Scott Turow - El peso de la prueba

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– Pamplinas. Es la cuenta de la empresa.

– Es tu empresa, Dixon. Y es lógico atribuirte todo esto, si el dinero permanece en la cuenta.

Dixon sonrió con desdén.

– ¿Eso creen? -preguntó.

Arrojó el cigarrillo y se limpió un trozo de tabaco de la lengua, mirando a Stern con desagrado. El mensaje era claro: no soy tan estúpido. Al parecer, Dixon había sido más cuidadoso de lo que Margy sospechaba. Había una nueva ramificación en el plan de Dixon, una que aislaba la cuenta de errores y los beneficios ilegales. Una sonrisa fugaz o algo parecido cruzó entre los dos hombres antes que se desplazaran a ambos lados de la bandera.

Dixon golpeó primero, y soltó un juramento cuando la bola bailó alrededor del hoyo. Stern tenía un putt corto para salvar el hoyo, se asombró cuando lo logró.

– Demonios -masculló Dixon, no era la primera vez.

Siguieron hasta el siguiente tee y se sentaron en un banco bajo un árbol, con los palos, mientras el cuarteto de delante se preparaba para el segundo golpe. La larga calle relucía bajo el sol cerca del hoyo número cinco. Había diez trampas de arena: Stern llamaba a este hoyo «la marcha por el desierto». Remoloneando, recapacitó sobre la investigación oficial de la cuenta bancaria de Dixon. Tal vez se relacionaba con los recursos que Dixon había usado para ocultar el dinero. Era muy probable. Todavía estaban indagando.

– Hay otro problema -dijo Stern.

– Naturalmente -respondió el cuñado.

Stern le dijo que habían citado a John.

– ¿Eso qué significa?

– Quieren formularle preguntas sobre este asunto.

– ¿Y qué? Es buen chico. Que pregunten.

– Sugieren que tal vez le concedan inmunidad.

Dixon entornó los ojos y estudió a Stern.

– ¿Qué quieres decir?

– Pues que ellos creen que posee información que te puede perjudicar a ti. Les interesa usarlo como testigo contra ti.

– ¿Qué se supone que debo decir?

– ¿Esta posibilidad te preocupa?

Dixon, siempre enigmático, torció el gesto: un filósofo no lo habría hecho mejor. Nunca se conoce a las personas.

– Tal vez.

– Ya veo.

Stern desvió la mirada. Pero sabía que esto ocurriría. Los albaranes de los pedidos que habían ingresado en Kindle antes de las grandes operaciones de Chicago habían llegado el día anterior a su oficina, y la torpe letra de John, incluso a veces sus iniciales, constaban en cada formulario. El propósito de los fiscales era evidente: querían que señalara a Dixon como el hombre que había solicitado los pedidos de Kindle en cada ocasión. Pero aún no se sabía si John podría satisfacerlos. Recibía cientos de pedidos diarios. Quedaba la posibilidad de que Dixon hubiera recurrido regularmente a John porque era duro como una piedra, el hombre con mayor capacidad de olvido, y que no hubiera habido en esas transacciones nada destacable ni manifiesto que ahora activara la memoria de John. Era inútil preguntar a Dixon. No podía decir qué recordaba John y en cualquier caso no respondería con precisión.

– Entonces, será mejor que le busquemos otro abogado -suspiró al fin Stern.

– Si eso crees…

– Por supuesto. No puedo representar a una persona a quien quizá le convenga testificar contra ti. ¿Cómo podría ser leal a John y a ti? Sería un insalvable conflicto de intereses.

Por un instante, ese berenjenal de dificultades familiares, enmarcado de este modo, enfrentó a ambos hombres. Incluso Dixon, pensó Stern, ofrecía un aire de vaga mansedumbre.

– ¿A quién conseguirás?

– La elección es de John, por supuesto. Yo sugeriré algunos nombres. Abogados a quienes conozco. -Abogados que pudieran hablar con Stern, que pudieran hacer lo posible para moderar el peligro del testimonio de John. El asunto era muy delicado. A pesar de todo, Stern sonrió ante su próximo pensamiento-. El manual de tus empleados estipula que se le indemnizará por sus tarifas legales.

Dixon alzó la mirada.

– Sensacional.

La broma, sin embargo, no contribuyó a aplacar la tensión que se había formado entre ambos.

– Mira -dijo Dixon.

Iba a explicar algo, pero la mirada de Stern lo contuvo. De pronto quedó de manifiesto para ambos que Stern le reprochaba que hubiese arrastrado a John a aquel pantano. Dixon soportó esa condena otro instante antes de desviar la mirada.

Ralph, junto al carro, les anunció que podían tirar. Dixon avanzó hacia el tee, y con un poderoso swing efectuó un golpe lamentable que envió la bola hacia los árboles. Caminó por el tee, exasperado, hundiendo la punta del palo en el suelo, y al fin rompió la madera.

Stern estaba de pie cuando regresó.

– ¿Tienes algo que decir? -preguntó Dixon.

Por supuesto que no se refería al tiro.

– Mis honorarios no incluyen sermones, Dixon.

– Crees que fue una estupidez, ¿verdad? Toda la puñetera idea. Imperdonablemente idiota. Y por lo menos esperas que sea más listo.

Stern aguardó un momento.

– En efecto -respondió.

Con su driver, echó a andar hacia el tee, pero Dixon le cogió el brazo con la mano enguantada, cerrándole el paso. De pronto parecía demasiado irritado para reparar en cortesías. Se comportó como el hombre que era, orgulloso, tosco, irreflexivo. Confesó el desagradable secreto que Stern conocía desde hacía tiempo: a pesar del elegante corte de pelo y las camisas Sea Island, Dixon era un patán. Dixon señaló hacia abajo.

– Stern, ¿sabes por qué un perro se lame los huevos?

Stern reflexionó un instante.

– No, Dixon, no lo sé.

– Porque puede -dijo Dixon, mirando al cuñado de hito en hito. Antes de enfilar a solas hacia el carro, repitió-: Porque puede.

16

Alguien dijo que cuando un hombre lleva sombrero resulta más difícil discernir sus problemas. Para Stern este curioso tópico encerraba una sorprendente exactitud. Bajo un brillante sombrero de paja con banda roja, blanca y azul, caminó por las avenidas hasta el River National Bank, donde debía reunirse con Cal Hopkinson y el funcionario a cargo de las cuentas de Clara. Era un día rutilante, el mayo dulce y perfecto que cabía esperar en el condado de Kindle.

El sombrero era de Marta, de una obra de la escuela secundaria de hacía una década. Stern lo había encontrado en su cuarto y durante una de esas prolongadas conferencias que últimamente mantenían de noche, ella le había aconsejado que lo usara, con la esperanza de que le subiera el ánimo. Stern pensaba que se sentiría como un payaso en cuanto saliera de casa. En cambio resultó extrañamente reconfortante pensar que gente que lo conocía bien no lo reconocería y lo tomaría por otra persona.

Se encontró con Cal en el vestíbulo de mármol del River National. Juntos, él y Stern enfilaron hacia la oficina del vicepresidente del banco, Jack Wagoner. Wagoner era un típico caballero de su profesión: impecable y cortés. Tiempo atrás, Henry Mittler había menoscabado para siempre el aprecio que Stern podía tener por los banqueros con sus resentidas opiniones acerca de los clientes que lo habían enriquecido.

A pesar de las frases mordaces que Henry hubiera usado contra él, Jack era tan listo como para saber que había un problema. Su misión era explicar a un hombre qué había hecho su esposa, a sus espaldas, con casi un millón de dólares. Para colmo, el hombre era abogado. Había un suicidio y un testamento de por medio. Mal trago para un banquero o para cualquier otro. La atmósfera de la oficina de Wagoner, llena de antiguas reproducciones y con una buena alfombra oriental, era sin ninguna duda tensa. Una carpeta ocupaba el centro del despejado escritorio de Wagoner.

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