Scott Turow - El peso de la prueba

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Stern cerró la puerta y Margy se sentó, huraña hacia él, pero tranquila por lo demás. Le preguntó cómo había ido.

– Bien -respondió ella serenamente-. Mentí.

Stern se quedó de pie, la mano en el picaporte. Naturalmente, esto sucedía de vez en cuando. No con tanta frecuencia como cabía suponer. Pero sí de vez en cuando. Un cliente yergue la barbilla y admite francamente un delito menor. Aun así, se sintió débil y febril. Se sentó de cara a Margy. Ella mantenía su actitud rencorosa.

– ¿Puedo preguntar en qué sentido suministraste información inexacta? -dijo Stern.

Ella agitó la mano blanca, los brazaletes y las largas uñas.

– No sé. Ella preguntó si yo sabía adónde iban los registros.

– Ajá -exclamó Stern.

Al advertir que en cierto modo él era el blanco de todo aquello, trató de no manifestar su alivio. A menos que se cometiera otra tontería -una confesión directa-, el gobierno jamás la acusaría de perjurio porque se hubiera reservado sus opiniones.

– Preguntó si yo sabía algo acerca de la cuenta Wunderkind por alguna otra fuente.

– ¿Le dijiste que no?

– Así es.

– ¿Era mentira?

– Sí.

Stern no había tenido la sagacidad de formular esta pregunta en su oficina. Quizá Margy le hubiera respondido exhaustivamente entonces. Ahora era improbable que entrara en detalles.

– ¿Algo más?

– Me preguntó si yo había hablado con Dixon de los documentos. También lo negué.

– ¿Pero habías hablado?

– Claro.

¿Qué le hacía pensar que él era astuto cuando había pasado por alto lo evidente? Desde luego, ella había hablado con Dixon. Tal vez él le hubiera insinuado qué debía decirle a Stern. En realidad, no quería saber qué le había dicho Dixon exactamente. Sin duda lo enfurecería y, en cualquier caso, el conflicto de intereses que el fiscal federal había predicho tan gratuitamente se había producido. Las mentiras de Margy, desde una perspectiva superficial, beneficiaban la causa de Dixon; Stern ya no podía asesorarlos a ambos. Sabía que él tenía la culpa de esta situación. En treinta años, sus relaciones personales nunca habían interferido con sus obligaciones profesionales, pero de algún modo su priapismo de viudo lo había llevado allí, al menos hasta el punto en que Margy estaba tan furiosa con él como para admitir lo que había hecho. Por el momento, sin embargo, su humillación quedó subordinada al deber, que era muy claro.

– Margy, me gustaría presentarte a otro abogado, quien, según creo, te aconsejará que comparezcas de inmediato ante el gran jurado y te retractes.

– ¿Me retracte?

– Que corrijas la declaración. Si lo haces de inmediato, no sufrirás ningún perjuicio.

– Ya he estado allí y me he ido. -Margy, con expresión huraña, se levantó. La furia le daba mayor solidez: los rizos, los bordes alechugados, las uñas brillantes, los tacones altos, las medias relucientes. Margy era una persona de muchas piezas ensambladas con cuidado, pero en ese momento el acaloramiento galvanizaba cada capa-. No tienes la menor idea de lo que ocurre aquí, ¿verdad?

Le clavó los ojos de manera alarmante: no sólo con rudeza, sino con desdén. Al parecer había dado ciertas cosas por sentadas y ahora comprendía que se había equivocado y lo lamentaba.

– Me gustaría saberlo -dijo él con voz hueca.

Se sintió presa del miedo: por el apuro en que estaba Margy y, más aún, por el modo en que ella le reprochaba su ignorancia. Había demasiados elementos fuera de su conocimiento y control. John. Dixon. Margy misma. Eran como fragmentos que se perdieran en el espacio.

– No -dijo ella, meneando los rizos-. No te lo diré yo, encanto. Ya sabes con quién tienes que hablar. Yo tengo que coger un avión. -Se colgó el bolso del hombro y recogió la cartera y el maletín-. Este asunto es un concurso de tontos: quién es el mayor tonto. Recuerda quién te dijo esto: Margaret Jane Allison, de Polk's Cowl, Oklahoma.

Con bártulos en ambas manos, abrió la puerta con el pie y se marchó sin mirar atrás.

Algunos abogados defensores decían que los peores momentos venían después de la acusación, cuando se veían las pruebas reunidas por el estado, la montaña que no se podía escalar. Pero Stern siempre aceptaba de buen grado este desafío; cuando se conocía el rumbo de los fiscales, los demás ángulos se transformaban en probables escapatorias. Lo que más le costaba afrontar era el período intermedio de una investigación. Habitualmente había que entrevistar a personas, examinar documentos, presentar mociones. Pero a veces comprendía con alarma que el gobierno sabía algo que él ignoraba por completo. Terror de abogado, lo llamaba, y ahora este terror resultaba más agobiante que nunca. A ciegas temía que cualquier movimiento fuera erróneo y pudiera caer al precipicio. De manera que colgaba allí, temeroso, acuciado – la palabra exacta, en todos los aspectos, era indefenso-, inmóvil, en la oscuridad, esperando la tormenta, oyendo el silbido del viento, sintiendo el aire cada vez más helado. Se quedó sentado en el cuarto de los testigos, abrumado, cansado, consciente de su peso, su edad, la oquedad de los huesos. Sentía terror por Dixon.

Cuando alzó la mirada, Klonsky estaba plantada en el marco de la puerta, observándolo.

– Sonia.

– Sonny para mis amigos. -Ella sonrió. Stern debía de tener un pésimo aspecto para haberla ablandado tan pronto. Pero agradeció esta amabilidad. Sonny, pues. La ayudante se sentó en la silla que había ocupado Margy-. Stan me pidió que lo encontrara.

– Veo que lo ha conseguido -dijo Stern, sonriendo cordialmente-. Sonny, ¿podemos hablar de abogado a abogado?

– Desde luego.

– Quedé tan consternado como usted al enterarme de que esos documentos no estaban donde debían.

– Eso imaginé, Sandy. Pero es una situación muy grave para su cliente.

Él sonrió con amabilidad, dando a entender que no necesitaba la aclaración.

– De eso estuve hablando con Stan -apuntó Klonsky.

– Ah, sí. El poderoso fiscal federal. -En ese preciso instante le resultaba muy difícil reprimir sus sentimientos: pensar en el rencoroso e implacable Sennett lo sacaba de quicio. Pero decidió usar un tono más amable al hablar del jefe de Klonsky-. ¿Qué nos dice?

– Pues él cree que usted puede encontrar los documentos.

– ¿En serio? -dijo Stern-. Imagínese, con cincuenta y cuatro ayudantes para supervisar y encima puede tomarse el tiempo para realizar mi trabajo.

Ella no pudo contener una sonrisa.

– También dice que le envía un mensaje.

– Muy bien.

– «Encuentre la caja fuerte.»

No movió un solo músculo. Tal vez, por una fracción de segundo, la sangre dejó de circular. Era el entrenamiento del tribunal: no delates nada.

– ¿Comprende usted ese mensaje? -preguntó al fin Stern.

– ¿Yo? -repuso Sonny-. ¿Usted cree que yo debo responder a eso?

Era evidente que no debía hacerlo. Sennett sólo la usaba como mensajera. ¡Ay, carajo!, pensó Stern en español, viejas palabras, una maldición de la infancia. Sennett y su informante. Parecían saberlo todo. Tal vez no fuera un informante, sino un teléfono intervenido. Un micrófono en la pared. Una cámara oculta. Stern contuvo el aliento. Cada vez sentía más miedo por Dixon. Sonrió, llevado por un reflejo primitivo.

– ¿Qué es lo gracioso? -preguntó ella.

– Oh, creo que hacía tiempo que no manejaba un caso que me diera tanto miedo.

– ¿Miedo?

– La palabra correcta. Nunca había participado en una investigación donde recibiera menos información.

– ¿Del gobierno?

– Claro. Ustedes no han confirmado formalmente a quién se investiga ni por qué delito.

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