Cuando ella se quitó la falda, Stern apartó la mirada y estudió el trémulo movimiento de las ramas en el viento. Pero este intento de discreción no tuvo pleno éxito. En la ventana abierta de la cabaña vislumbró un reflejo y al volverse vio, contra su voluntad, el contorno de Sonny, envuelto en el fulgor azulado de la luna. Era sólo la parte superior del torso mientras ella entraba en el agua, la tersa redondez de esa otra vida y las proporciones alteradas del pecho, donde la luz azul se adhería al lado izquierdo, plano y cicatrizado, y las costillas visibles parecían teclas de piano; como todo lo humano, era mucho más tolerable de lo que había imaginado. Ella se acomodó en el agua y se soltó el pelo.
– Ah, esto es magnífico.
– Temí que hubiera sufrido una insolación.
– Sólo estaba cansada.
Ella extendió la mano y se la apoyó en el brazo.
– Hemos pasado un momento agradable allá.
– Sí.
– Me alegro de que seamos amigos.
– Yo también.
Esa actitud era natural en Sonny, pues tenía la costumbre de decir lo que pensaba. Para él era engorroso. Como a menudo en su vida, sentía que el momento importante, el de intensa emoción, se le escurría y se escapaba. Nunca iba a cambiar.
– ¿Puedo contarle una historia que le desconcertará? -preguntó ella.
– Si considera que puedo soportarla.
– Creo que sí. -Sonny desvió los ojos-. Cuando estudiaba derecho, fui al tribunal a ver cómo trabajaba usted cuando defendía al juez Sabich. Iba allí todos los días. Era como magia de cerca… Ya sabe… en realidad no importa si las pelotas desaparecen, porque la magia consiste en que la habilidad humana lo haga parecer así. Así me sentía. No me importaba si él era culpable o inocente. Sólo quería ser capaz de imitarlo a usted. ¿Qué le parece?
– Me parece que usted es muy amable al contármelo. -Notó que ella no entendía y se sumergió un poco más en la bañera-. Últimamente me cuesta pensar en mi vida profesional como un ejemplo, dado el precio que he debido pagar.
– ¿Se refiere a su esposa?
Él soltó un suspiro de asentimiento.
Sonny calló un instante.
– ¿Pudo usted haber hecho algo?
– Prestar más atención.
Ella no respondió y Stern temió que esta actitud le pareciera enfermiza o autocompasiva. Ella se hundió un instante y emergió, despidiendo agua y luz mientras se alisaba el pelo.
– ¿Sabe lo que pienso? -preguntó.
– ¿Qué?
– Creo que sólo se puede ser uno mismo. -Se escurrió el pelo. Stern se preguntó si éste era el pensamiento de la noche-. Me lo digo mil veces al día. Todos están jodidos. Y suceden cosas que nos joden más. Cáncer. La muerte de alguien. Pero se hace lo que se puede. Yo daría cualquier cosa por ser tan buen profesional como usted, por pensar que hice tan bien algo importante. Mire todo lo que ha logrado usted.
– Miro, y pienso que pude hacerlo mejor.
– Pues hágalo mejor la próxima vez.
– ¿En la próxima vida?
– En la próxima parte de ésta.
Stern comprendió que era la única respuesta posible. Eso también parecía un tema repetitivo.
– Además, recuerde que es usted un ejemplo para gente como yo -dijo ella.
– Usted me halaga.
– Lo digo en serio.
Stern miró a Sonny. Ella había apoyado el brazo en el respaldo de la bañera y él la tocó fugazmente, como ella lo había tocado a él. Luego continuó:
– Parece que no fui tan buen ejemplo, pues usted escogió el bando erróneo.
Ella lo miró alarmada.
– ¿Es una broma?
– Desde luego.
– Siempre pensé que trabajaría en la defensa. Pero los fiscales tienen mucho poder. Y lo tienen para hacer cosas buenas… no sólo malas.
– Desde luego -admitió Stern-. Admiro la rectitud que representan los fiscales.
– ¿Pero no pensaría en hacerlo?
– Oh, tengo mis ideas. Pero mi punto de vista, que es muy personal, es que sólo causaría más daño a lo que ya está destrozado. Compréndame, creo que el de ustedes es un trabajo necesario… pero prefiero no hacerlo yo.
– Entonces, ¿es cierto?
– ¿A qué se refiere?
– ¿Que usted rechazó la oferta de ser fiscal federal antes que le dieran el puesto a Stan?
Él aguardó un instante.
– ¿Ese viejo rumor ha vuelto a circular?
Ella comprendió que era una evasiva.
– No lo pregunto para contarlo a los demás. -Stern advirtió que la orgullosa Sonny se había ofendido-. Tengo una razón para preguntárselo.
Stern describió su reunión con el secretario del senador en pocas palabras.
– No me dijeron que yo fuera el primero en la lista. No sé a quién habrían seleccionado, aun si yo hubiera mostrado interés.
– Usted sabe que lo habrían elegido a usted, y Stan también lo sabe. Yo creo que a él le molesta. Y mucho.
Para sus adentros, Stern opinaba lo mismo. Ella reflexionó y luego se sumergió de nuevo.
– Voy a salir -anunció al emerger-. El ginecólogo no me permite estar aquí más de diez minutos.
Stern desvió la mirada para contemplar la luna y la oscuridad.
– Cuando esté preparado -dijo ella a sus espaldas-, podemos iniciar esa charla.
Él oyó que se alejaba y, contra sus intenciones, se volvió para mirarla, con el bulto de ropa apretado contra el pecho, el pelo goteante, la parte inferior del cuerpo más ancha, todavía un espectáculo agradable, húmeda y brillante mientras se alejaba.
Poco después se levantó.
Estaba en el borde de la tina, totalmente desnudo, cuando Sonny se asomó con otra toalla.
– Debería verse la cara -dijo ella mientras colgaba la toalla de la ventana, y se alejó riendo.
Cuando él entró, ella llevaba una bata blanca de algodón y se peinaba ante la mesa redonda. Sin maquillaje, parecía fuerte y bonita, confiada en su propio atractivo. Fue a la cama para trasladar a Sam al cuarto más pequeño, pero Stern insistió en hacerlo. Siguiendo las indicaciones de Sonny, llevó al niño hasta la litera del cuarto contiguo. Sam seguía profundamente dormido.
– ¿Fresas? ¿Queso? -Sonny estaba cenando y la comida estaba en la mesa. Stern declinó- ¿Cómo empezamos? Usted me dirá lo que sabe y yo le diré si está en lo cierto. ¿Ése es el trato?
– Sonny, tal vez insistí demasiado. Si usted…
– No -dijo ella, cogiendo una fresa-. Sennett lo quiere joder. Antes yo no entendía bien por qué. Su cliente merece mejor trato. Pero tengo mis limitaciones.
– Entiendo.
– De acuerdo -dijo ella-. Adelante.
Éste era un límite que prefería no cruzar. Continuó sólo porque le agradaba la compañía, la conversación, y no quería marcharse.
Empezó por lo básico, los pedidos grandes, las dos bolsas, la cuenta de errores. Cuando Stern mencionó este punto, ella sonrió con admiración.
– ¿Cómo dedujo eso? Sennett está seguro de que nunca lo averiguará. -Él titubeó y ella le restó importancia con un gesto-. Adelante.
– ¿Puede el gobierno demostrar, de paso, que los precios de los mercados se vieron afectados por esas transacciones, o que alguien salió perjudicado?
Había reflexionado un tiempo sobre esto. Después de la acusación, efectuaría una moción basada en la afirmación de que la fiscalía no podía demostrar delito.
– Hemos examinado los casos -respondió Sonny-. Aquí hay infracción. Si se obtienen ganancias con la información de los clientes, es como si se les quitara algo, de un modo u otro. ¿Qué cree que dirían los clientes?
Stern respondió con un ademán impreciso. En teoría, tal vez estaba de acuerdo con ella. Pensó que un juez daría la razón a la fiscalía.
– Adelante -repitió Sonny.
Stern describió cómo las ganancias acumuladas, tras nuevas manipulaciones, se invertían en la cuenta Wunderkind, donde con el tiempo se perdían, junto con mucho más dinero.
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