Scott Turow - El peso de la prueba

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– Sandy.

Ella sonrió y bajó del coche, llevando una bolsa brillante de una tienda.

Stern se quedó de pie en la hierba. Llevaba los pantalones del traje y una camisa hecha a mano con un monograma sobre el bolsillo; se había quitado la corbata. Aún llevaba la carta de Marta en la mano. Explicó a Fiona que la había confundido con Nate.

– Hoy me llevé su coche. El mío hace ruido cuando pongo el aire acondicionado.

– Ah -dijo Stern, meciéndose sobre los talones.

Nunca sabía qué decir ante Fiona.

– A propósito, hay una cosa que quería mostrarte. Entra un momento.

Fiona enfiló hacia la puerta con la llave en la mano, sin darle oportunidad de rehusar.

Stern la siguió a regañadientes por la vereda de gravilla. ¿Qué nueva traición de Nate deseaba revelarle? Fiona dejó el paquete en una mesa y encendió algunas luces. Stern alegó que tenía una cita, pero Fiona, previsiblemente, fingió no haberlo oído.

– Esto es curiosísimo -comentó-. Ven arriba. Quiero que lo veas. -Fiona se detuvo para liberar al perro, que estaba encerrado en la cocina. Stern no aceptó la copa que le ofreció, pero Fiona se sirvió un bourbon con hielo y engulló la mitad de golpe, como si fuera agua-. Hace muchísimo calor -se quejó.

Entretanto el perro saltaba de aquí para allá, hasta que un regaño lo apaciguó y los siguió en silencio hacia la escalera.

Arriba, Fiona abrió la puerta del dormitorio y entró en el cuarto de baño. Stern titubeó. Estar en el dormitorio de una mujer resultaba estimulante. No era tanto la cama como la intimidad de la escena. La habitación pertenecía inequívocamente a Fiona, con sus adornos de crepé de China y sus tonos rosados. Había un fuerte aroma de cosméticos y colonias, olores dulzones y muy norteamericanos. Había una bata clara tirada como una invitación inconsciente junto a la cama, sobre el brazo tapizado de un sillón, sugiriendo una forma lánguida.

– Aquí está -anunció Fiona-. Ven. -Estaba en el cuarto de baño, con la puerta entornada. Cuando Stern la abrió, Fiona estudiaba un saquito de papel. Había dejado el vaso en la repisa-. Descubrí esto la semana pasada. No logré entender por qué Nate guardaba en su botiquín algo con el nombre de Clara.

El sorprendido Stern se lo arrebató de la mano: el saco con el anagrama de una cadena farmacéutica local. Dos recibos impresos con ordenador, pequeñas etiquetas que reunían cómodamente toda la información requerida por los servicios médicos y las compañías de seguros, estaban atados al borde del saco, superpuestos. En el superior aparecía impreso el nombre de Clara, con teléfono y dirección. En el interior había un frasco. Era inútil preguntar a Fiona por qué hurgaba en el botiquín del marido. Sin duda había realizado muchas de esas incursiones: los bolsillos de los trajes, el periódico, la papelera. Fiona no tendría problemas con las tácticas carentes de escrúpulos que requerían las hostilidades de un juicio por divorcio.

– «Indometacina» -leyó Stern-. Creo que esto es para la artritis de Clara. Nate me dijo que le había traído un poco.

Fiona lo miró extrañada.

– Si se lo trajo a ella, ¿qué hace en la bolsa?

Stern soltó un gruñido. Fiona tenía razón. Pero la respuesta era evidente. Nate había hecho preparar dos recetas, por eso había dos etiquetas. Cuando Stern miró la de abajo, vio la palabra «Acyclovir» y el corazón le dio un vuelco. Sacó el frasco marrón de la bolsa. ¿Por qué demonios necesitaba Nate Cawley este medicamento?

– ¿Qué es? -preguntó Fiona.

Stern examinó la etiqueta del frasco. En el blanco que seguía a la palabra «Paciente» decía «Dr. Nathan Cawley», y allí estaban impresos la dirección y el teléfono del consultorio de Nate. «85 CÁPSULAS DE 200 MG DE ACYCLOVIR. DOS (2) CÁPSULAS CINCO VECES AL DÍA DURANTE CINCO DÍAS. LUEGO UNA (1) CÁPSULA CINCO VECES DIARIAS, SI ES PRECISO.» El doctor se había recetado a sí mismo.

Stern se volvió hacia Fiona.

– ¿Nate toma estas píldoras?

Ella se encogió de hombros.

– Supongo que sí. Éste es su botiquín. ¿Qué son?

– Acyclovir -respondió Stern, pronunciándolo tal como Peter cuando le explicó que el medicamento a menudo lograba reducir el período activo de la infección; del herpes.

Ella quiso coger el frasco y Stern se lo impidió. La receta estaba fechada dos días antes de la muerte de Clara. Sacudió el frasco. Casi vacío. Quitó la tapa y arrojó el contenido en un papel. Quedaban seis cápsulas. Había consumido setenta y nueve. Stern reflexionó: Nate empezó a tomar el medicamento más de una semana y media después de la muerte de Clara. Miró las cápsulas amarillas con intensidad. Llevaban el nombre del laboratorio.

– Sandy, ¿de qué se trata? -insistió Fiona.

Claro, pensó Stern. Lo había sabido, ¿verdad? Ahora lo tenía delante de los ojos. Las mentiras de Nate, sus evasivas, eran signos clásicos. A todas luces había algo que Nate no quería revelar ni comentar. Allí estaba. No sólo lo que había afectado a Clara. Sino el hecho de que Nate, que continuó consumiendo las cápsulas después de morir ella, había contraído la enfermedad. Se había requerido un verdadero acto de voluntad, una terquedad deliberada para no reconocer el papel de Nate. A fin de cuentas, habían existido obvias oportunidades para la iniciación de esta aventura. «Por favor, quítese la ropa por encima de la cintura y póngase la bata. El doctor estará con usted dentro de un instante.» Un calzonazos exaltado como Nate tal vez encontrara una irresistible atracción en el porte callado e inescrutable de Clara. Sí, y sin embargo parecía -si él podía afirmar que conocía mínimamente a su mujer- que una cosa así con Clara habría requerido tiempo, oportunidades, confianza, un avance gradual. Era sin duda alguien a quien ella conocía bien. Oh, sí. Nate visitaba a Clara por la mañana, había dicho Fiona tiempo atrás.

– Sandy -insistió Fiona-, por amor de Dios. ¿Para qué son las pastillas?

Aún tenía el frasco en la mano y miró de nuevo la etiqueta. Esa mujer tenía derecho a saber.

– Herpes -dijo.

– Herpes -tartamudeó Fiona. Retrocedió boquiabierta-. Demonios, ese hijo de perra.

Con un jadeo repentino, Fiona, tan imprevisiblemente como la vez anterior, rompió a llorar.

– Sentémonos un momento.

Stern guardó las pastillas, puso el frasco en la bolsa y lo dejó en un estante del botiquín de Nate. Luego llevó a Fiona al dormitorio y se sentó con ella en la cama. La colcha era de tela gruesa, color malva, con ribetes en los bordes. Fiona intentaba recobrarse. Se secó los ojos maquillados con el dorso de las manos. Stern extendió el brazo para consolarla y por un instante ella se le apoyó envolviéndolo en el aroma de sus perfumes. En cuanto le cerró la mano sobre el hombro delgado, Stern tuvo esa idea, sin saber de dónde venía. Un instinto malicioso, supuso, aunque parecía que había estado presente por algún tiempo, en germen.

Fiona se levantó para buscar un pañuelo, pero se sentó de nuevo al lado de él.

– Herpes -masculló. Stern, por el rabillo del ojo, advirtió una fugaz sonrisa de Fiona: lo tenía merecido, ese bastardo lo tenía merecido. Luego se volvió hacia Stern-. ¿Me voy a contagiar?

– Depende.

– ¿De qué?

– Del contacto.

– ¿Contacto?

Fiona no comprendió y lo miró irritada.

Stern buscó las palabras apropiadas. Menudo trago. Los abogados de divorcios tenían que hacerlo constantemente. Tal vez se mostraban crudos y directos. «¿Cuándo fue la última vez que te la metió, querida?»

– No quisiera ser grosero…

– ¿Te refieres a nuestra vida sexual, Sandy?

– Así es.

– No muy activa.

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