Scott Turow - El peso de la prueba

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Se tocó los ojos, pero pronto se compuso. Ahora seguía su propio impulso.

– Desde luego, la historia no termina aquí. Estuvimos comprometidos catorce meses. La boda debía celebrarse en junio. Dos semanas antes de la ceremonia, recibí una llamada por teléfono. Noté que estaba lejos. Me dijo: «Querida, me temo que no puedo seguir adelante». No me sorprendí. Había comprendido que en realidad es un niño. Sabía que se sentiría aterrado. No dijo dónde estaba. Resultó que se encontraba en la isla de Catalina. Una de sus empleadas había desaparecido. Sin duda también estaba en la isla de Catalina. Eso no me molestó. Era a mí a quien no quería. No importaba que prefiriera a otra persona. Además, había otro problema. -Se volvió hacia Stern. La calefacción ronroneaba, brotando de debajo del salpicadero-. Yo estaba embarazada.

Stern comprendió que Clara lo observaba para captar su reacción en la oscuridad. Lo había juzgado correctamente: la noticia no sólo lo sorprendió, sino que lo llevó al borde del pánico. Pero al haberse criado en un hogar atormentado, había aprendido a disimular y no demostró nada; ni una onda llegó a la superficie.

– ¿Te desconcierta? -preguntó ella.

Él contuvo el aliento y reflexionó.

– Sí -respondió al fin.

No había salida diplomática.

– A mí también me desconcertó. No porque estuviera sorprendida, desde luego. No quiero que pienses que abusó de mí, o que me abandonó después de seducirme. Habíamos vivido así muchos meses. Francamente, creo que esta idea me gustaba más que todo lo demás. El secreto. El romance. ¿Acaso el mundo no era eso? -Hizo una pausa-. Bien, escucha.

Titubeó. Ni siquiera ella era tan valiente como para insistir en aquella historia.

Stern combatió contra el pánico. De pronto lamentaba que ella le confiara todo aquello, pero de eso se trataba, precisamente. Oyeron voces en la orilla, una pareja que se alejaba.

– Naturalmente, yo no podía creer que estuviera embarazada. Era sólo un mes. Durante un tiempo esperé a que algo ocurriera. Pero no ocurrió. Luego pensé en suicidarme y casi lo conseguí. Me hice con unos somníferos. Una noche me dormí con el frasco en la mano y recuerdo… -Rió y movió la mano-. Recuerdo que al cabo de un par de horas me desperté y pensé que lo había logrado y acepté la idea por un segundo, pero luego me alegré de haber tenido una segunda oportunidad. Sabía que contarlo a mis padres sería un problema, pero aún fue más difícil de lo que había imaginado. Dios mío, nunca quiero hacer de nuevo algo así. -Otra vez se tocó los ojos-. Mi padre se enfadó muchísimo, muchísimo. Desde luego, ellos querían que me casara con Ham, lo cual era imposible. Discutimos por eso una semana más. Pero al fin mi padre me llevó a Ciudad de México. El vuelo duraba once horas en cada dirección. Tuvimos que volar a través de Chicago. A la vuelta me encontraba fatal, pensé que moriría. Pero ya estaba solucionado.

»En realidad ahora tengo muy poco. Sé que parece una tontería. Tengo muchísimo en comparación con otras personas, incluso en comparación con lo que tenía antes, no hay mayor diferencia. Pero la hay. Es como si el mundo entero hubiera cambiado. Renuncié a mi trabajo antes de la boda porque Ham lo quería. Por eso voy a la oficina. Desde luego estoy avergonzada. No sé quién más conocerá la historia. Me imagino que todos. Entro en un cine, una tienda o una sala de conciertos y creo que todos lo saben. Que murmuran. Ya sabes lo cruel que es la gente.

»De modo que ésa es la historia. Terrible, ¿no crees?

– Dolorosa -dijo Stern.

Ella soltó un jadeo, casi un sollozo, y asintió.

– ¿Sabes qué es lo que más me humilla? No haber sabido lo que quería. Tenía veinticinco años y no tenía ni idea. Debía haber sido más lista y no liarme con un tipo como Ham Kreitzer. De hecho era más lista, pero no pude contenerme.

Alzó la mano en la oscuridad para mirar su reloj de pulsera.

Regresaron en silencio. Cuando llegaron, él estaba a punto de bajar para abrirle la portezuela, pero se detuvo.

– Ha sido una noche muy agradable.

– Claro que sí -rió ella-. Estarás endeudado con George Murray por el resto de tu vida y la chica con quien sales lleva la letra escarlata de adúltera.

Stern la miró a los ojos.

– Pero he oído una música maravillosa en el piano.

Ella recurrió a los gestos de los ricos y lo besó a la francesa, en ambas mejillas. Luego se apeó del coche y corrió por el sendero de cemento de la casa georgiana de sus padres. Desde la puerta lo saludó con la mano.

Al alejarse, Stern aún sentía el efecto de la bebida. Pero sabía que no dormiría. Tenía un maletín lleno de trabajo en casa y debía analizar el problema del coche, un enigma irritante que tenía que resolver. Pero no logró concentrarse en estas cosas Un poco más lejos reconoció sus emociones. Estaba excitado. Excitado. La sangre se le aceleraba. Estaba excitado porque ella había confiado en él. La confesión de que tenía una vertiente sexual era una noticia estimulante. Pero lo que más estimulaba a Alejandro Stern, inmigrante, pillo refinado, intrigante, era saber que ahora ella estaba sin duda a su disposición.

TERCERA PARTE

31

Al saludar a Helen el domingo por la noche, Stern se vio sorprendido por la ternura de sus propios sentimientos. Recibió con agrado el aroma de su perfume, su contacto cuando alzó las manos para abrazarla. Ah, Helen. La abrazó y la meció. Ambos rieron. Pero aun así, el dolor por Sonny seguía presente.

– Háblame de tu viaje -insistió Stern.

Ella describió la calurosa y desolada Texas. Uno conducía a cien por hora en las carreteras y las torres de la ciudad se erguían a lo lejos en el trémulo calor y nunca parecían acercarse.

– Te has portado mal mientras he estado fuera -dijo Helen.

Estaban en la cocina. Helen preparaba una ensalada y Stern intentaba ayudarla mientras bebía vino.

– ¿Yo?

– Anoche llamé y respondió el contestador. A las once.

Ella enarcó las cejas.

– Estaba trabajando -dijo Stern-. El caso de Dixon -añadió para reforzar la excusa. Había intentado hablar con Dixon todo el día. Quería que regresara ya. Tras telefonear varias veces a la casa de la isla, había llamado a Elise, la secretaria de Dixon, quien podía ponerse en contacto con Dixon las veinticuatro horas del día, como si fuera el presidente. Pero hoy Dixon estaba inaccesible, perdido bajo el sol del Caribe. Tal vez había tomado la sabia decisión de no regresar nunca o, con mayor realismo, quería disfrutar sin trabas del último hálito de libertad. Sin duda Dixon sabía que sus problemas eran graves. Tenía una buena razón para alejarse.

Entretanto, Stern estaba en la cocina de Helen, y aunque no le mentía, eludía la verdad. ¿Hasta qué punto? No sabía qué hacer. En esos momentos sentía un intenso calor. Tarde o temprano su resistencia se vendría abajo, buscaría a Sonny y cometería una locura. Ese día no había podido hacer nada. Se había sentado, boquiabierto, los ojos cerrados, evocando todas las imágenes con el corazón acelerado. Estaba irremediablemente fascinado por ella. ¿Pero qué haría con el presente? ¿El mundo? Aquí estaba la decente, capaz y amable Helen. ¿Cómo la trataría?

No tenía planes, excepto un vago rechazo a compartir la cama con ella esa noche, quizá por decencia, o quizá porque no podía tolerar nuevos estímulos.

Como de costumbre, Helen había preparado una magnífica comida, ensalada de camarones, la favorita de Stern, con verduras y patatas. Quería que éste fuera un reencuentro memorable. La semana anterior, hablando de Miles, Helen había dicho como por casualidad que al divorciarse no había imaginado la posibilidad de casarse de nuevo. No había ningún énfasis, pero sin duda intentaba destacar que ese estado de ánimo era agua pasada.

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