Entretanto, Stern tendría que llamar a Kate y John y llevarlos a cenar en cuanto hubiera pasado la presentación ante el gran jurado. Los descarríos de Dixon habían desorganizado la vida de toda su familia. Stern quería asegurarse de que su hija y su yerno supieran que estaba dispuesto a olvidar todo esto. Si Dixon decidía plantar cara al gobierno, Stern lo ayudaría a buscar otro abogado; era el momento propicio. Pero ni siquiera eso sería una solución total. Resultaba difícil imaginar una reunión familiar con Silvia, con su marido en prisión, sentada frente a John. Stern ahogó un sollozo de angustia. Todos recordarían ese año.
La enfermera de Nate que condujo a Stern hasta el consultorio le resultaba conocida: había visto esa sonrisa tímida y esa figura esbelta en alguna otra parte. Mientras la enfermera se alejaba, Stern la observó tratando de ubicarla, hasta que Nate lo invitó a sentarse en un sillón de cuero marrón.
Se conocían desde hacía veinte años, pero de inmediato se creó un ambiente tenso. Se preguntaron, convencionalmente, cómo estaban, y luego guardaron silencio. Stern nunca había estado allí y este hecho parecía enfatizar la naturaleza inusitada del encuentro: las caras correctas, el lugar equivocado. El consultorio era mucho más amplio que el de Peter, amueblado al estilo Ethan Allen, como el hogar de los Cawley, con un imponente empapelado de rayas verdes verticales y un enorme reloj con forma de candado en una pared. Nate, con su bata blanca, se mecía en una silla alta detrás del macizo escritorio de castaño. Al fin se irguió y fue al grano.
– Quiero que sepas, Sandy, que voy a iniciar los trámites de divorcio.
Stern aguardó un instante. No estaba desconcertado por la noticia, sino por el hecho de que Nate se la comunicara.
– ¿Me estás pidiendo consejo, Nate?
– No, pero si tienes alguno lo aceptaré.
– No -dijo Stern, y tras pensar un instante, añadió perversamente-: Podría salirte caro. -Nate agitó la mano en el aire: no tenía importancia. Nate podía pagarlo. Stern apretó las mandíbulas-. ¿Se lo has dicho a Fiona?
– No exactamente. Quería que tú lo supieras primero.
– ¿Yo?
– Tú -repitió Nate. Jugó con los adornos del escritorio, un abrecartas con hoja de ónix, un pisapapeles a juego, y al fin entrelazó las manos-. Sandy, no me importa lo que ocurrió entre tú y Fiona.
– Entiendo.
– Ella me lo contó.
– Ya veo.
Stern apoyaba los pies en el suelo y las manos en el regazo. Hasta ahora resistía mejor de lo que hubiera esperado.
– Encontré correspondencia tuya en el cuarto de baño de nuestro dormitorio hace unas semanas. Entonces terminamos por sincerarnos.
– ¿Correspondencia mía? -preguntó Stern, pero entonces comprendió a qué se refería Nate: la nota de Marta, la que Stern había llevado esa noche al salir de la casa.
Días atrás había buscado la carta, pues no podía comunicarse por teléfono con Marta y se preguntaba cuándo llegaría.
– Como te he dicho, no me importa -repitió Nate-. En serio. Parece extraño decirlo, pero es así.
– Muy bien.
– Te acostaste con Fiona… bien, así son las cosas.
Nate abrió las manos generosamente.
Stern había aferrado ambos brazos del sillón, hundiendo los dedos en los tachones; tal vez temía que los muebles echaran a volar. ¿Se había acostado con Fiona? ¿Qué le había dicho ella? Al parecer el instinto vengativo de Fiona la había llevado a exagerar. ¿Pensaba que un empate permitiría que ella y Nate empezaran de nuevo? No, tal vez no. Fiona simplemente se había soltado, abandonando toda cautela, para regodearse en su mayor placer, la represalia: quiero ver qué cara pone ese bastardo.
– ¿Debo responder? -preguntó al fin.
– No tienes por qué hacerlo.
– Porque, para decirlo con suavidad, Nate, no has recibido una descripción exacta. -Stern hizo una pausa al comprender el dilema-. No es verdad, Nate, que me haya tirado a tu esposa. Sólo lo intenté. -Ésa no hubiera sido una defensa muy conmovedora. Por otra parte, Nate no le creyó. De nuevo alzó la mano.
– Escucha, Sandy, no se trata de eso.
¿De qué se trataba? Stern, erguido en el asiento, contempló a Nate, quien no tuvo temple para sostener la mirada. Siempre había considerado a Nate una persona de poca malicia: una persona con dotes para curar, con ese sosiego que muchas mujeres tomaban por amabilidad masculina. Aún opinaba lo mismo, a pesar de sus momentos de cólera. Nate no deseaba causar daño. En cambio, lleno de sentimientos cálidos e impulsos ocultos, iba de un lado a otro destrozando vidas como bandejas de porcelana en un armario. Se había criado en Wyoming y había ido a la gran ciudad como estudiante de medicina. A veces aún desempeñaba el papel de patán confundido. Con los años, Stern había decidido que esa pose ocultaba pereza, blandura, debilidad de espíritu. Por eso sucumbía tan fácilmente a la tentación femenina y mantenía su insatisfactoria vida con Fiona. Lo mismo sucedía ahora. A todas luces le convenía la fácil solución que presentaba la presunta confesión de Fiona. Stern le adivinó los pensamientos: has jodido con mi esposa y no me importa. Ahora quítamela de encima y separémonos en paz. Ni siquiera pensaba en Clara: suponía que ese secreto estaba oculto y olvidado. Se ocupaba sólo del presente. Podía deshacerse de Fiona de un plumazo y de la forma más fácil. Se lavaría las manos y seguiría adelante.
Al evaluar todo esto, Stern se sintió dueño de considerables ventajas. No tanto con los hechos. La mentira de Fiona carecía de importancia. Ella había dicho lo que había dicho. Resultaba difícil desmentirlo. Pero sabía que él estaba mucho mejor preparado que Nate para afrontar este tipo de circunstancias. De pronto vio cómo sería el desenlace y supo que Nate, fueran cuales fuesen sus planes, sufriría una gran decepción. Se lo dijo sin rodeos.
– Creo, Nate, que has calculado mal.
Nate hizo una mueca. Iba a negar segundas intenciones, pero lo pensó dos veces y no dijo nada.
– En tu lugar, Nate, yo sería prudente con el divorcio.
Nate se puso rígido. Por lo visto, aquí había más de lo que había esperado. De nuevo agitó la mano en un gesto magnánimo.
– Sandy, yo… escucha, esto no es un chantaje, o lo que pienses. No lo tomes así.
– No, claro que no -dijo Stern-. Sé que no me amenazarías. Yo tampoco te amenazaría a ti.
– ¿Tú? -preguntó Nate.
– Yo -replicó Stern-. Pero permíteme una advertencia. Nate, no intentes involucrarme en el baño de sangre que planeas con Fiona. No te atrevas. A fin de cuentas, ambos sabemos que no soy testigo de tu bondad ni fiabilidad.
Nate movió la cabeza como si lo hubieran golpeado.
– Dios -exclamó.
– Si me colocan bajo juramento, Nate, diré la verdad sobre todas las cosas. Aun las que me resulten más desgarradoras. No creas que el orgullo me impedirá revelar el modo en que tú y Clara me engañasteis.
Nate se quedó rígido por un instante, boquiabierto. Luego se tapó los ojos con las manos. Soltó un jadeo.
– Mira. -Nate contempló su escritorio, se estudió el pulgar-. Mira -repitió.
– ¿Sí? -dijo Stern. Había sabido por instinto que Nate quedaría indefenso. Aguardó un momento y continuó-: Ya que has optado por ir al grano, Nate, permíteme imitarte. -Hizo una pausa dramática-. Hay un cheque por un importe considerable, que creo que tú se lo debes a la sucesión de Clara.
Nada, ningún escrúpulo, ningún sentido del tacto, ni siquiera el recuerdo de su propia confusión, podía empañar el deleite de este momento. Con una chispeante mirada de malicia, Stern observó a Nate, quien se recostó en la silla y se pasó la mano por la cara y el cabello ralo; parecía agobiado, confundido, asustado.
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