Scott Turow - El peso de la prueba

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– La señora Stern impartió órdenes escritas de liquidar por lo menos ochocientos cincuenta mil dólares de patrimonio de su cuenta de inversiones el 20 de marzo -declaró Wagoner, mientras sacaba una carta manuscrita con el membrete de Clara. Cal y Stern la miraron juntos en el rincón del escritorio de Wagoner, y luego él la examinó solo. La letra era fuerte y nítida. Era una breve orden que establecía la cantidad y otorgaba al banco autoridad para liquidar los títulos que considerase mejores. Contra su voluntad, Stern recordó la otra carta que Clara había dejado días después. Muchos mensajes, pero pocas explicaciones. Stern se pasó la mano por la cabeza.

– ¿Puedo preguntar quién trató con ella?

Wagoner sabía todas las respuestas. Su ayudante, Betty Fiori, había recibido la llamada de la señora Stern y le había dicho que para semejante cantidad se requería una orden por escrito.

– ¿Y qué fue luego de esos fondos? -preguntó Stern.

– Se reembolsaron -explicó Jack- siguiendo las instrucciones de la señora Stern.

– ¿Cómo? -preguntó Cal.

– Mediante un cheque certificado librado contra su cuenta de inversiones.

Evidentemente, Wagoner había hablado con su abogado y sólo respondía cuando le preguntaban. Presentó un talón en blanco mediante el cual Clara había requerido la certificación; había querido asegurar a alguien que su cheque era válido. Stern reconoció la firma de Clara en el formulario, pero la cantidad, un poco más de ochocientos cincuenta mil dólares, estaba escrita en otra letra.

– ¿De quién es la letra? -preguntó.

– De Betty.

– ¿Por orden de quién se extendió este cheque? -preguntó Stern.

– Buscamos el cheque cancelado.

Pulsó un botón del teléfono y pidió que llamaran a la señorita Fiori. Ella apareció al instante, otra persona con traje azul oscuro. Recitó los pasos que había seguido para encontrar el cheque extraviado. El departamento de cheques lo había buscado, su sucursal, la central. Los funcionarios encargados de recibir los cheques cancelados y declaraciones relacionadas con esta cuenta habían mirado hasta el último rincón. Este proceso de rastreo era sin duda el que se había realizado mientras el banco mantenía a raya a Cal.

– Estoy segura de que no se cobró -declaró la señorita Fiori.

– ¿Podemos detenerlo? -preguntó Cal.

– ¿Detenerlo? -preguntó Wagoner-. Es un cheque certificado. Hemos garantizado el pago.

– No lo han presentado.

– ¿Cómo podríamos pararlo? -preguntó Wagoner.

– La fecha ha vencido, ¿verdad?

Stern habló. Aún no habían respondido a su pregunta.

– ¿Quién debía cobrar el cheque?

La señorita Fiori miró a Wagoner.

– Habitualmente no llevamos registro de eso -replicó Wagoner-. No tenemos razón para ello.

– ¿Usted no lo sabe? -le preguntó Stern a la señorita Fiori.

Wagoner quizá nunca respondiera directamente.

– No lo sabemos -afirmó ella-. Habitualmente tenemos el cheque devuelto. A veces ponemos una nota en la petición. Si le sirve de ayuda, no iba a nombre de la señora Stern. Recuerdo eso.

– ¿De veras? -preguntó Stern.

– Sí.

– ¿Claramente?

– Sí.

Estaba de ánimo para interrogatorios. Un terreno familiar. Sospechó que algo había llamado la atención de la ayudante.

– ¿Hay alguna razón por la cual lo recuerda?

Ella se encogió de hombros.

– No.

– ¿Recuerda usted el nombre?

– No, señor Stern. Le aseguro que me he esforzado.

– ¿Pero no era una entidad? ¿Una empresa? ¿Una sociedad?

– No, estoy segura de ello.

– ¿Tampoco una organización de caridad ni una fundación?

– No.

– ¿Un individuo?

– Eso creo.

– Ya veo -dijo Stern. Conocía el resto. Ahora resultaba evidente por qué lo recordaba-. Un hombre -concluyó.

La señorita Fiori se mordió involuntariamente el labio inferior.

– Sí -admitió.

Sí, pensó Stern. Por supuesto.

Por un instante nadie habló.

– ¿De modo que un sujeto anda por la ciudad con un cheque de ochocientos cincuenta mil dólares en el bolsillo, firmado por mi esposa?

Era absurdo, desde luego, pero la humillación era intolerable. Circulaba a través de él como una inyección amarga y parecía subir hacia los ojos. Supo que se había ruborizado.

Al fin Cal intervino.

– Jack, tiene que haber un modo de congelar ese cheque.

– Cal, está confirmado. Nos buscaríamos un pleito por faltar a nuestro compromiso. No sabemos de qué clase de transacción se trataba. -Wagoner, a una seña de Cal, miró de soslayo a Stern. Había sido grosero-. Puedo asegurarle que le informaremos cuando el cheque se presente. Si usted quiere conseguir un embargo en ese punto, Dios lo bendiga.

Stern ya estaba de pie. Agradeció la colaboración a Wagoner y a Betty Fiori, le dijo a Cal que se mantendría en contacto y se fue de la oficina.

De nuevo estaba mareado.

Al cruzar la puerta giratoria del banco, se puso el sombrero de Marta y vio cómo el viento se lo arrebataba arrastrándolo por la acera, entre los peatones. Cuando dio la vuelta, Cal estaba a sus espaldas, mirando el sombrero.

– Yo lo cazaré -dijo Cal, pero no se movió.

Stern le dio a entender que no se molestara. Caminaron en silencio detrás del sombrero.

– Apuesto a que pese a todo hay un modo de anular esa transacción -dijo Cal-. Sin duda ella no sospechaba las implicaciones fiscales de su acción.

Stern hizo un esfuerzo para contenerse. Qué imbécil era Cal, siempre alegrándose de no ser aún más imbécil. ¿A quién le importaba el dinero? Al fin, después de tres décadas, Clara había encontrado el modo de eliminar el interés de Stern por su riqueza. Al volverse, Stern se sorprendió interesándose en la mancha oscura que había detrás de la oreja de Cal.

– No me preocupa, Cal. Que sea lo que Dios quiera. -Alcanzó a ver la banda del sombrero; estaba enganchada en un bote de basura de alambre, a cien metros.

Avanzó en esa dirección y luego se quedó quieto mientras el desagradable interrogatorio estallaba en su interior: ¿Quién? Oh, sí, era hora de eso una vez más. ¿Quién era? En los primeros días, con considerable disciplina y con repugnancia al dolor, Stern se había negado a practicar ese ruin juego de salón. Pero al final el ultraje lo abrumó y no pudo reprimir esa mórbida curiosidad. Habría sido más noble poder afirmar que deseaba vengar a Clara: encontrar y castigar al canalla despiadado que le había contagiado lo que había resultado ser una enfermedad mortal. Pero sus necesidades eran más básicas y totalmente suyas. Por morbosidad o lo que fuera, tenía que saberlo todo.

Cuando estaba así, sospechaba casi de cada hombre con que se cruzaba. ¿Era el cartero, como en una historia picante, o un vendedor que iba de puerta en puerta? Hoy había sabido que era alguien que necesitaba dinero, tal vez un estudiante empobrecido de quien ella se había enamorado y con quien deseaba actuar como una madre, o un músico bohemio que quería una asignación permanente. Tal vez un joven que se iniciaba en los negocios. O un sujeto mayor, casado, que necesitaba dinero para pagarse el divorcio.

Un par de veces, en casa, había cogido la agenda de cuero de Clara para estudiarla página por página, evaluando cada nombre masculino, por improbable que fuera. Cualquier hombre serviría. ¿Por qué no el abogado Cal? Quizá su sorpresa ante la desaparición del dinero fuera fingida. Con gratitud de amante, Clara había obsequiado aquello que Cal había cuidado durante tanto tiempo. Pero la señorita Fiori tendría que haber recordado el nombre de Cal si lo tenía delante. Tal vez era Dixon. Claro que el rechazo de Clara por él parecía muy sincero, y Dixon, con su pene forrado de plástico, tenía pocas probabilidades, según la declaración de Peter, de contagiar o contraer tal enfermedad. Además, Dixon no necesitaba dinero ajeno. ¿Nate Cawley? Había tenido la vida sexual de un chimpancé. Tal vez sus evasivas eran sólo un reflejo de culpa. ¿O el orgulloso rabino de la sinagoga? Sin duda Clara se mostraba afectuosa y generosa con él.

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