Scott Turow - El peso de la prueba

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– Kate, ¿estás bien? -preguntó de nuevo.

– Bien -respondió ella.

Sólo iba al lavabo. Se tocó el vientre y añadió que era la tercera vez.

– ¿Pero todo lo demás…?

– ¿Te refieres a John? -Kate hizo una mueca y se tocó de nuevo el vientre. Iba a hablar pero se contuvo-. No debería decir nada.

Kate había recibido instrucciones. Estaba al corriente de todo. Conocía los datos y los procedimientos. Tal vez supiera más que él.

– De acuerdo. Sólo quería tranquilizarte.

– Papá…

– Tengo experiencia en estas situaciones, Kate. Confía en mí. Todo saldrá bien.

– Ojalá, papá.

– Debes tener paciencia. Tal vez esto dure más de lo que quisiéramos. Pero no te preocupes.

– Papá, por favor. Empiezas a hablar como mamá. Ella nunca quería que me preocupara. «No te preocupes, Kate, no te preocupes.» -Kate alzó las manos, irritada-. A veces me pregunto si temía que la preocupación me fuera a derrumbar o algo parecido.

Stern reflexionó sobre esta extraña queja, sin saber cómo responder.

– No es tan fácil, papá, créeme -suspiró Kate con cierta angustia, bajando otro escalón-. Tengo que ir al lavabo -añadió, partiendo en esa dirección.

Stern la miró con asombro. ¿A qué venía esa última frase? Pero creía entender por qué estaba tan alterada. No sólo se inquietaba por John, sino también por él. Al igual que su padre, Kate sabía más cosas acerca de John de las que hubiera querido. John seguía adelante, dormía de noche, pero su esposa no podía pegar ojo. Stern rezongó en voz baja. Cuando salió al aire de la noche, la multitud celebraba una fabulosa jugada del catcher Tenack. Al subir, Stern había visto pasar la bola como una estrella fugaz.

Siguiendo un acuerdo previo, Rob y Maxine fueron a pasar la noche en casa de Kate y John, una oportunidad para una visita más íntima. Helen, sintiendo las aprensiones de una madre ante la casa vacía, le suplicó a Stern que se quedara con ella.

– Sólo para dormir -dijo Helen, que parecía muy cansada.

En su habitación, Helen se quitó la ropa sin ceremonias, la dejó en el suelo y se tendió desnuda en la cama. Stern sabía que le gustaba desnudarse sin temor de que él la escrutara bajo la fuerte luz del techo. Mira lo que quieras. Helen se había esforzado, pero a decir verdad parecía algo maltratada por la experiencia: abotargada y floja aquí y allá, las piernas con varices hasta el trasero. Estas observaciones no eran críticas. Stern mismo no era un gran ejemplo de estado físico, aunque él no había tenido que soportar dos embarazos. Últimamente le había turbado descubrir pelos blancos en el pubis. Pero él y Helen se aproximaban al mismo punto: no estaban en las últimas, pero sí maltratados, vacilantes, perdiendo la batalla ante las fuerzas superiores de la física, la gravedad y el tiempo. Estos elementos quedaban más allá de la voluntad de Helen.

Stern, que aquí había desarrollado su propia rutina, tapó a Helen, echó al gato y cerró las puertas. Pero no las tenía todas consigo. Podría ser catastrófico para Dixon que John estuviera en manos de un abogado hostil; pero durante décadas había podido acallar estas preocupaciones de noche. Al dormirse, pensó un instante en Kate, transformada por el mundo de las preocupaciones adultas, y luego en Nate Cawley, a quien todavía debía acorralar. Mañana lo pillaría. Stern no atinaba a dormirse del todo. Al final fue una noche de sueños inquietos. En uno de ellos, Stern, desde el suelo, veía un pájaro yerto en la nieve, bajo las ramas de un pino. Una mano de mujer levantaba el pájaro, un objeto maltrecho con plumas negras y blancas. La mujer acariciaba el pecho del pájaro y afirmaba que tenía el ala rota, pero que sanaría. La voz era risueña como un gorjeo. Al despertar en la habitación de Helen, con la fuerte luz de la mañana reflejada tras las gruesas cortinas, Stern no recordó nada de esa mujer salvo la alentadora predicción. Helen seguía dormida. Stern le tocó el hombro, pero tenía la certeza de que la voz, el gorjeo que había oído en el sueño, no era de ella.

23

Kate le había comprado a Stern un contestador automático. A pesar de su amor por los aparatos, él había jurado que nunca se compraría uno. Ya era un esclavo del teléfono y además le molestaba oír su voz grabada, su acento se notaba más de lo que él imaginaba. Pero no podía despreciar la generosidad de su hija. Casi todos los días Kate dejaba algún mensaje alentador en la máquina (últimamente, con los problemas de John, a Stern le parecía detectar un tono sombrío en el saludo de Kate); Helen a menudo también grababa alguna palabra de ánimo, de modo que Stern, casi contra su voluntad, ansiaba llegar a casa para jugar con los botones. Esa noche, sin embargo, la primera voz que oyó fue la de Peter. «Es tiempo de pedir hora para el análisis de sangre.» Típicamente directo… e indiscreto. Aunque la casa estaba vacía, Stern se acercó a la máquina para bajar el volumen.

Pero el mensaje le sirvió para recordar otra cosa. Junto a la ventana, aguardó a Nate Cawley. Había pasado varias noches trabajando ante la mesa del comedor con la esperanza de sorprender a Nate cuando llegara, pues había perdido toda esperanza de hablar con él por teléfono. Mientras esperaba, abrió la correspondencia. Una breve nota de Marta le recordó que llegaría dentro de un par de semanas, hacia el Cuatro de Julio, para seguir revisando las pertenencias de Clara.

Marta era lacónica en sus cartas, pero se había acostumbrado a llamar de noche, y a veces despertaba a Stern para entablar conversaciones largas y reflexivas. Marta seguía pensando en la muerte de Clara, que la enfrentaba a una enorme transformación. En sus vicisitudes, que contaba de buena gana, como de costumbre, Stern encontraba más cosas en común con la hija mayor. Sentado en la cama, escuchaba sus murmullos soñolientos pero intensos.

Marta siempre había sido una persona de carácter sombrío; Stern no podía recordarla como juguetona. Incluso a los siete u ocho años, parecía desconcertada por el orden de las cosas. ¿Por qué una mujer se casa con un solo hombre? ¿Por qué comemos animales si está mal tratarlos con crueldad? ¿Dios puede ver dentro de las cosas o sólo la superficie? Stern valoraba mucho más que Clara el aspecto contemplativo de Marta y se sentía conmovido por sus luchas internas. Era la hija a quien se sentía más unido. Segundo en su propia familia, comprendía sus ocasionales enfrentamientos con Peter, su abierto -aunque fugaz- rencor hacia el hermano.

Le había complacido que ella estudiara derecho, no sólo porque le halagaba que lo imitaran, sino porque la ley, con su sustancia, sus veneradas tradiciones y su implacable análisis de las relaciones sociales, parecía capaz de brindar algunas respuestas a las preguntas que tanto inquietaban a Marta. Pero ni el estudio ni el ejercicio de la abogacía habían apaciguado sus cavilaciones e incertidumbres. Rindió examen profesional en cuatro Estados antes de decidirse por Nueva York; había encontrado tres empleos antes de aceptar el actual, el peor pagado, el menos seguro y prometedor. Era una profesional soltera en Nueva York, atrapada en el remolino consumista de la ciudad -los últimos restaurantes, tiendas y eventos-, pero de noche había un franco tono de privación. No tenía éxito con los hombres, estaba atascada en su carrera, desconcertada por la vida, sola. Stern examinó la carta, pensando en su hija. La apasionada, turbada y anhelante búsqueda de Marta distaba de haber concluido.

Por la ventana, contra el magnífico cielo del atardecer, al fin vio el BMW deteniéndose en la calzada de los Cawley. Stern salió y a medio camino vio que lo conducía Fiona. Se paró en seco.

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