Stern había empezado a pensar que el análisis era innecesario, pero no tuvo fuerzas para discutir.
– Estoy a tu disposición.
– Estoy disfrutando de mi típica noche de viernes, dictando gráficos. Puedes venir ahora, si tienes tiempo. ¿O piensas ver a Helen?
A Peter le gustaba Helen. En un par de ocasiones en que se habían reunido, Peter parecía haber contenido su tendencia al sarcasmo. Stern le explicó que ella se había marchado hasta el domingo y le dijo que iría enseguida. Al cerrar la puerta del solario, esperó. Los Cawley estaban juntos en el patio, discutían, y Fiona señalaba la casa de los Stern. Se apartó de la puerta y se apretó contra la pared mientras bajaba en silencio la persiana.
Tal vez era el efecto de la broma telefónica de Peter, pero había pocos lugares tan siniestros como un edificio de oficinas poco iluminado en una noche de fin de semana. Las puertas del exterior estaban abiertas, pero dentro lo abrumó una aplastante sensación de soledad; el edificio resultaba agobiante. La farmacia de la planta baja estaba a oscuras, cerrada. Subió en el ascensor y al llegar encontró el corredor apenas iluminado por una tenue lámpara fluorescente. ¿Qué había dicho Peter? Su típica noche de viernes. Tan imprevisible como la mayoría de sus sentimientos sobre su hijo, la contundente tristeza de esta declaración lo abrumó. Los elegantes admiradores de Peter cuando era estudiante habían desaparecido. Stern no sabía de nadie, al margen de las hermanas. ¿Cómo pasaba el tiempo Peter? Stern lo ignoraba. Había heredado el gusto de su madre por la música, paseaba en bicicleta, trabajaba. Cuando visitaba a los padres, en vida de Clara, le gustaba ir a correr por los bosques públicos del vecindario de Riverside. Luego, sudando a mares, se sentaba en la cocina y le leía el periódico en voz alta a la madre, haciendo comentarios cáusticos sobre los acontecimientos. Clara le servía una copa mientras preparaba la cena. Stern observaba estas escenas como un extraño, asombrado ante la rareza de su hijo. Peter rechazaba la comprensión de su padre, pues creía no necesitarla. Era inteligente y capaz, tenía éxito. Su fragilidad de espíritu también reflejaba una especie de fortaleza. Pero Stern, mientras se acercaba a la puerta de la oficina, descubrió de pronto la negra fuente de las ironías y la altivez de Peter: el dolor.
Se preguntó cómo había llegado a esta situación. No pensaba sólo en Peter, sino en sus hijas. De algún modo los chicos habían llegado a poseer una extraña combinación de talento y temperamento que él reconocía como esencial en cada uno. A los tres o cuatro años habían abandonado la ambigüedad de la infancia y estaban tan formados como tulipanes en su tallo, listos para desplegarse. Como padre, a menudo él parecía un simple espectador que aplaudía la expansión de sus capacidades, preocupado en silencio por otras cosas. Cuando Peter cumplió seis años, sus padres empezaron a reparar en ciertas características. Hosquedad. Un silencio que parecía rayar en la desesperación. Peter, que ahora se presentaba como un rebelde, tenía el carácter inflexible de un soldado de acero. Con el tiempo, sus hermanas también manifestaron sus propios descontentos. Marta, por fuera encantadora, se sumía en ensueños agobiantes. Kate, quien según Clara era la más inteligente de los tres, conservaba la jovialidad pero parecía clínicamente incapacitada para alcanzar cualquier forma del triunfo.
Todo esto desconcertaba a Stern. En su infancia había existido un gran desorden debido a la fragilidad del padre y la mirada vigilante que la familia mantenía sobre las hostilidades abiertas. Pero el hogar que él y Clara habían formado era apacible y próspero, normal en el sentido que Stern atribuía a esta palabra. Sus hijos recibían afecto y amor. Amor. Oh, quizás él hubiera tenido fallas como padre. En el mejor de los casos, era demasiado seco con los chicos para el gusto norteamericano, pero aun en su más profunda distracción los quería entrañablemente. Este amor le centelleaba en el pecho como una joya. Por otra parte, nadie podría medir jamás los límites de la dedicación de Clara. Así, años atrás había comprendido consternadamente que la buena fortuna que pudiera ofrecer el mundo no bastaba: a pesar de todo, sus hijos sufrían, y él anhelaba conocer y comprender sus dificultades.
Peter lo hizo pasar con pocas ceremonias. Con la oficina cerrada, pudo conducir al padre a una sala pequeña con olor antiséptico, con una camilla de cuero, equipo e instrumental.
– Levántate la manga, bitte - pidió Peter con acento alemán. Era la broma de la noche. Stern obedeció y el hijo le insertó la aguja-. ¿Estás bien?
Stern asintió.
– ¿Y tú, Peter?
Su hijo abrió la palma en un gesto ambiguo: quién sabía, quién podía decirlo. Hablaron de Marta, que iba a llegar pronto. Stern le preguntó por Kate.
– Tú fuiste con ella a ver el partido de béisbol la otra noche -dijo Peter-. Tiene muy buen aspecto, ¿verdad?
– En realidad me preocupó -confesó Stern-. Hay una situación difícil. Se trata de una circunstancia que me obliga a mantener cierta distancia, pero me temo que la está afectando.
– He oído hablar de eso -dijo vagamente Peter.
Stern no había ido con la intención de hablar de Tooley. Ya no tenía remedio y por otra parte hubiera sido poco profesional quejarse. Sin embargo, procedieron a disentir como si lo ordenara la naturaleza. Kate, en su preocupación por el marido, había recurrido a Peter. La idea de que la situación la hubiera impulsado a buscar auxilio en Peter y no en él hirió inesperadamente a Stern.
– John quería un nombre y se lo di -explicó Peter. Extrajo la aguja y sacudió el tubo con irritación-. Mel es competente, ¿verdad? ¿Qué hice mal? Ya le habías dicho a John que no querías involucrarte.
Típico, pensó Stern. Su culpa, sus defectos. Stern quiso explicar que había tratado a John de ese modo porque había problemas éticos, pero prefirió callar. ¿De qué serviría? De nuevo era el segundón en la familia.
Había pensado en invitarlo a cenar, pero Peter lo condujo al exterior directamente y lo llevó por el pequeño consultorio, donde los gráficos médicos estaban apilados en el escritorio bajo un interfono de cordones negros. Al salir del aparcamiento, Stern contempló la oficina de Peter, la única ventana iluminada en el negro y sólido cuadrado del centro médico.
Cuando niño, Peter había tenido una magnífica voz, dulce y pura como un líquido perfecto. Su gama vocal quedó reducida en la adolescencia, cuando el sonido se volvió más áspero y tembloroso. Pero a los siete u ocho años Peter actuaba a menudo en obras escolares y teatros comunitarios. Con su talento musical, había hallado un modo más de atraer a Clara. Ella se transformó en una madre orgullosa que asistía a cada representación con callado nerviosismo. Stern la acompañaba de vez en cuando, sin saber cómo comportarse. Desde el fondo de la sala, observaba a la pequeña figura del escenario. Un vestigio de instinto paternal insinuaba a Stern que ésos habían sido los momentos más felices de la vida de Peter, solo y admirado bajo el foco en la sala a oscuras, cantando con esa voz expresiva: controlaba cada palabra, cada nota, e infundía a la canción una riqueza emocional inusitada en un niño de su edad.
Eso era el pasado, el pasado de Peter, una época de expresión, atención, representación. A través de la oscuridad, Stern miró la luz donde su hijo, ya adulto, pasaba la noche, con la única compañía de su propia voz, ahora más áspera, enumerando los detalles de los gráficos médicos.
La Cabaña de Brace se alzaba en un cauce seco. Desde la carretera sólo se distinguía el techo musgoso, verde y reluciente bajo el sol, y el remate de estaño de una chimenea. Stern, que conducía el Cadillac en una densa niebla, habría pasado de largo si no hubiera visto el letrero de madera clavado en el suelo amarillento. Se acercó a la casa y llamó a la puerta, y al mirar por la ventana sólo vislumbró oscuridad. Debajo, junto a la casa, la arboleda -robles, pinos, álamos, abedules- era densa, y el suelo del bosque, oscuro y húmedo, apenas alcanzado por la luz. Regresó al intenso sol de la carretera, buscó más huellas de neumáticos en el aparcamiento de grava. La bandera roja del redondo buzón de aluminio estaba levantada.
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