Scott Turow - El peso de la prueba

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¿Qué hacía allí? Había despertado con una sensación de esperanza. La idea de conducir a través de los valles ondulados, cruzar la frontera estatal y abandonar la congestión de la vida urbana le inspiró sentimientos alentadores. Ahora, en el intenso calor de la llanura, estaba lleno de dudas. ¿De verdad había conducido dos horas para entablar una conversación de quince minutos que nunca tendría lugar? Sólo lograría causar embarazo a ambos. Tal vez Sonny se lo había pensado mejor y había resuelto no ir. Se sentó en el maletero del coche de cara al sol -el primer asomo del bochorno estival – y luego, cuando el calor se hizo sofocante, echó a andar de nuevo hacia la cabaña.

No debía de tener más de dos o tres habitaciones. Hacia el cauce seco, estaba rodeada en dos lados por un porche en el que habían reemplazado la mitad de las planchas deterioradas; soportes verduscos sostenían el techo. En la esquina más lejana, donde arbustos silvestres y otras plantas de la hondonada se elevaban contra la casa, habían colocado un trasto redondo en el porche. Stern se agachó para inspeccionar las perillas y las mangueras de goma; tenía una cubierta de lona.

Estaba allí cuando oyó chasquidos en la grava. Sonny Klonsky bajaba la escalera desde el camino. Tenía en los brazos dos bolsas de comida y media docena de libros infantiles, y cuando vio a Stern no se molestó en saludarlo sino que le dirigió una severa mirada de exasperación. La puerta de la cabaña no tenía llave y ella entró. Al parecer el viaje había sido demasiado largo para una mujer encinta.

Cuando Stern se volvió, un niño de cinco o seis años lo miraba. Llevaba una camiseta a rayas y tejanos, tenía los ojos oscuros y pecas, el cabello sedoso y cortado en flequillo, y una mirada de sombría curiosidad.

– ¿Sam? -preguntó Stern.

Nunca sabía cómo recordaba esas cosas.

El niño raspó la tierra con el pie y se alejó. Stern subió por las vigas clavadas en la tierra, que formaban una escalera, dispuesto a saludar al padre de Sam. El niño había trepado al asiento delantero de un viejo Volkswagen amarillo, un descapotable, donde no había más pasajeros. Stern le preguntó por el padre y el niño murmuró algo.

– ¿No viene? -preguntó Stern.

Sam, bajando la barbilla, meneó la cabeza.

– No -dijo Sonny detrás de Stern, caminando con fatiga hacia el sol-. El climaterio del poeta o algo por el estilo. El arrebato de inspiración.

Sacó a Sam del coche y se lo presentó a Stern. Luego buscó algo en el asiento trasero. Allí había dos sacos de dormir, más comida y una maleta blanda. Stern la ayudó a llevar las cosas hasta la cabaña.

– Espero que no haya hecho este viaje sólo por mí.

– He venido por Sam -dijo Sonny. Al entrar en la maloliente cabaña, se volvió hacia Stern con aire de irritación-. Y su padre puede ir a que le den por el culo.

– Vaya -exclamó Stern.

– Vaya -repitió Sonny.

Arrojó los bártulos en una mesa desvencijada. La cabaña era un sitio sencillo. El suelo de madera estaba pintado, los montantes tenían paneles de pino nudoso. En la habitación central había una mesa redonda y sillas pintadas, una cama de matrimonio con cabezal de hierro forjado y una colcha de felpilla. A la izquierda había un cuarto de baño viejo y sucio y otra habitación pequeña.

El niño gimoteaba quejándose de algo.

– Sí, vale.

Ella abrió una ventana y regresó a la puerta. Stern oyó sus pesados pasos en el porche y luego un rumor profundo debajo del suelo de la cabaña. Desde la ventana trasera vio la cresta boscosa de la hondonada, los matorrales coronados de luz. El viento llevaba un maravilloso aroma.

– ¿Son frambuesas? -preguntó Stern cuando ella regresó.

– Oh, sí. El campo de fresas también está allá, cien metros más lejos. Toda una extensión. Endulzan el aire, ¿verdad?

– El perfume es espléndido.

– Espero que no le importe, pero prometí a Sam que lo llevaría a recoger fresas después del almuerzo. Algunos de nosotros hemos sufrido varias decepciones hoy.

Miró de soslayo al niño, que sin duda estaba enfadado con el padre.

– Desde luego.

– Puede usted venir. También puede echar un vistazo al pueblo.

Stern no respondió, pero no tenía la menor intención de irse. Stern no disponía de un guardarropa para la vida al aire libre. Llevaba pantalones de golf y una camisa de algodón con un animal bordado en el pecho. La ropa informal no le sentaba bien. Aun en los colores oscuros recomendados para la gente entrada en carnes, su figura tenía malas proporciones y parecía una cereza. No obstante, estaba al aire libre, listo para la aventura.

Sonny hurgó entre sus bártulos hasta dar con un frasco de mantequilla de cacahuete y se sentó ante la mesa para preparar el bocadillo del niño. Ofreció el almuerzo a Stern, pero él había comido en el camino. Al mirarla, se veía el peso de muchas responsabilidades: abogada, cuidadora, viajera de fin de semana, mujer embarazada. La discusión con el marido -al parecer bastante seria- la había agotado. Parecía tener el abdomen un poco contraído, caminaba pesadamente, sin gracia. En el denso aire estival, tenía las mejillas rosadas y la cara bonita y carnosa casi irradiaba calor. Llevaba pantalones cortos y una blusa sin mangas. De vez en cuando se apartaba el cabello del cuello para refrescarse.

Cuando Sam fue a la mesa, asaltó la comida sin lavarse las manos. Callaba en presencia de ese extraño y sólo quebró el silencio para preguntar:

– ¿Lo has hecho?

– Sí – resopló ella, como si se rindiera. Sonny explicó que Sam estaba enamorado del jacuzzi. Mientras el niño comía, Stern se interesó por la cabaña, con qué frecuencia iban allí. La propiedad, el campo de fresas incluido, había pertenecido a los padres de Charlie, gente bien situada que la usaba como retiro de verano. Cuando se mudaron a Palm Springs, Charlie sólo había querido esto, una choza que había albergado a trabajadores emigrantes antes que el padre de Charlie la transformara en un refugio para él. Charlie, explicó Sonny, conservaba la filosofía de la década de los sesenta y consideraba que los bienes materiales eran un fastidio.

– Hay una especie de trato. Cuando los Brace vendieron la finca, todos convinieron en que la familia siempre podía coger los frutos del campo para consumo personal. Usted puede ser el Charlie honorario por hoy. Sin duda será una mejora -añadió con un tono sarcástico que él no le había oído nunca. Sonny limpió el plato de Sam y sacó varios cubos de plástico de debajo del fregadero. Sam cogió uno y le rogó que se apresurase. Sonny se sujetó un pañuelo en la frente. Le dio un cubo a Stern, sacó un sombrero de paja de un anaquel y sin más ceremonias se lo puso en la cabeza-. Necesitará esto para el sol.

– ¿Me miro en el espejo?

– Le queda estupendo. Créame.

Tendió el brazo para ladearle el ala y lo miró jovialmente. Por un segundo, a pesar de su forma voluminosa, pareció ágil como una animadora, la clase de chica que alguien podía aferrar y agitar por el aire, aunque quizá nunca hubiera sido esa clase de mujer, y desde luego él nunca había sido esa clase de hombre. Salieron de la húmeda cabaña y caminaron parpadeando bajo la potente luz del día. El corazón de Stern palpitaba agitadamente.

A pesar del embarazo, Sonny era mucho más ágil que él, y el niño por supuesto escalaba como una cabra montesa. Se internaron en el bosque y subieron por un abrupto sendero. Stern los siguió resollando. Al cabo de treinta metros de malezas resecas por el sol, llegaron a otro sendero de grava, que se curvaba blanco y seco, junto a los ilimitados acres de la granja. Las plantas se erguían en hileras perfectas y las fresas colgaban brillantes como joyas. Sam tendió la mano a Sonny y luego, por la fuerza de la costumbre, alargó también la otra mano, pequeña y sucia, hacia Stern, quien también la cogió. Stern estaba aturdido por la luz y el calor, y un poco desorientado. La cabaña estaba allá atrás, pero no quiso volverse. Cogiendo la mano de Sam, cruzó el camino y enfiló con ellos hacia el campo de fresas.

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