un árbol con la esperanza de que la brisa los secara antes de emprender el largo viaje a casa. Luego se instaló de nuevo en la bañera. La luna había ascendido en el cielo y alumbraba la hondonada con reflejos mágicos. Todos sus problemas lo esperaban en la ciudad, a la luz del día. Pero en ese momento, mientras contemplaba los jirones de niebla que aleteaban sobre el agua, estaba libre.

A los pocos minutos oyó el ruido del cancel.

– Ah, está usted aquí -dijo Sonny a sus espaldas. Él se volvió hacia uno y otro lado pero no alcanzó a verla-. Creí que se había ido hasta que vi el coche. ¿Cuánto tiempo he estado dormida?

Cinco horas, le dijo.

– Dios mío. -Sonny estaba en la esquina del porche, se mantenía apartada en un esfuerzo por ser discreta-. Lo lamento. ¿Qué ha hecho con Sam todo este rato? ¿Le ha dado de comer?

Stern describió sus actividades.

– Es un niño simpático. Muy inteligente.

– Digno hijo del padre.

– Sin duda.

– No siento gran aprecio por Rebecca, la madre, pero ella hizo grandes cosas con Sam. No lo entiendo del todo. No se puede predecir quién será buen padre. Eso me asusta.

– Le irá bien, Sonny. Estoy seguro de ello.

Ella avanzó poco a poco. Ahora estaba cerca de la tina y dio los últimos pasos de pronto. Se agachó y hundió la mano en el agua oscura.

– Vaya, qué agradable. ¿Sam le ayudó con esto?

– Insistió mucho en meterse aquí.

– Hacemos lo posible para alentarlo. Aún no parece entender que es la misma agua que hay en la bañera del lavabo.

– Sólo después de acceder a que viniera me informó que debía meterme con él. Pero admito que es muy agradable. Cuando él se acostó, decidí no desaprovechar la oportunidad. Aquí me tiene, un sábado por la noche en el bosque. El cielo está despejado, hay luna llena. La soledad es magnífica.

Ella ladeó la cabeza para mirar las estrellas y permaneció un instante en silencio.

– ¿Le molestará que yo entre allí?

Una emoción helada, parecida al terror, lo estremeció. Stern sacudió la cabeza antes de hablar.

– No, no -aseguró.

– Porque la gente tiene actitudes diferentes. Si le resulta embarazoso, dígalo.

– No, no -repitió Stern.

Ignoraba si era capaz de más.

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