Scott Turow - El peso de la prueba

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– Temía que dijeras eso -suspiró Nate.

– Tengo un abogado que está investigando este asunto.

– También temía esto.

Stern asintió. Comprendió que Nate se le había adelantado. Había retenido el cheque no sólo para ocultarlo al futuro abogado de Fiona, sino a Cal. Quería confirmar si no había moros en la costa o lo habían descubierto.

– Te sugiero que hagas lo mismo y reunamos a nuestros abogados -propuso Stern.

– Sabía que al final lo descubrirías -dijo Nate.

Stern no respondió. Sólo asintió abruptamente, procurando acrecentar la sensación de culpabilidad que sin duda agobiaba a Nate.

– Mira -dijo Nate-, este asunto me ha causado muchos remordimientos. Tal vez no lo creas, pero es así. En serio. Pienso en ello todos los días. Sé que tal vez me responsabilizas por lo que ella hizo, al final.

– No te culpo solamente a ti, Nate. Te ofrezco este consuelo. Estoy seguro de que el desenlace final también te afectó. Pero aun así te guardo mucho rencor. Que Clara decidiera buscar un amante fue cosa suya, desde luego. Pero como médico, Nate, particularmente un médico experimentado con este tipo de… -Stern esperó, luego se armó de coraje y continuó-: este tipo de enfermedad de transmisión sexual y sus consecuencias, habría esperado que fueras más cuidadoso. Y por lo que veo, te mostraste totalmente indiferente a las necesidades de Clara hacia el final.

– ¿Crees que la traté mal?

– ¿Qué otra cosa he de creer?

Con aire desdichado, derrumbado en la silla, Nate asintió para sí mismo.

– Por no mencionar el hecho de que abusaste de mí, Nate, y de nuestra amistad. Me mentiste descaradamente.

Nate cerró los ojos. Al cabo de un momento se humedeció los labios para hablar.

– Mira, tenía miedo de tu reacción cuando lo descubrieras. Lo admito. Pero quiero que sepas una cosa… hice lo que ella quería. En todo momento. Lo que ella quería.

Acorralado, arrinconado, Nate reaccionaba como un cobarde. Culpaba a Clara. Tal vez era demasiado débil para comprender lo incisivas que eran estas palabras. Pero su mezquindad, deliberada o no, afectó a Stern como un golpe. Sí, desde luego. El reproche típico: a ella le gustaba. Por un instante quiso responder con obscenidades. Cuando se recuperó, notó que su acento hispano se notaba con claridad.

– Nate, eres un canalla.

– Dios mío -exclamó Nate.

Stern se levantó. Ambos callaron por un instante. Esta confrontación, largamente imaginada, resultaba mucho más difícil en la realidad que en la fantasía. No tenía deseos de prolongarla. Pero el comentario de Nate aún dejaba una estela de emociones desbocadas.

– Otra cosa, Nate -intervino Stern, con un relampagueo de la intuición que durante tres décadas le había salvado la vida en el tribunal, una capacidad para que las sinapsis se conectaran de golpe, no más explicable que el don de lenguas o el vuelo-. Un consejo de amigo. -Nate, totalmente arrasado por esa conversación, se puso alerta: le esperaba un último golpe-. Sugiero que despidas a tu enfermera antes de iniciar el juicio de divorcio. Fiona tiene pruebas perjudiciales y el interrogatorio resultará aún más desagradable si esa joven continúa en tu plantilla.

La enfermera estaba allí, ordenando unos gráficos, cuando Stern salió por la puerta. Había recibido un mensaje de la oficina de Stern y le entregó el papel. Él no se molestó en leerlo. Ahora actuaba como en un tribunal, sabiendo que su conducta causaría una impresión. La miró de arriba abajo, una ojeada que ella recibió casi con inocencia, con la misma sonrisa incierta, la misma belleza blanda y pulcra. Luego enfiló hacia la puerta, mientras llegaba a la conclusión, al recordar el vídeo de Fiona, que la joven pertenecía a esa pequeña clase de seres humanos que tienen peor aspecto con la ropa puesta.

33

«Llamó Claudia, urgente», decía el papel rosado que le había dado la enfermera. Stern la llamó por el teléfono del coche, mientras conducía hacia la oficina.

– Veo que le dieron el recado -dijo Claudia.

– Tengo un asunto personal urgente. Por favor, encuentra el número particular de los Cawley y llama.

El teléfono sonó varias veces, pero al parecer Fiona no estaba. Stern soltó un juramento en español.

– ¿Recibió el mensaje de la señorita Klonsky?

– ¿Klonsky?

– Eso es lo urgente. Llamó tres veces en la última hora. Dice que tiene que verlo hoy. Asunto personal. No sabía hacia dónde se dirigía usted, pero ella dijo que iría a su casa a esperarlo. Le di la dirección. ¿Está bien?

Eran casi las seis. Stern pisó el freno y acercó el coche a la acera. Le temblaban las manos. Ya estaba dando la vuelta.

– ¿Oiga? -dijo Claudia.

– Sí, sí. ¿Cuánto tiempo estarás allí esta noche, Claudia?

– Algunas horas más -respondió ella-, trabajando en un informe para Raphael.

Stern le pidió que llamara a la señora Cawley cada cuarto de hora y que le diera este mensaje: el señor Stern lamentaba no hablarle directamente, pero estaba ocupado y creía importante que ella supiera que el doctor Cawley y él se habían reunido esa tarde y habían mantenido una conversación exhaustiva y franca.

– Y luego dile que quiero saber, con todo respeto, si ha perdido el juicio. Transmítelo tal cual -finalizó.

Claudia reía mientras tomaba nota; Stern siempre la divertía.

Stern colgó el teléfono y aceleró a través del tráfico. El reloj del coche señalaba las seis y dos minutos. Urgente y personal. ¡Sí! Echó a volar.

El Volkswagen amarillo estaba en la calzada circular de la casa de Stern. Lo vio mientras se acercaba a más velocidad de la conveniente. Tardó un instante en distinguir a Sonny. Estaba sentada en la escalinata de pizarra, las piernas abiertas para descansar el vientre, la cara hacia el sol: la señorita Natural, como se había llamado el mes pasado. Stern no se molestó en dejar el coche en el garaje. Aparcó y echó a andar por la calzada de buen talante.

Éste era, pensó, uno de esos momentos clave de la vida, parte de una progresión infinita, como cualquier otro momento, pero con gran potencial para el cambio. Últimamente se había enfrentado a muchos cambios, pero estaba preparado. Hacía más de treinta años que no sentía nada parecido, pero lo reconoció de inmediato. Había cruzado una frontera y ambos aguardaban en los bordes de la genuina intimidad, no la mera interacción social ni el intercambio de opiniones, sino la penetración de los límites personales más estrictos. Allí, esperando ese tránsito final, sintió la plena complejidad y misterio de la personalidad de esa mujer. Oh, no sabía nada de las circunstancias que la habían moldeado. Ambos procedían de rincones diferentes de la tierra, épocas diferentes. Pasarían años antes que él reconociera la huella de la experiencia que la marcaba, cada capa, como las páginas amontonadas de un libro. Pero su corazón anhelaba esa tarea y él confiaba en que aún le quedaran las energías necesarias. Toda metáfora trillada y sensiblera parecía indicada. La perspectiva lo mareaba, lo embriagaba.

– Qué inesperado placer -dijo sonriendo, mientras ella se ponía en pie, sacudiéndose la falda y parpadeando al sol.

Stern había tendido las manos para abrazarla, cuando de pronto captó su mirada aguda e intensa, que lo detuvo en seco; al instante comprendió que había cometido un error. Ella extrajo un sobre blanco y se lo tendió como una advertencia, o quizá como una defensa.

– No he venido por placer, Sandy, sino para darle esto. -Aún sostenía el sobre-. Quise hacerlo en persona.

Él se quedó rígido. ¿Cómo había dicho Sonny? Después de los cuarenta, había comprendido que nadie era siquiera normal.

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