Scott Turow - El peso de la prueba

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Stern se había detenido para cerrar la puerta y fue al grano tras un breve prefacio.

– Un gran jurado federal está investigando a Dixon Hartnell.

– Vaya -exclamó John, como un carpintero que se acabara de magullar el dedo con un martillo.

– Sí. Es muy desagradable.

– ¿De qué se trata?

– Bien, creo que dejaré que otra persona te explique los detalles. En general, el gobierno parece sospechar que hay transacciones ilícitas anticipadas con pedidos de la clientela. ¿Alguien del FBI ha intentado hablar contigo? ¿Un tipo llamado Kyle Horn?

John meneó la cabeza. No lo creía.

– ¿Qué aspecto tiene?

– Un tipo grandote.

Un energúmeno rubio de aspecto gay con una chaqueta barata, pensó Stern. Pero eso no serviría.

De nuevo John meneó la cabeza con incertidumbre. Cualquiera diría que las credenciales del FBI impresionaban a todos, incluso a John, pero nunca se sabía. Stern sacó la citación del maletín y trató de explicar qué era.

– Dada la relación entre tú y yo, los fiscales tuvieron la amabilidad de permitir que la recibiera en tu lugar. Sin embargo, como ya represento a Dixon, tendrás que acudir a otro abogado antes de responder a las preguntas del gobierno.

– ¿Qué clase de preguntas?

– Yo podría especular, John, pero no sería lo mejor.

John entornó los ojos. No entendía nada, desde luego. Stern explicó que el gobierno creía que él tenía información valiosa.

– ¿Quieren usarme a mí para pillarlo a él?

– Exacto.

La expresión de desconcierto que Stern había previsto cubrió los ojos de John. Un ciervo en la carretera. No sabía qué hacer. Los conflictos hacían que se debatiera entre sentimientos primarios.

Lealtad. Sinceridad. Supervivencia.

– John, tú y tu abogado debéis decidir si deseas negociar con el gobierno para obtener inmunidad. En ese caso, tu abogado entregará a los fiscales una predicción, una estimación, de lo que tú dirías.

– Sí. ¿Y si no quiero hablar?

– De nuevo, John, debes consultarlo con tu abogado. Pero el gobierno siempre puede optar por brindarte inmunidad, al margen de tus deseos, en cuyo caso tendrás que escoger entre responder preguntas y la cárcel.

– ¿Cárcel? -John meditó sobre esto-. En realidad no sé tanto.

La conversación causaba en Stern un creciente abatimiento que se convirtió en derrumbe ante esa respuesta. No sabía tanto, decía John. Pero más que nada. Dixon sólo estaría a salvo si John quedaba amnésico. Aun el más vago recuerdo de quién estaba detrás de aquellas transacciones sería suficiente para el gobierno, sobre todo si lograban determinar que las ganancias estaban en manos de Dixon. Además, su yerno experimentaba una visible incomodidad que resultaba muy reveladora para un experto. John no protestaba preguntando qué demonios tenía que ver con él esa investigación, ni de dónde habían sacado su nombre los fiscales. Sabía que el interés del gobierno por él era acertado.

– ¿Qué piensa Dixon de todo esto? ¿Puedes decírmelo?

Stern meneó la cabeza, pero por un instante quiso contener el aliento. Era un momento muy delicado. Si hubiese sido otro empleado, Stern habría aventurado un comentario disimulado pero inequívoco como una brisa: desde luego, se trata de un asunto crítico para Dixon, su vida y su carrera están en juego. Pero John carecía de sutileza. Tal vez hiciera una pregunta imposible («¿Quieres decir que debería mentir?») o, peor aún, tomara los comentarios de Stern como una orden. Dixon y Stern tendrían que confiar en que el abogado de John supiera evaluar la situación y ofreciera las indicaciones adecuadas.

– ¿De dónde sacaré ese abogado? -preguntó John.

– Si quieres, te puedo sugerir algunos nombres.

– Claro.

– MD te indemnizará, correrá con los gastos, así que no te preocupes por eso.

Stern preparó una lista, escribiendo nombres y números de teléfono en una hoja con membrete de la oficina. George Mason. Raymond Horgan. Nadie podría conciliar las diversas necesidades de John mejor que él, pero eso quedaba fuera de cuestión, y en cualquier caso Stern consideraba que era más prudente no actuar como guía en esta expedición. Estos pocos minutos iban a cambiar para siempre su estimación de John.

John cogió la lista y se encogió de hombros. Dijo que tenía que volver el salón. Conservaba su aire de siempre, furtivo y confuso. Al verlo caminar hacia el ascensor, Stern volvió a sentir furia contra Dixon. ¿Cómo lo había hecho? ¿Cómo había liado a ese chaval en los chanchullos del mercado? Pero la respuesta era demasiado evidente. Dixon, con su infalible destreza para calcular lo que más le convenía, había reconocido que la mejor protección era un pariente menos experimentado en los negocios. Sería más fácil darle instrucciones sotto voce, sabiendo que no serían cuestionadas ni, llegado el caso, recordadas. Pronto Stern tendría que plantearse cuándo y cómo abandonar el caso. Si había un sumario y John era testigo del gobierno, Stern no podría participar. Interrogar al marido de su hija era impensable. Tal vez debiera dar a Dixon una lista de abogados y poner pies en polvorosa. Pero reconoció su propia falta de convicción. No era momento adecuado para cortar antiguos lazos. Por otra parte, hacía años que se resistía a romper con Dixon.

En cierto modo, desde luego, era por Silvia. Además, nadie debía subestimar la fuerza de la gratitud. Stern había obtenido buena parte de su clientela -abogados, banqueros, ejecutivos- gracias a la fama obtenida como representante de Dixon. Así había salido del sórdido mundo de los tribunales policíacos para ingresar en la palestra del delito de guante blanco: desfalcos, fraudes, asuntos impositivos, sobornos y de vez en cuando un crimen pasional. Dada la singular lógica de estas cosas, Dixon -un prestigioso empresario que operaba en el linde de la legalidad- había elevado a Stern, quien casi por instinto actuaba de forma generosa con cualquiera que lo hubiera ayudado en su profesión.

Pero sabía que su apego por Dixon no obedecía sólo a razones externas. Después de treinta y dos años de práctica legal, tenía muchos conocidos y gran cantidad de admiradores, pero rara vez pensaba en ellos. A veces Stern se sentía abandonado, solo. Había cientos de personas que le interesaban, cuyas vidas e ideas lo atraían y a quienes lo unía un mutuo respeto. Cada vez que entraba en el ascensor del tribunal lo saludaba media docena de personas. Era conocido, querido, servicial y discreto. Stern tenía su círculo, en general hombres de su edad, sobre todo abogados y jueces, muchos de ellos hablaban yiddish como su madre, gentes sutiles e inteligentes cuyas opiniones sobre literatura, deporte y negocios por lo general él compartía y valoraba con sinceridad. Buena compañía. Pero naturalmente pensaba en algo más. Se refería a la afinidad abierta que tenían los jóvenes en los equipos, las pandillas, las esquinas. ¿Acaso la mujer y el hogar destruían eso? ¿O las feroces luchas cotidianas, donde cada persona era un enemigo? ¿Quién podía saberlo? Pero Dixon permanecía allí. Estaba presente. Stern no podía hacerle mayor cumplido. Como un hito de granito en la carretera, Dixon era el hombre que siempre parecía acompañarlo.

Mi hermano político, pensó Stern, a solas en el cubículo de donde John acababa de irse. Hermano. Político. ¿Qué clase de término era ése?

18

La Sala Sinfónica del condado de Kindle, con sus balcones blancos y el techo adornado con guirnaldas doradas, en donde Clara Mittler y Alejandro Stern habían pasado su primera velada juntos, fue el lugar adonde acudió Stern en su primera salida con Helen Dudak. No reparó en la coincidencia hasta que Adolph Fronz, el viejo director, alzó la batuta, y de pronto la idea lo perturbó. Stern había querido romper esa cita, había seguido adelante sólo porque apreciaba a Helen y no deseaba ofenderla. Era triste, humillante, espantoso, como se quisiera llamar, pero el informe de Radzcyk le había arrebatado algo que no había perdido ni siquiera cuando entró en el garaje. Su fracaso era mayor y más esencial de lo que había imaginado. El sexo pesaba. Siempre. Lo estaba aprendiendo, y sus sentimientos -que ahora alternaban entre la rabia y el dolor- le quitaban las ganas de tratar con mujeres. La idea de pasar una velada tratando de ser el caballero encantador de unas semanas atrás resultaba insufrible. En el último momento, tras descubrir entradas para esa noche en uno de los muchos abonos de Clara clavados en el tablero de la cocina, había telefoneado a Helen para proponerle este cambio.

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