Scott Turow - El peso de la prueba

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Cogió la cartera, cerró el maletín, se alisó la falda y sonrió. Había recuperado de nuevo el aspecto de mujer dura que acostumbraba a mostrar en las reuniones de negocios: una vez más era la segura empleada de Dixon Hartnell.

Caminaron las tres manzanas hasta el tribunal casi en silencio. Stern sólo habló para indicarle el camino. De inmediato fueron acompañados hasta la reducida oficina de Klonsky, y Margy se sentó en el viejo sillón de roble como un jinete en un rodeo. Estaba lista.

– Margy -respondió cuando Klonsky le preguntó cómo le gustaba que la llamaran.

La muchacha de Oklahoma, pensó Stern. Dura como un taladro de diamante.

Habían llegado tarde y Klonsky echó una ojeada al reloj. Un escribiente asignaba el tiempo de presentación ante el gran jurado a intervalos de un cuarto de hora y era celosamente respetado por los asistentes, a quienes se exigía que cumplieran con sus tareas en el período asignado. Klonsky empezó a interrogar a Margy mientras Stern revisaba la carta donde se le garantizaba que no era acusada potencial. Estaba firmada por el fiscal federal mismo y aseguraba que Margy no era sospechosa de ninguna actividad delictiva, siempre que dijera la verdad ante el gran jurado. Stern guardó la carta en el maletín y miró cómo trabajaba Klonsky. Formuló a Margy varias preguntas rutinarias y anotó las respuestas en una libreta amarilla. En su papel de fiscal, Sonia era como la mayoría de sus colegas: implacable, seca, dura. Su ritmo era tan metódico que Stern abrigó esperanzas de que no surgiera el tema de los documentos que faltaban. Eso le daría la oportunidad de conversar antes con Dixon. Pero cuando quedaban pocos minutos para la hora en que debían presentarse ante el gran jurado, Klonsky extrajo de la carpeta la copia de la citación y la revisó punto por punto. Cuando Margy entregó los papeles relacionados con la cuenta Wunderkind, añadió jovialmente:

– Eso es todo.

– ¿Eso es todo? -preguntó Klonsky, con evidente aire de recelo. Miró de nuevo los documentos.

Stern habló por primera vez. Había un malentendido, dijo. Los diversos documentos de apertura de cuenta -formularios, solicitudes, etcétera- estaban en otra parte y no podían encontrarlos. La señorita Allison había efectuado una búsqueda diligente, la cual se continuaría bajo la dirección de Stern.

– ¿Han desaparecido? -preguntó Klonsky-. ¿Los tiraron?

Margy iba a hablar pero Stern le cogió la muñeca. Era prematuro, aseguró Stern, suponer que los documentos no se podrían encontrar. La citación se había entregado apenas dos semanas atrás y MD era una importante compañía con cientos de empleados y tres oficinas.

– No creo una palabra de esto -dijo Klonsky.

Ignoró a Stern e hizo varias preguntas a Margy, al tiempo que identificaba los documentos, las copias, los sitios donde se guardaban. Resumió, con más precisión que Stern, los detalles de la búsqueda de Margy. Klonsky conducía este interrogatorio rígidamente. A pesar de su cordialidad ocasional, se enfadaba rápidamente.

Miró a Stern.

– Tendré que hablar acerca de esto con Stan.

– Sonia -dijo Stern-, creo que se apresura usted en sacar conclusiones…

Ella lo interrumpió con un ademán airado. Vestida con su jersey azul, apretó el vientre contra el escritorio mientras se levantaba para conducirlos hasta el gran jurado.

Los jueces, al abandonar el nuevo edificio federal, habían dejado atrás al gran jurado. Los abogados defensores protestaban por esta proximidad con la fiscalía federal, pero reconocían que era en vano. En la práctica, el gran jurado pertenecía a los fiscales. Una puerta sin letreros en el pasillo, un piso más abajo, conducía a lo que parecía la sala de espera de un consultorio; tenía los mismos muebles baratos, con quemaduras de cigarrillos y partes astilladas, que la oficina de arriba. Detrás de otras dos puertas estaban las salas del gran jurado. Stern a menudo había echado un vistazo. No eran gran cosa: un banco pequeño en el frente de la sala e hileras de asientos, como un aula. Los veintitrés integrantes del gran jurado, convocados como jurados comunes para ayudar a los fiscales a determinar si tenían pruebas suficientes para juzgar a alguien por un delito, solían ser gremialistas que no tenían una tienda que cuidar, o bien jubilados, o amas de casa con tiempo libre y a menudo tipos en paro que valoraban la tarifa diaria de treinta dólares.

Stern consideraba que el gran jurado, presuntamente destinado a proteger al inocente, seguía siendo una de las ficciones del sistema jurídico. A veces los abogados defensores escuchaban alentadoras anécdotas acerca de un gran jurado que había presentado una conclusión negativa o que había discutido con los fiscales. Pero por norma general los jurados se prestaban al juego de la fiscalía. Según se comentaba, los jurados tejían, leían el periódico y hacían la manicura, mientras un individuo que comparecía allí por el poder y la majestad de Estados Unidos se veía atacado a gusto por los asistentes.

– Recuerda que estoy aquí -le dijo a Margy.

Ella entró sin mirar atrás, con el maletín. Aún estaba furiosa con él. Klonsky también estaba de mal humor y, quizá sin proponérselo, cerró la puerta en las narices de Stern mientras pedía orden en la sala.

El procedimiento era secreto. La sala no tenía ventanas y había una sola puerta. Ni los jurados, ni los fiscales ni el relator del tribunal podían revelar lo que había ocurrido, a menos que hubiera un juicio donde el gobierno tuviera que exponer las declaraciones previas de los testigos. En aquel distrito federal, loablemente, rara vez había filtraciones sobre estas cuestiones y allí sucedían muchas cosas que jamás volvían a mencionarse, un dato alentador para las víctimas de alegatos sin fundamento. Pero ese respetable principio también se invocaba para impedir que el abogado del testigo estuviera presente; Stern sólo tenía derecho a esperar en la puerta, como un perro amaestrado. Los testigos, que no estaban obligados a guardar secretos, podían salir después de cada pregunta para pedir consejo al abogado. Pero, intimidados por el ambiente y ansiosos de apaciguar al interrogador, rara vez lo hacían. Los clientes por lo general dejaban que Stern mantuviera su vigilancia en la puerta, el maletín y el sombrero en la mano, el estómago tenso.

A veces, sobre todo con voces masculinas de cierto timbre, si apaciguaba la respiración y no había gente parloteando, Stern captaba la sesión palabra por palabra desde el asiento más cercano a la sala. Hoy no tuvo esa suerte. Barney Hill, el escribiente que asignaba horarios y llenaba los formularios de asistencia para los testigos, se puso a hablar de los Tramperos, y las voces femeninas no se oían tan bien a través de la gruesa puerta. Logró oír ciertas modulaciones de Klonsky y el tono confiado de las respuestas de Margy. Al cabo de un cuarto de hora, la puerta se abrió y ambas mujeres salieron. Habían concluido. Como cabía esperar, Margy había optado por no consultar a su abogado.

– Todavía me preocupan esos documentos -advirtió Klonsky desde el umbral de la sala, seguida por varios jurados-. La señorita Allison los buscará de nuevo.

– Desde luego -replicó Stern.

– En lo que a mí concierne, iniciaremos una investigación por obstrucción a la justicia.

Stern intentó tranquilizarla una vez más, pero Klonsky desechó las excusas con una sonrisa. Repitió que hablaría con el fiscal federal y se marchó, al parecer con ese propósito.

Stern le indicó a Margy una de las reducidas habitaciones contiguas a la sala, destinadas a las consultas entre testigos y abogados. Era un cuartucho de dos metros por tres, despojado; contenía una mesa desvencijada y dos sillas, y las paredes grises estaban desconchadas y mugrientas. Stern había practicado durante años el hábito de conversar con los clientes en aquel lugar, mientras conservaban el recuerdo fresco acerca de cada pregunta.

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