Scott Turow - El peso de la prueba

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– Bien -concluyó al fin Winchell-, terminemos con esto. Si faltan documentos, el gobierno tiene todo el derecho de solicitarlos. Así que no pienso admitir ninguna moción de nulidad, si eso es lo que te habías propuesto, Marta. Pero debo decir que las cuestiones de inmunidad aquí no son simples. Nunca lo son cuando se cita a un abogado. No entiendo cómo se puede obligar a Sandy a responder sin que le den la oportunidad de conversar con el cliente. Así que eso dispondré.

Indicó al relator que empezara a anotar. Las partes se identificaron y la juez permitió que Marta y Klonsky expusieran brevemente sus posiciones. Luego dio lugar a la moción.

– Esto es extraoficial -indicó la juez al relator- ¿Qué fecha fijamos? ¿Cuándo se reúne de nuevo el gran jurado?

– El jueves próximo, señoría -respondió Klonsky-, pero se trata de una sesión especial destinada a un único testigo.

Se refería a John. El gobierno no quería tener cerca a Stern cuando su yerno compareciera ante el gran jurado para implicar a Dixon. Por lo visto, estaban pensando en una declaración larga.

Tras consultar el calendario del gran jurado, la juez Winchell fijó la citación para tres semanas después. Klonsky miró a Sennett, quien se encogió de hombros: todo era inútil. Sin duda habían querido moverse más deprisa. Como había intuido Tooley, faltaba poco para la acusación.

– Oficialmente -anunció la juez-. El señor Stern comparecerá ante el gran jurado el 27 de julio. Si hay inmunidad por confirmar, la abordaremos con preguntas detalladas. Tendré en cuenta la fecha y estaré disponible por si me necesitan. Procédase -concluyó la juez.

El relator plegó el trípode de su aparato.

– Una última cuestión -dijo la juez-, para todos. -El relator se había detenido pensando que tal vez volvieran a necesitarlo, pero ella le indicó que se marchara-. No me gusta ver abogados ante un gran jurado. Es una práctica peligrosa para ambas partes. Os recomiendo que resolváis esto entre vosotros. Sandy, estás bien representado. Muy bien. Lo mismo vale para el gobierno. Con tantos abogados buenos, me cuesta creer que no lleguéis a una solución adecuada. Espero que la razón prevalezca.

Miró a todos frunciendo el ceño. En otras palabras, los inflexibles pagarían un alto precio.

Todos se despidieron en el corredor. Sennett, fuera de la presencia de la juez, renunció a su semblante cordial y se marchó con aire huraño, sin comentarios. Klonsky se quedó unos instantes para decir a Marta que esperaba noticias suyas. Tampoco esta vez habló con Stern. Cuando llegó el ascensor, Stern se sintió abrumado por sus problemas. Marta, en cambio, estaba exultante.

– ¡Magnífico! -exclamó al salir del tribunal. La juez tenía razón: había manejado el asunto muy bien. Stern la felicitó- ¿Puedo regresar, si no solucionamos esto?

Su plan era volar esa noche a Nueva York.

– Eres mi abogada -respondió Stern-. No puedo actuar sin ti.

Pero no quería una repetición de esa escena, por excitante que hubiera sido. Había telefoneado a la oficina de Dixon antes de ir al tribunal y Elise, la secretaria, había prometido que Stern pronto recibiría noticias de él. Era hora de que Dixon tocara la música, su breve y triste canción. La fiesta había terminado. Stern besó a Marta y la envió a casa, donde ella y Kate examinarían las últimas pertenencias de Clara. Stern regresó a la oficina, pensando sombríamente en su cuñado.

36

A las cinco de la tarde aún no tenía noticias de Dixon. Había hablado dos veces con Elise y en la última ocasión, alrededor de las tres, la secretaria había dicho que Dixon tenía un problema en Nueva York con el índice de precios al consumo y regresaría esa noche.

– Dile que si abandona la ciudad sin hablar conmigo renunciaré a ser su abogado.

Elise, acostumbrada a las ocurrencias de Stern, esperó alguna broma que cerrara la frase, luego anotó el mensaje sin comentarios. Stern llamó a casa de Dixon, pero sólo consiguió hablar con Silvia. Charlaron casi media hora acerca de las islas, de Helen, de la llegada de Marta. Por fin Stern preguntó si sabía dónde estaba su marido. Pronto debía llegar a casa para hacer las maletas, dijo ella, y Stern le hizo prometer que Dixon llamaría.

Al atardecer, Stern estaba sentado junto al teléfono, revisando los informes del FBI sobre el caso de Remo Cavarelli; Moses Appleton se los había enviado al fin. Como esperaba Stern, los informes de los agentes reflejaban escasas pruebas sólidas contra Remo. Los tres coautores estaban liquidados, como decían ellos: los habían pillado en el camión con las manos en las reses y todos se habían declarado culpables semanas atrás. Pero todos eran profesionales de la vieja escuela y sabrían cerrar el pico. La única prueba contra Remo era su tonta llegada -los agentes declaraban que había caminado literalmente hacia el camión y se había quedado a mirar el arresto- y la observación de uno de los ladrones de que «nuestro hombre lo preparó todo». El gobierno afirmaría que esto era una referencia a Remo, quien presuntamente iba a disponer del botín y cuyo papel explicaba su aparición tardía. El gobierno carecía de fundamento real para estas sospechas. Si los fiscales no encontraban excusas para mencionar los antecedentes de Remo ante el jurado, tenía buenas posibilidades de quedar libre. El caso iría a juicio. Hacía cuatro meses que Stern no actuaba en un juicio, desde poco antes de la muerte de Clara, y la idea lo atraía. El único problema era convencer a Remo.

Sonó el teléfono.

– Stern.

– Papá.

Era Marta.

Ella y Kate habían terminado de ordenar. Pronto irían al aeropuerto y se preguntaban si Stern querría comer con ellas antes del vuelo. Esperaban hablar también con Peter. Stern, ansioso de ver a Kate, accedió. Fue a la otra sala para ver si Sondra podría ayudarlo en caso de que Remo fuera a juicio y para pedirle una segunda opinión del caso.

Cuando Stern regresó a la oficina, Dixon esperaba en el sofá color crema. Llevaba una chaqueta cruzada y calcetines amarillos, y fumaba un cigarrillo con los pies levantados. Estaba bronceado y relajado, la frente se le estaba pelando. El asombrado Stern sólo entonces reparó en el juego de llaves tirado en el sofá. Se había olvidado de dar una llave a Dixon.

– Silvia dice que has roto con tu novia. Creí que eras más inteligente, Stern. Es una chica interesante.

Esa semana Stern había recibido varias críticas similares, pero no le interesaba comentar el asunto y menos con Dixon, quien sólo quería distraerlo.

– Dixon, ¿te he dicho alguna vez que eres mi cliente más difícil?

– Sí. -Dixon tiró las cenizas. Tenía el cenicero de cristal al lado, en el sofá-. ¿Qué ocurre?

– Muchas cosas.

Dixon miró la hora.

– Tengo diez minutos. El coche está abajo. Tengo una reunión en La Guardia a las nueve de la noche. Llevo dos años trabajando en este asunto y se va al garete en una semana. Te lo juro.

Stern examinó secamente al cuñado y se sentó al escritorio.

– Irás a la cárcel, Dixon.

– No, no iré. Para eso te contraté a ti.

– Yo no puedo cambiar el pasado. No entiendo tus motivos, pero sí las pruebas. Es hora de considerar las posibilidades.

Dixon comprendió de inmediato.

– ¿Quieres que me declare culpable? -Apagó el cigarrillo, clavando en Stern sus ojos amarillos y amenazadores. Evidentemente se sentía atacado-. ¿Crees que soy culpable?

Se trataba de otro elemento de su pacto tácito. Dixon no mencionaba los hechos; Stern se reservaba los juicios. Le sorprendía que aun ahora le costara tanto expresarse, pero no había modo de evitarlo.

– Sí -respondió. Dixon se humedeció los labios-. Dixon, este asunto está cobrando proporciones catastróficas. John ha recibido inmunidad y testificará ante el gran jurado la semana próxima.

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