En el campo, al evocar todo esto y hablar de cosas pasadas y tan conmovedoras, su vida actual volvió a parecerle tan vulnerable como un castillo de naipes. En compañía de Sonny, por alguna razón, sentía menos tristeza. Era como acariciar las protuberancias de un bajorrelieve, percibía las texturas y reconocía de nuevo su secreto más profundo: sin Clara y con los hijos distanciados, no le quedaba ninguna alianza fundamental; cada día había sido una lucha desesperada por seguir la rutina sin pensar. Lejos de la ciudad y la rutina, estaba bajo la influencia de aquella joven comunicativa. Veía imágenes de la naturaleza en crecimiento, medrando en el tórrido calor estival, como si ella irradiara un espíritu fértil, el aroma de la tierra en las ráfagas de viento tibio.
– Charlie no tiene esa personalidad magnética. Cree en la vida de los poetas. Una esencia superior. No quiere vivir como los demás. Es huraño, callado y, si quiere la opinión de una esposa, deliberadamente difícil.
Stern se volvió para sonreírle. Había caminado bastante, moviéndose bajo las hojas y cogiendo frutas, y Sonny ahora lo seguía mientras comía las fresas que llevaba en el cubo. La fruta, entibiada por el sol, tenía una fragancia fuerte, increíblemente dulce, y se deslizaba con suavidad por la lengua.
– No es gracioso. Tratamos de vivir juntos diez años y nunca llegó a funcionar. Siempre había uno de los dos que se iba.
– Pero al final hubo un cambio.
– Cuando caí enferma. Charlie apareció en el hospital con un ramillete de flores y me suplicó que me casara con él. Me suplicó… y a esas alturas yo no necesitaba que me suplicaran. -Tenía unas fresas en la mano y se acercó para arrojarlas al cubo de Stern. Comentó que le dolía la espalda cuando se agachaba. Sam apareció en ese momento exhibiendo una fresa enorme. Stern y Sonny se tomaron un momento para admirar el trofeo-. Se mostró muy persuasivo. Y usted sabe cómo es… una crisis, una cree que está mirando el centro de las cosas. Creí que amaba a Charlie, que él me quería a mí. El resto eran detalles. -Meneó la cabeza-. Nadie nos promete que seremos felices, ¿verdad?
– No -dijo Stern.
– No -repitió ella-. De un modo u otro, fue muy complicado.
– Lo imagino -murmuró Stern.
Pensó que Charlie tenía ciertos méritos, pues se había atrevido a pedir la mano de una mujer cuya vida corría peligro.
– Oh, no fue lo que usted cree -dijo Sonny. Parecía sonreír-. Él estaba casado. Ya se lo he dicho: había detalles.
Stern reflexionó un instante.
– ¿La madre de Sam?
– Así es. Charlie se casó con ella después de una de nuestras rupturas. Como he dicho: fue una relación con altibajos.
– Bien, usted conoce los dichos.
– ¿Cuáles?
– Muchos. «El amor verdadero nunca es apacible», por ejemplo. Sonny se encogió de hombros. La idea no la consolaba.
– ¿Cómo conoció a su esposa?
– Oh. -Stern alzó una mano, dispuesto a desechar la historia. Luego pensó que sería injusto callar-. Yo trabajaba para el padre de Clara. Él me alquilaba una parte de su oficina. Una cosa llevó a la otra.
– ¿Fue apacible?
– En absoluto. Imagine usted las complicaciones cuando un inmigrante sin blanca se enamora de la hija del jefe.
– ¿Los padres de ella se opusieron?
Stern carraspeó. Aun después de treinta años, no soportaba el recuerdo.
– ¿Y nunca lo aceptaron?
– Al contrario. Cuando me casé con Clara, su padre me ofreció un puesto en su oficina. Él era un abogado célebre. Yo lo temía, pero envidiaba su éxito y era demasiado débil para rehusar.
– ¿Qué sucedió?
– Aprendimos mucho el uno del otro. Al fin tuvimos una grave discusión.
– ¿Acerca de qué, si puedo preguntarlo?
– Oh, es una historia muy embarazosa -dijo Stern. Se levantó para mirarla, acomodándose el sombrero. El ala tenía mechones de paja sueltos que le rascaban la frente cuando se movía-. Un día mi suegro me llamó a su oficina y me pidió que yo robara una carpeta del tribunal del condado. Un caso de divorcio para un cliente importante, en el cual el esposo había logrado ser el primero en entablar el pleito. Esto fue hace treinta años, y la orden no era tan impensable como parecería hoy, pero era un asunto serio.
– ¡No es posible! ¿La relación se derrumbó cuando usted se negó?
– No, la relación se deterioró cuando hice lo que él me pedía. Nos conocíamos demasiado. Él sabía lo pusilánime que era yo; por mi parte yo sabía lo corrupto que era él. Supongo que tener las agallas para hacer eso me convenció de que también podía largar a Henry.
Stern miró de soslayo a Klonsky. Nunca había contado esta historia a otra persona, ni siquiera a Clara, en cuya lealtad no podía confiar en esa temprana etapa de su matrimonio. Sonny se sentó con el cubo entre las rodillas, la cara reluciente por el calor, masajeándose la espalda. Al parecer habían llegado a un punto en que él ya no podía sorprenderla; si echaba a correr desnudo entre los árboles, ella movería la cabeza aceptándolo con una sonrisa plácida, como un nuevo intercambio de intimidades.
Stern se agachó de nuevo -las fresas más brillantes estaban debajo de las hojas- pero permaneció hechizado por su propia historia. Por un instante, la imagen de Henry con sus tirantes y su flequillo blanco fue tan clara como si lo tuviera a unos pasos. Había sido tan tajante en esa orden como en muchas otras cosas, y lo había hecho delante de la clienta, una mujer de aire inquieto con cabello liso y rubio y traje verde oscuro. Stern se había preguntado qué relación tendría con Henry. Se sabía que Henry no era un hombre de virtud intachable; pero esa pregunta, como muchas otras, quedó sin respuesta. «Oh, no me mires así», dijo Henry. «Es el pan nuestro de cada día. Le doy cien dólares cada Navidad a Griffin McKenna para asegurarme de que nadie lo haga con los casos del banco, y la mitad de las malditas carpetas desaparecen de todos modos.» «Pero hay que firmar para retirar la carpeta», objetó Stern. «¿Te van a mirar la chapa de identificación, como si fueras un perro? Garrapatea un nombre. Jones. Jablonsky, por amor de Dios. Pero asegúrate de no poner Mittler… ni Stern.» Por alguna razón, el recuerdo lo había acosado durante días. Luego recordó: John y Dixon. En este momento de afabilidad, el pensamiento resultó perturbador y lo apartó de inmediato.
– Parece que era bastante brusco.
– Lo era. Sin duda. No he conocido a muchos hombres más bruscos que Henry. Me recordaba a determinados policías. En cierto sentido parecía hecho de piedra. Resuelto. Así es como era. Punkt.
– ¿Clara le tenía aprecio?
– Ah, bien. Ésa es otra cuestión. -Por un instante, se puso a examinar la mata. Recoger fresas, a pesar del esfuerzo de la espalda y los muslos, era una tarea satisfactoria y tentadora. Encontró una fresa del tamaño de una manzana pequeña y se la mostró a Sonny-. Clara profesaba sentimientos muy fuertes hacia él. Lloró mucho cuando él murió. En otras ocasiones, en años anteriores, lo criticó, quizá con mayor severidad que la mayoría de los hijos cuando critican a los padres.
– Eso me recuerda la relación entre mi madre y yo -suspiró Sonny. Una ráfaga de viento levantó una polvareda camino abajo. Sonny cerró los ojos y se apoyó las manos en el voluminoso vientre. Stern temió que estuviera dolorida, pero en seguida comprendió que, en cambio, había tomado una resolución-. Dios -dijo-, Dios, voy a mejorar mi vida.
Abrió los ojos y lo saludó con una sonrisa encantadora: feliz de estar allí, feliz de haber sobrevivido a todo, de hacer ese juramento y de compartir con él un terreno común.
Al finalizar la tarde los tres regresaron del campo de fresas. Stern llevaba los cubos. El viento había refrescado de golpe. Cuando llegaron a la cabaña, Sonny se desplomó en una silla y se apoyó las manos en los ojos. Stern le sugirió que se acostara.
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