Scott Turow - El peso de la prueba

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Además, siempre había algo nuevo, como un premio. Un día ella le acariciaba las tetillas mientras él la penetraba. En otra ocasión ella alzaba las piernas y le guiaba las manos para que los pulgares de Stern la acariciaran abajo mientras él la penetraba. Ella se acostaba de bruces, de costado. Se sentaba sobre Stern en una silla del comedor. Desnudo, estimulado, él se arrastraba entre los muebles mientras su compañera lo instruía en el preludio de la última innovación. Una vez él comentó que la combinación de agotamiento sexual con posturas exóticas lo amenazaba con un ataque al corazón.

– Estás en buena forma -replicó Helen, acariciándole la entrepierna con admiración.

Stern notaba que Helen estaba orgullosa de su papel de pionera e instructora. Pero a veces lo abrumaban estas extravagancias. En la habitación de ese hotel, la tarde en que habían recibido la peculiar bendición de la empleada alemana de la tienda, Helen se situó entre dos cómodas y Stern captó la forma de ambos en la superficie verde pizarra de la pantalla del televisor: un hombre bajo, con la punta del pene en erección asomando por encima del vientre blanco que le colgaba como un saco de harina, las manos aferradas a las chatas nalgas de Helen, agachado y hundiendo la cara y la lengua en los húmedos recovecos de aquel pasaje místico. Parecía un número circense o una fantasía pornográfica barata. La imagen lo acució durante horas, sórdida y fascinante, pero perturbadora. ¿Era un aspecto esencial de su personalidad o la necia imitación de aquello a que otros presuntamente aspiraban? ¿Quiénes eran ellos? Una parte de él se sentía incómoda ante este énfasis en lo físico, que nunca le había parecido el aspecto que mejor dominaba. Pero al margen de sus aprensiones, disfrutaba de estos encuentros. Admiraba la desinhibición y la agilidad de Helen. Le tenía afecto y la deseaba, aunque evitaba darse respuestas concretas en cuanto a sus sentimientos hacia ella.

Sus amigos y conocidos recibían con agrado a Helen. Les evitaba recordar a Clara y su conducta, algo en lo que nadie deseaba pensar. Los Hartnell invitaron a Stern y Helen a una reunión estival que Silvia había organizado en el Greenwood Club. Helen, al principio feliz de que la incluyeran, se hartó del aire pretencioso de aquella velada. Cuando nadie la veía, le hacía muecas a Stern. Esta conducta lo perturbaba, pues estaba acostumbrado a ciertas formalidades. «No te gustarán estas tonterías», le murmuró en una ocasión. La franqueza de Helen resultaba maravillosa y cautivante, pero lo confundía. Ella lo crispaba con sus agudas observaciones. ¿Tenía valentía suficiente para enfrentarse a Helen y su sinceridad? Ella quería saberlo todo acerca de él y luego mejorarlo. En un momento, al alejarse del bar y mirar la enorme tienda que habían montado para la reunión, Stern advirtió que Helen hablaba animadamente con Silvia y se sintió alarmado. De pronto pensó que algo no iba bien. Su hermana era una persona protegida por capas de refinamiento, tal como los pétalos rodeaban el centro de una rosa. Tuvo la sensación de que corría peligro y la sacó a bailar.

– ¿Qué tal? -preguntó Stern.

Silvia sólo conocía a Helen superficialmente, pues la había visto sobre todo en reuniones familiares.

– Una persona encantadora -respondió Silvia con cierta formalidad.

Habría esperado una respuesta similar de Clara, quien sin duda habría considerado que una condesa o una profesora era una compañera más adecuada para Stern. En ese momento Helen se le acercó girando en brazos de Dixon, con un semblante más feliz del que había mostrado en toda la velada. Helen, como la mayoría de las mujeres, disfrutaba de la compañía de Dixon.

– ¿Es él quien está en tantos problemas? -le preguntó a Stern mientras regresaban por la carretera entre las oscuras colinas.

– Sí -respondió Stern.

Con un infalible instinto para saber qué era importante para él, Helen escuchaba con atención todo lo que contaba, pero Stern no recordaba qué había dicho para que ella sacara esta conclusión.

– Bien, nadie lo hubiera dicho. Es un tipo muy divertido.

– Sabe serlo cuando quiere -admitió Stern.

Ella le apoyó la cabeza en el hombro. Clara, criada en la vieja época de las rigideces femeninas, nunca habría sido capaz de este gesto. Stern condujo el resto del camino hasta la ciudad con Helen dormida, un peso cálido y confortante sobre él.

Dos noches después disfrutaban de una velada diferente. Maxine, la hija de Helen, fue a la ciudad con Rob Golbus, con quien estaba casada desde hacía unos meses. Maxine había sido amiga de la infancia de Kate, y Helen propuso que las tres parejas salieran juntas: Kate y John, Maxine y Rob, Stern y ella. Con su típico ingenio, Helen pensó en actividades que gustaran a todos y sacó entradas para un partido de los Tramperos. A Stern le encantaba pasar una noche en el elegante y viejo estadio con paredes de ladrillo y gradas superiores donde a veces llegaban las bolas lanzadas con excesiva fuerza. Pero pronto se produjeron insinuaciones irritantes, como si muchas cosas se dieran por sentadas. Maxine comentó varias veces que Helen y él debían visitar St. Louis, y Stern empezó a sentirse acorralado, mientras que Kate permaneció tensa toda la noche. Cuando Helen mencionó una observación que Stern había hecho esa semana durante el desayuno, Kate se puso nerviosa como una adolescente. Stern, quien todavía consideraba improbables ciertos aspectos de su relación con Helen, se sintió incómodo. En ese momento John se ofreció a ir a buscar refrescos y Stern se levantó rápidamente para ayudarlo.

Cuando pidieron las bebidas en un puesto al pie de las tribunas, ambos guardaron silencio. El lacónico yerno de Stern se caló las gafas para seguir el partido por la televisión que había encima del puesto.

– ¿Cómo anda el asunto? -preguntó Stern al fin, buscando desesperadamente un tema de conversación. Había pensado en preguntar si Kate andaba bien; se le había ocurrido que los problemas de John tal vez contribuyeran a darle ese aire de fatiga.

– ¿El asunto? -preguntó John.

– El gran jurado -dijo Stern, bajando la voz.

– Oh. -John se acomodó las gafas sobre la nariz y siguió mirando la televisión-. Bien.

– Klonsky, la ayudante de la fiscalía, me contó que habías encontrado un abogado.

– Supongo.

John se encogió de hombros. Era momento para los deportes; el resto eran temas aburridos, cosa del trabajo.

– Estás en excelentes manos. Raymond tiene mucha experiencia.

John se quitó las gafas.

– Oh, no me quedé con él. Tengo a un tío llamado Mel.

– ¿Mel? -preguntó Stern- ¿Mel Tooley?

Era un artículo de ética profesional no hablar mal de ningún otro abogado ante un cliente, pero Stern no pudo disimular su rechazo. Mel Tooley no figuraba en la lista que le había dado a John. La única lista de Stern donde Tooley podría figurar sería una que nombrara a la hez de la tierra. Tooley, que había sido jefe de la División de Investigaciones Especiales de la fiscalía federal hasta que inició la práctica privada un año atrás, era uno de esos abogados que parecían atraídos por su profesión porque legitimaba ciertas formas del engaño. Las desavenencias entre Stern y Tooley eran célebres y legendarias. Con razón Klonsky había dicho que le sorprendía. ¿Cómo había terminado John en garras de ese sujeto?

Su yerno recogió la caja que contenía las salchichas y las cervezas y subió por la escalera de cemento para regresar a la tribuna. Stern, consumido por angustias paternales y normas profesionales, lo siguió, recordándose que no era asunto suyo el modo en que John elegía a su abogado, aunque fuera Mel Tooley.

En la escalera tropezó con Kate, que bajaba. Ambos soltaron una exclamación. Stern rió pero ella pareció sobresaltada de verlo, así que Stern le preguntó si estaba bien. En la escalera, con mejor luz, reparó de nuevo en el aspecto de Kate. Llevaba un bonito traje marinero con corbata roja, pero parecía tensa y crispada. Stern sospechó que se debía a algo más que al embarazo. Los problemas de John estaban cobrando su precio. De pronto pensó que ésta era la cara de la verdadera madurez de Kate. Lo que él había esperado tanto tiempo ahora comenzaba. Le tocó la mano.

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