Scott Turow - El peso de la prueba

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Stern se recostó en la portezuela para observarla. El bourbon lo había entibiado y embriagado un poco.

– ¿ Qué es esa historia que quieres contar? Detecto una gran desdicha.

– ¿Ah sí?

– Debes perdonarme. Supongo que he sido demasiado brusco.

– Pues sí -replicó ella.

Stern se sintió atemorizado. Había ido demasiado lejos. Estaba en un acantilado con esa chica. En cualquier momento ese aire de intimidad se esfumaría y ella volvería a ser una muchacha rica, fuera de su alcance. Sabía a qué se había referido ella antes: que no sabía cómo tratarlo. Como toda hija de familia rica, demostraba cierto desdén: en cualquier momento podía arrojarlo a un millón de kilómetros de distancia.

– No me considero una persona feliz -reconoció Clara-. Soy muy tímida. Excepto contigo. -Sonrió-. ¿Tú eres feliz?

– Disfruto con mi trabajo. Quiero a mi hermana. Pero no, no me considero una persona de carácter alegre.

– Eso imaginaba -dijo ella. Ambos callaron. Clara Mittler añadió-: Voy a contártelo todo.

Él aguardó un instante antes de decir:

– De acuerdo.

24

– ¿Mel? Soy Sandy Stern -dijo por teléfono.

– ¡Sandy! -exclamó Mel, con su efusividad habitual.

Cara a cara, Tooley presentaba un semblante radiante de buena voluntad. En cuanto le dabas la espalda, desenfundaba el puñal y empezaban los problemas. Un tío maligno. Tooley afirmaba que era irlandés -en esta ciudad, como en muchas otras, constituía una ventaja política, sobre todo para un abogado-, pero el tono oscuro de su tez indicaba un origen más meridional. Mel usaba peluca -tupida, oscura y rizada como la pelambre de un perro de aguas-, un hábito que Stern, a pesar de sus intentos de tolerancia, encontraba desagradable y engañoso. El hombre sudaba en abundancia y en consecuencia se bañaba en colonia. También le sobraban bastantes kilos. Stern no era quién para criticar ese defecto, pero Mel, con sus dimensiones vacunas, aún llevaba trajes cruzados y pañuelos de colores chillones y se negaba a aceptar la realidad. Se ponía camisas ceñidas y el velludo vientre se le abultaba entre los botones. Su sonrisa aceitosa sugería la absoluta convicción de que era un tipo agradable.

Stern lo había tratado durante años cuando Tooley era fiscal, una relación espinosa marcada por crudos enfrentamientos. Mel era taimado, una excepción en una oficina donde la mayoría de los abogados eran abiertamente agresivos pero en general respetuosos de las reglas y los derechos. El más serio enfrentamiento entre los dos se había producido cinco años atrás, cuando Stern representaba a un contratista a quien Tooley, con típica desesperación y malicia, esperaba inducir a testificar contra dos caballeros de apellido italiano. El contratista había recibido inmunidad, pero insistía en una versión de los hechos que incluso Stern consideraba improbable. Cuando Stern y el cliente comparecieron ante el gran jurado, el estoico contratista palideció de pronto; sudaba a mares. Era miembro de una congregación católica, padre de nueve hijos, y Tooley había hecho sentar a la ex amante del contratista en el banco, fuera de la sala de audiencias. Para proteger a su cliente, Stern, siempre reacio a criticar públicamente a otro abogado, tuvo que presentar una queja disciplinaria ante el Comité Ejecutivo del Tribunal de Distrito. Los jueces chasquearon la lengua y sermonearon a Mel, pero al fin el contratista testificó tal como deseaba Mel. Tooley fue quien rió último. Frente a frente, afirmaba que no guardaba rencores y elogiaba la habilidad de Stern. Pero en un mundo donde el ego tenía tanto peso, no convenía dar fe a sus palabras. Stern aún se preguntaba cómo había caído John en manos de Tooley.

Tooley comentó que estaba a punto de llamarlo y Stern pensó que nada debía de estar más lejos de la verdad. Naturalmente, Tooley deseaba que MD pagara su minuta. Quería un anticipo de 15.000 dólares, un poco excesivo para un profesional de la edad de Tooley, pero era lo que Stern habría esperado. Charlaron sobre el caso. Stern no comentó nada sobre la cuenta de errores, debía suponer que cada palabra iría a oídos de los fiscales y sería usada como Tooley creyera conveniente, para ventaja de John o simplemente como manera de buscar favores para el futuro. Stern describió los albaranes de pedido que buscaba el gobierno y dijo que los fiscales parecían creer que Dixon había ganado dinero ilegalmente.

– Al parecer creen que esos pedidos se entregaron a John -dijo Stern.

– ¿Fue así? -preguntó Tooley, como si no pudiera hacerle esa pregunta al cliente-. Es decir, no tengo documentos para examinar. Me gustaría ver lo que tú hayas conseguido.

Stern redactó una nota y le dijo que los enviaría.

– Desde luego -prosiguió Stern con infatigable instinto-, tal vez recibió esos pedidos pero no los recuerda, dado el ajetreo diario. No sé si es una posibilidad o no, pero una persona razonable lo comprendería. -Tooley era muy rápido y sin duda captó la insinuación, pero no respondió, lo cual Stern consideró de mal augurio-. ¿Qué quiere Klonsky de él?

– En realidad no he hablado con Sonny. Charlé un poco con Stan. -Sennett de nuevo. Stern meneó la cabeza-. Está a cargo de este asunto. ¿Lo sabías? -preguntó Tooley.

Habría estado encantado de sorprender a Stern con la noticia.

– Ya lo he notado. Supongo que sigue su propia agenda.

– Como de costumbre -comentó Tooley, sumándose fraternalmente a las quejas de todos los abogados defensores ante el actual fiscal. Desde luego, Tooley sólo fingía. Había trabajado para Sennett más de un año antes de entrar en la práctica privada, y durante este tiempo Stan lo había ascendido a jefe de la División de Investigaciones Especiales. Stan había transformado a Mel en un personaje de peso. Por alguna razón Tooley lo había escogido como punto de contacto-. ¿Qué te parece la grácil Sonny? -preguntó Mel, obviamente evasivo-. Es notable, ¿verdad?

– ¿Klonsky? -preguntó Stern-. No había oído ese nombre.

– Es mi apodo. Todos le ponen un apodo. Está allí por culpa mía, ¿sabes? Yo la contraté antes de irme de la oficina. Es decir, Stan la contrató, pero yo la entrevisté. Pensé que tenía agallas. ¿Entiendes?

– Sí -respondió Stern.

Sabía a qué se refería.

– Pero no creo que haya llegado muy lejos. ¿Cuál es la palabra? Ambivalente. No logran que tome decisiones. Siempre se lava las manos. Pero tiene sus puntos buenos. Una mujer bonita todavía tiene una gran ventaja frente a un jurado, ¿no crees?

– Tal vez- masculló Stern.

Mel continuó. Sin duda tenía poco interés en hablar de John.

– En realidad, debería responsabilizarte a ti por contratarla. Yo digo que está allí por mi culpa, pero en realidad es tuya.

– ¿Mía? -preguntó Stern-. ¿Klonsky?

– Acabo de acordarme. Le pregunté por qué quería ser abogada y me contó que cuando estaba en su primer año de carrera presenció todos los días el juicio de Sabich. Le encantó verte en acción. Te describió de un modo especial. Habló de «prestidigitación», creo. Me pareció un modo elegante de expresarlo.

Ya lo creo, pensó Stern. Tooley se debía de haber desternillado de risa.

– Así que eres su ídolo, Sandy. Apuesto a que siente calores cada vez que la visitas.

– Pues no lo he notado.

– Con ella nunca se sabe. Es una persona muy emocional. ¿Ya te ha hablado de su fracasado esposo?

– No -replicó Stern, que se sentía cada vez más aliado de Klonsky. Mel sólo lograba mejorar la opinión que Stern tenía de esa mujer.

– Lo hará – advirtió Mel-. Se lo cuenta a todo el mundo. El marido es cartero. Lo digo en serio. Escribe poemas y reparte cartas. El tío se cree Omar Jayam o algo por el estilo. Parece que está más chiflado que ella. Mientras yo estaba allí no dejaba de repetir que se divorciaría de él. Ahora está inquieta porque su reloj biológico está dando la alarma. En fin -dijo Mel hartándose del tema-. Sé amable con ella, Sandy.

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