Scott Turow - El peso de la prueba

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– Sí. Quieren averiguar a quién pertenece.

– Por eso tenemos un problemita, amigo listo. Porque no encuentro un puñetero papel que muestre quiénes son los Wunderkind.

– No.

– Como lo oyes. Todos esos formularios se archivan en microficha. La ficha del mes en que se abrió esa cuenta el año pasado no aparece por ninguna parte. Tres copias. En nuestros ordenadores tenemos información sobre todos los clientes: nombre, domicilio, seguridad social. Alguien entró en el sistema y lo borró. Si pones este número de cuenta, la pantalla sólo parpadea. Desde luego, también la copia de todos los formularios… todos se esfumaron.

– ¿Dónde se guardan esos registros?

– Depende. La microficha central está en Chicago, pero tenemos una de reserva aquí. Las copias de esta cuenta deberían figurar aquí. El ordenador te permite llegar adonde quieras, si sabes lo que estás haciendo.

– ¿Dixon tendría acceso a estos registros?

La pregunta era estúpida, y la respuesta, obvia. Margy la expresó a su propio modo.

– Encanto, no hay nada a lo que Dixon no tenga acceso, desde el trasero de la recepcionista hasta el cajón donde guardo mi Maalox. Es Maison Dixon. Me estás preguntando si alguien lo detendría por verlo husmear en un archivo. En absoluto. Te lo dije. Todos le tienen miedo.

– ¿Has mirado bien, Margy?

– Anoche revisé todos los archivos personalmente.

– Ya veo. -Stern abrió la cigarrera y miró los puros, alineados como soldados en descanso. La semana anterior había pedido a Claudia que llenara la caja, pero aún no había encendido un cigarro ni se había puesto uno entre los dientes-. Claro que a veces se pierden registros cuando se hacen copias para microficha, ¿verdad?

– Claro.

– Y a diario se borra por accidente información almacenada en los ordenadores, ¿no es cierto?

– Tal vez -admitió Margy.

– Y si no tienes ninguna microficha en ninguna de ambas ciudades, tal vez nunca hubo una en primer lugar.

Margy miró a Stern con la barbilla erguida y los ojos penetrantes, mientras él le hablaba como si interrogara a un testigo. La expresión de Margy era bien clara: no se tragaba nada de eso.

Stern tomó un largo sorbo de café y caminó hacia la ventana. Desde allí, el piso treinta y ocho del edificio más alto de la ciudad, el río tenía un destello líquido. Algunos días era plomizo y turbio. Con los vientos altos, la corriente aumentaba y el agua salpicaba los soportes marrones que se usaban para amarrar barcas y otras embarcaciones lentas que a veces navegaban corriente arriba. Con el tiempo Stern había llegado a conocer el significado de los tonos cambiantes. Por la densidad del color sabía si el barómetro descendía, si la capa de nubes era gruesa o si se disiparía pronto. Éste era el valor de la experiencia, poder interpretar los signos, conocer el gran impacto que anunciaban los detalles.

Esto andaría mal con el gobierno. Muy mal. Hacía meses que prevenía a Dixon, al parecer en vano. Éste era lo bastante astuto como para reconocer que, aunque los fiscales no pudieran deducir qué había hecho con el dinero, llevarían las de ganar si demostraban que él lo había robado, y para ello les bastaría con tener pruebas de que él controlaba la cuenta Wunderkind. Pero destruir los documentos era una reacción desesperada. El gobierno sin duda probaría que Dixon era responsable. Como decía Margy, quizá no hubiera otra persona en la compañía capaz de revisar los archivos de dos ciudades con la misma impunidad. Cuando el gobierno demostrara que Dixon tenía acceso a todos los registros que faltaban, la telaraña circunstancial cobraría un tinte sombrío. Para esta clase de acción nunca había una explicación inocente. Stern era hábil. Podía hacer referencias a cuentas de error, pedidos marginales y caídas límite y marear al jurado. Pero cuando los fiscales llevaran al tribunal el destructor de documentos de MD, no habría manera de interrogar a la máquina. Dixon bien podía saltar al ruedo. Nunca se podía salvar a los clientes de sí mismos, pensó Stern. Nunca.

Así comenzaba el último acto en la historia de Dixon Hartnell, un muchacho pueblerino que había triunfado y fracasado. Cada vez que un caso andaba mal, Stern tenía un instante en que su conocimiento de un futuro sombrío cobraba fuerza y contornos definidos. A veces no llegaba hasta que hablaba el jurado, pero a menudo había algún momento más revelador en el camino, cuando Stern podía ver más lejos. En el caso de Dixon Hartnell, esposo de su hermana, cliente, compatriota, compañero de deportes y del servicio militar, éste era el día. Aquí se acumulaban muchos elementos: conocimiento, motivo, oportunidad; la cuenta de errores, los recuerdos de John, los documentos desaparecidos. Aquí estaba el final de la historia. Dixon iría a la cárcel.

Dedicó unos minutos a asesorar a Margy sobre cómo tratar a Klonsky. Escucha la pregunta. Responde con exactitud y concisión. No digas más de lo preciso. Nunca digas «no» si te preguntan si ocurrieron ciertos hechos, más vale decir que no lo recuerdas. Nombre, rango y número de serie. Datos, no opiniones. Si te piden que especules, niégate. Y ante el gran jurado recuerda que Stern estará literalmente en la puerta. Ella tenía derecho a consultar con el abogado en cualquier momento y debía hablarle si había alguna pregunta, por insignificante que fuera, para la que no se creía preparada.

Le ayudó a guardar los documentos en el maletín y se puso la chaqueta. Cogió el bolso de Margy y le preguntó si estaba lista. Margy se quedó en la silla.

– Fui muy dura contigo – murmuró, mirando la taza de café en la que apoyaba una uña brillante-. Cuando hablamos hace unas semanas.

– Tenías razón.

– Sabes, Sandy, ya estoy curtida. -Alzó los ojos un instante y sonrió casi con timidez-. Lo único que pretende una chica es que finjas un poco.

Stern se acercó un par de pasos. Como de costumbre, Margy pensaba en su jefe. Dixon quizá supiera fingir muy bien y recurriría a todos los gestos sensibleros. Dixon arrojaría la chaqueta en un charco si era necesario, o cantaría una serenata frente a la ventana. Ahora Margy le decía que a las mujeres les gustaban estas cosas. Stern aguardó un instante, recobrando la compostura. Decidió recurrir a la diplomacia.

– Margy, ha sido una época confusa. Muchos cambios inesperados.

– Desde luego. -Margy sonrió rígidamente y movió la taza, manchada con lápiz de labios, mientras observaba con gran interés el café frío-. Desde luego -repitió.

Bien, pensó Stern, aquí empezaba a desentrañarse el dilema de Margy. Ella quería que sus amigos fingieran, así ella podría decirles fríamente que no les creía. Stern estaba seguro de haber llegado al punto clave. Había oído la modulación y había encontrado la armonía de una composición perfecta en la escala del dolor personal. Pero se sintió conmovido por ella e impulsado por cierta ternura, decidió contarle lo que él consideraba la verdad.

– Últimamente he visto bastante a una mujer que ha sido amiga nuestra durante muchos años.

Muy breve. Concreto. No sabía qué buscaba con este arrebato de sinceridad, salvo la virtud de la franqueza misma. En realidad, después del extravagante episodio con Fiona, durante el cual ni siquiera había pensado en Helen, no sabía muy bien cómo estaban las cosas. Pero era preciso dar una explicación, y Margy, por mucho que la admirara, no era su destino. La noticia causó el efecto previsible. Las pupilas de Margy se contrajeron como bajo una luz deslumbrante. Stern la había devuelto una vez más a su inevitable papel: la perdedora, la aventura de una noche. No estaba complacida. Margy, como todos, aspiraba a una vida mejor de la que tenía.

– Me alegro por ti -dijo Margy.

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