Scott Turow - El peso de la prueba

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– Usted iba a decir qué quería de Margy -dijo.

Klonsky suspiró, pero cuando él la miró había entrelazado las manos y recuperado la compostura.

– Usted iba a hacerme preguntas -corrigió Klonsky.

– Pensé que podría hablarme de la cuenta Wunderkind.

– El número está en la citación.

– ¿Por qué es tan interesante esa cuenta, Sonia?

Ella sacudió la cabeza.

– No hablaré de eso, Sandy.

– ¿Espera que lleve a esa mujer ante el gran jurado sin la menor idea de lo que le espera?

– Le he dicho que ella no es nuestro objetivo. Se lo pondré por escrito, si desea. Si ella nos cuenta la verdad, no tiene nada que temer. Usted sabe cómo funciona esto, Sandy.

– Pero tantos secretos…

– Órdenes del médico. Así es como procederemos.

Se refería de nuevo a Sennett. Stern no pudo contener un gruñido. Desde el principio le había parecido un asunto de excesiva importancia para que lo manejara una ayudante sin experiencia. Ahora veía que Stan Sennett estaba entre bambalinas, tirando de los hilos, moviendo las palancas, excitado ante la idea de que un caso llevara su nombre al Wall Street Journal y provocara un revuelo en ese reducto de ladrones de la bolsa, tal como él los consideraba, con su palacio de granito junto al río.

Sennett era un individuo enjuto y menudo, carente de humor, con el físico magro y pequeño de un corredor. Estaba casado con una abogada testamentaria llamada Nora Sennett, una mujer ascética de semblante huraño. Stern siempre los imaginaba en un hogar inmaculado y sin muebles, comiendo cuidadosamente y saliendo a correr los fines de semana. Stan había empezado como representante de la Oficina Fiscal del condado bajo Ray Horgan, pero había querido ir a California y se había unido al Departamento de Justicia de San Diego, donde gozaba de buena reputación. Había sido bien recibido como fiscal federal: era inteligente, experimentado y más o menos independiente del alcalde y sus influencias políticas.

Sin embargo, uno de los tristes datos de la reforma política en todas partes era que la honradez no constituía el único atributo del buen gobierno. Sennett era un burócrata hosco, una persona de fuerte disciplina pero de coraje y visión limitados, un personaje típico de las fiscalías. Actuaba como si no creyera que ocupaba su importante puesto. A juicio de Stern, era una peligrosa mezcla de atributos para un poderoso: vano e inseguro, apresurado en juicios que no siempre eran correctos, y difícil de disuadir. Cuando alguien le presentaba un problema, le pedía misericordia o simplemente intentaba aclararle un punto, Sennett escrutaba al interlocutor con ojillos brillantes y hostiles. En cuanto el otro terminaba su exposición, le daba una respuesta negativa. Pocas palabras de explicación, escasa calidez. Ningún argumento. Se levantaba, tendía la mano y lo acompañaba hasta la puerta.

Ahora usaba a Klonsky como instrumento: a pesar de las apariencias el caso pertenecía a Sennett. Stern se preguntó si Klonsky sabría que la dejarían de lado en cuanto las luces de las cámaras llenaran la sala. Stern se sintió embargado por sombríos presentimientos. Sennett no cejaría fácilmente en su cacería; Dixon, a pesar de sus maniobras evasivas, tendría que enfrentarse a una lucha larga y sangrienta. Sumido en estas reflexiones, Stern cogió la cuenta.

– Oh, no-protestó ella.

Mientras caminaban hacia la puerta, Klonsky insistió en pagar su parte. Stern comprendió que era una cuestión de principios y le aceptó dos dólares. El desgreñado Duke aceptó el dinero y con su fuerte acento les pidió que regresaran.

En el exterior, Stern le dio la mano y le dijo que Margy y él la verían el martes siguiente. Ella lo miró con aire de ambigüedad y arrepentimiento.

– Gracias por invitarme. He disfrutado de la conversación.

– También yo.

La saludó con un seco gesto de cortesía: Alejandro Stern, el caballero extranjero. Ella sonrió, aferró las carpetas y echó a andar hacia el nuevo edificio federal de esa manzana. Las palomas de cabecita gris y brillante echaban a volar a su paso y una ráfaga de aire que salía de una rejilla de la acera le agitó la falda. Stern tuvo el presentimiento, claro como la llegada de la primavera, de que estaba solo. Los asuntos habituales del día, el tribunal, sus hijos, no servían. Como la náusea o el hambre, una arraigada sensación física de desconexión lo dominó, tal como en ciertas mañanas, y para su sorpresa se quedó un rato mirando cómo la figura de Sonia Klonsky, empequeñecida por la distancia y la debilidad visual de la vejez, se perdía entre las formas oscuras de la calle.

22

De noche veía a Helen, con mayor frecuencia cada semana. La lógica parecía irrefutable. ¿Por qué permanecer solo en una casa vacía cuando la simpática Helen estaba disponible? Un instinto de adolescente le advertía que se dirigía con demasiada prisa hacia un destino indeseable. Pero ella era muy agradable y nadie en su sano juicio hubiera escogido la soledad. Stern tenía cincuenta y seis años y el tiempo no se detenía.

Como un adolescente, aprovechaba cualquier oportunidad para acostarse con mujeres. En los Estados Unidos de fin de siglo, parecía que así era como hombres y mujeres se presentaban respetos. Al demonio con los mensajitos y las flores. ¡Hagámoslo! Una tarde Helen se reunió con él para comer en el club de Morgan Towers. En esa envarada atmósfera de camareros con chaqueta recamada, donde conversaban banqueros y hombres de negocios, Helen le cogió la mano y dijo: «Fóllame, Sandy». Había bebido una copa de vino y tenía los ojos muy verdes.

¿Se resistió Stern? Claro que no. A la una y media de la tarde alquiló una habitación con su propio nombre en el hotel Gresham, enfrente. Estaban en el ascensor cuando Stern recordó que le faltaba un artículo imprescindible. En la tienda del hotel, la empleada resultó ser -¡desde luego!- una anciana con traje chaqueta y fuerte acento alemán. Ya mareado por la pérdida de las inhibiciones y el vino, Stern se armó de valor para pronunciar claramente:

– Preservativos.

– Ahora mismo. -La mujer cabeceó mientras buscaba en el laberinto de anticuados armarios donde estaban ocultos los condones. Al fin le ofreció una caja con diferentes marcas-. Es prudente usarlos -añadió, con la típica cordialidad de hotel. En el ascensor, Stern y Helen no pudieron contener la risa. Esa frase se había transformado en una consigna para los dos. En los momentos más íntimos, Helen murmuraba: «Es prudente usarlos».

Hacer el amor con Helen era una empresa jovial y a menudo educativa. Ella había leído todos los libros y practicado todas las maniobras. No se perdía nada. Algunas sorpresas de Stern eran consecuencia de haber pasado treinta años con una sola amante, con todas las zonas de exploración establecidas. Quedó desconcertado la primera vez en que Helen se zafó de su abrazo, lo tendió de espaldas y se movió hacia abajo. Al principio Stern pensó que era objeto de una inspección visual, una perspectiva curiosamente excitante, pero pronto ella se puso a manipular con la boca y los dedos, y las maravillosas sensaciones le recordaron a Stern el proceso de arrancar música a una flauta.

– ¿Te ha gustado? -preguntó Helen después.

– Las alas de una paloma -respondió él.

Pero, al margen de su falta de experiencia, lo desconcertaba el disciplinado interés de Helen por el acto sexual. Eso no era una queja oblicua acerca de Clara. A pesar de las carencias que ella sufriera -de las cuales ahora tenía pruebas indudables-, Stern nunca se había sentido insatisfecho. Pero el momento de las relaciones íntimas era supremo para Helen, quien se sumía en una especie de ensueño que Stern a veces experimentaba en los museos. Ambos eran el objeto a observar, un fenómeno puro: dos cuerpos rosados y palpitantes, la verga reluciente que entraba y desaparecía. Él observaba con la franca aprobación de Helen. Ella bajaba la mano para estimularlo más.

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