Scott Turow - El peso de la prueba

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– Sandy, no hay regla…

– No se trata de reglas. Hablo de juego limpio, de lo correcto. -En cuanto comenzó a hablar, no logró contener la indignación-. ¿No cree usted que sería conveniente esbozar cuáles son las sospechas del gobierno, en vez de brindar esas revelaciones mínimas y selectivas con la esperanza de que yo corra en una dirección y luego en otra? ¿Cree que no comprendo que estas citaciones están redactadas con toda la intención de ocultar datos acerca de los conocimientos e intereses de la fiscalía?

– Sandy… usted sabe que yo no estoy a cargo.

– Usted está aquí ahora. Ha sido ayudante el tiempo suficiente para saber qué es correcto y qué no. Tan sólo dígame una palabra o dos.

– Sandy, Sennett es muy quisquilloso con este asunto.

– Por favor, no pido que transgreda ninguna regla de discreción ni pauta de ética. Aceptaré toda información que usted pueda brindarme sin problemas. Si lo prefiere, le comentaré mis sospechas acerca de la investigación, y sólo tendrá que decirme si tengo razón o no. Nada más. Eso no perjudicará a nadie, no se violará ninguna confidencia. Puede hacer eso, ¿verdad?

¿Podía? La incertidumbre se le notaba en la cara. El fuerte de Sonny no residía en ocultar sus sentimientos.

– Sonny, por favor. Usted es una persona amable e intuyo cierta amistad entre nosotros. No me propongo abusar de ella, pero no sé hacia dónde dirigirme.

– Sandy, tal vez yo sepa menos de lo que usted cree.

– Sin duda sabe más que yo.

Ambos se estudiaron.

– Tengo un millón de cosas que hacer -replicó ella al fin-. Pensaré en lo que me ha dicho.

– Necesitaría diez minutos. Quince a lo sumo.

– Mire, Sandy, a decir verdad, no tengo ni un instante de descanso. Tengo cuatro casos que irán a juicio dentro de los dos próximos meses, además de este asunto. Desde marzo hemos previsto llevar al hijo de Charlie a casa de su familia, en Dulin, y pasar allí el Cuatro de Julio para coger fresas. He de volver aquí el lunes y tuve que remover cielo y tierra para tener el fin de semana libre. Tendrá que perdonarme si le digo que en este momento estoy muy presionada.

– Entiendo -dijo Stern-. ¿No tiene tiempo para jugar limpio?

– Oh, vamos, Sandy. -Ella se mostraba frustrada, exasperada. Él estaba tocando todas las cuerdas sensibles-. Si es tan importante para usted pasar quince minutos haciéndome preguntas que no voy a responder, viaje ciento cincuenta kilómetros hasta Dulin el sábado. No puedo ofrecerle nada más.

Stern le pidió la dirección y ella se echó a reír.

– ¿En serio piensa venir?

– A estas alturas, tengo que explotar todas las posibilidades. ¿El sábado por la tarde?

– Cielos -dijo Sonny. Estaba en el condado D, diez kilómetros al norte de la 60. La Cabaña de Brace. La describió como una choza con pretensiones. Stern lo anotó todo y ella lo apuntó con el dedo-. Sandy, no voy en broma. Quizá yo no esté de acuerdo con todo lo que ha hecho Stan, pero él está al mando. No crea que saldré al campo para decirle cosas que no diría aquí.

– Claro que no. Yo hablaré. Usted sólo tendrá que escuchar. Si lo desea, puede tomar notas y repetir todas mis palabras a Sennett.

– Es un largo viaje para nada.

– Tal vez no.

Inesperadamente, había recuperado el buen humor. Hablaba con el susurro anhelante de un niño. Comentó que le gustaban mucho las fresas.

En el teléfono, Stern oyó la voz de Silvia retumbando en los largos corredores de piedra de la casa de Dixon, mientras iba a buscar al marido. Últimamente detectaba una nota de desconfianza cada vez que hablaba con su hermana. Pero nunca comentaban los asuntos de Dixon con Stern. Silvia, a decir verdad, era una de esas mujeres educadas en otra época, nunca se entrometía en los asuntos que consideraba reservados a los hombres.

– ¿Qué hay? -barbotó Dixon-. Tengo un importante acto social. Tu hermana invitó a la mitad de la Junta del Museo y llegan dentro de quince minutos.

Silvia, digna hija de su madre, nunca se cansaba de los compromisos sociales: sociedades femeninas, comités de caridad, el club campestre. Dixon se burlaba de ella, sin admitir en público que le encantaba imitar a los ricos. Asistían a bailes de caridad, reuniones para recaudar fondos, inauguraciones de galerías, fiestas privadas. Stern a menudo veía la foto de ambos en los periódicos, una pareja atractiva, de aire elegante, majestuoso, despreocupado. Con los años Silvia se había tomado en serio su papel -tal como deseaba Dixon- y asistía en limusina a almuerzos, desfiles de modas en boutiques prestigiosas, los típicos contactos con esposas de otros hombres muy ricos que habían aceptado la compañía de los Hartnell. Otros días jugaba al golf o al tenis, o cabalgaba.

En otro caso, Stern habría criticado la frivolidad de este estilo de vida, pero no había defecto de su hermana que no hubiera perdonado. En ciertos sentidos Silvia le recordaba a Kate -con quien ella, en efecto, mantenía una relación muy íntima-, pues había permitido que la belleza fuera su destino. Había recibido una educación privilegiada que la había conducido a Dixon. Punto final. Aun en los años en que Dixon recorría los maizales para establecer su clientela, le había ordenado que no trabajara, y ella había accedido, al parecer sin lamentarlo.

Pero la bondad redimía a Silvia. Seguía siendo una persona extraordinaria cuya generosidad excedía de lo habitual. Clara, que desdeñaba la frivolidad, amaba y valoraba a Silvia. Hablaban dos o tres veces a la semana, se reunían para comer, asistían a conferencias de arte, iban juntas al cine. Durante décadas habían asistido a los conciertos de la sinfónica el miércoles por la tarde. Y Stern no tenía quejas. Silvia adoraba a su hermano. A veces le enviaba mensajes, le compraba regalos. Llamaba todos los días y él seguía hablando con ella como con nadie más. Resultaba difícil describir el tono de sus conversaciones, pero era agradable como un tarareo. Para ella, él seguía siendo la luna, las estrellas, las galaxias, un universo. ¿Cómo podía Stern describir como defectuosa una vida en la que él desempeñaba un papel tan estelar?

– Tenemos que vernos -le dijo Stern a Dixon-. Cuanto antes mejor.

– ¿Problemas?

– Muchos.

– Cuéntame algo.

– Prefiero hacerlo personalmente, Dixon. Tenemos mucho de que hablar.

– Mañana por la mañana iré a Nueva York en el vuelo de las 5.45. Pasaré allí el resto de la semana. -Dixon, de nuevo, esperaba novedades acerca del índice de precios al consumo y asistía a reuniones en Nueva York o Washington dos veces a la semana-. El Cuatro de Julio Silvia y yo iremos a la isla.

Se refería a otra de sus propiedades, un refugio en el Caribe en una isla libre de impuestos; el Servicio Fiscal Interno, durante su investigación de años atrás, había rechinado los dientes por no poder rastrear un solo céntimo invertido allí. Stern tamborileó los dedos sobre el cristal del escritorio de su oficina. Al parecer Dixon no tenía tiempo para verse en problemas.

– He pasado el día con Margy y Klonsky.

– Eso he oído.

– Sí -dijo Stern. Claro que Dixon lo había oído. De eso se trataba. Stern se sentía en desventaja hablando por teléfono-. Hay algunas novedades alarmantes.

– ¿Como cuáles?

– Por lo pronto, los fiscales parecen saber algo acerca de tu caja fuerte. Creo que pronto empezarán a buscarla, si no lo están haciendo ya.

Hubo un instante de silencio en la línea.

– ¿Dónde diablos averiguaron eso? -exclamó al fin.

En efecto. ¿Dónde? Stern no necesitaba a Dixon para hacerse esta pregunta. Había una lógica evidente, aunque perturbadora: Margy comparece ante el gran jurado y faltan los documentos; Margy sale y el gobierno menciona la caja fuerte. En su irritación, Margy podía haber revelado cualquier cosa. Tal vez Dixon había tenido la prudencia de no mencionarle la caja fuerte ni sus movimientos, pero era poco probable. En su ánimo suspicaz, Stern incluso llegaba a creer que Margy fuera la informante. Era una idea ridícula, pero no dejaba de acuciarlo. En tal caso, todo había sido un melodrama bien montado. Muy improbable, desde luego. Pero había presenciado farsas como ésta en el pasado. Había casos en que el gobierno inculpaba a sus informantes para protegerlos. En este aspecto no se podía descartar nada.

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