Scott Turow - El peso de la prueba

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Clara se echó a reír. Ella le tocó el brazo mientras él movía la palanca de cambios.

– Soy terrible, ¿verdad? Pero no siempre actúo así. Es culpa tuya. ¿Sabes que por lo general soy callada? Todos te dirán eso de mí.

– ¿Y qué más me dirán? -preguntó Stern cálidamente.

Ella sonrió, pero la pregunta no era apropiada.

– Háblame de Argentina -dijo al cabo de un momento.

Era un concierto de Ravel. Ella le habló de la música, haciendo referencias casuales a pasajes que suponía eran transparentes para él como palabras escritas en la página. En el descanso él compró zumo de naranja. Sólo una botella para ella. Su instinto para el ahorro había sido más fuerte que él, y de inmediato advirtió que podía incomodarla al hacer tan evidente su falta de medios. Pero ella no se inmutó. Le ofreció la pajilla, que atravesaba la tapa de cartón de la botella, y lo obligó a beber un sorbo. Entonces sucedió algo. El vestíbulo de la sala de conciertos estaba atestado, la magnífica acústica del edificio amplificaba los murmullos y las luces lastimaban los ojos después de una hora en la penumbra. Pero ese momento fue para Stern más íntimo que un abrazo. De algún modo, el carácter de Clara se le mostraba tan transparente como las notas que había oído antes: ella era bondadosa. Apasionadamente. La bondad le interesaba más que la soltura social. Esta visión dominó a Stern, quien casi se desmayó al sentirse inmerso en aquella tibia corriente, con el corazón atraído por ella.

– Ha sido maravilloso -dijo ella mientras caminaban bajo las luces del teatro después del concierto.

Clara había salido con el abrigo en la mano y ahora los peatones los empujaban mientras ella forcejeaba con una manga. Stern se armó de valor para pedirle que lo acompañara a cenar al barrio chino. Había esperado ese momento toda la semana. Tendría que llevarla a alguna parte. Al fin decidió que el barrio chino satisfacía los requisitos económicos y románticos, y la idea de esa comida -en esa época era flaco y siempre estaba hambriento- lo había incitado durante días. Sin embargo ella rehusó, sin duda pensando en el dinero.

– Debo decirte, Clara Mittler, que la semana próxima me propongo hacer una reserva por teléfono.

Esto era verdad. Se había contenido sólo porque no estaba seguro de si Henry le permitiría conservar la oficina. Pero este comentario jocoso logró divertirla, Ella tenía aquel extraño poder. Bajo las luces de la marquesina, Clara Mittler rió con soltura. Llevaba un pequeño sombrero rosado con un velo blanco y se lo sostuvo con la mano.

– La semana próxima -dijo- saldremos sólo para cenar. ¿Para qué apresurarnos esta noche?

Convenido. Stern le ofreció el brazo y ella lo cogió. Echaron a andar juntos entre la multitud, los hombres con gabardinas, las mujeres con estolas de piel y joyas. Stern sintió un arrebato de placer. Estaba seguro de que muchos los miraban pensando: «Qué bonita pareja americana».

19

El mensaje decía «Margy Allison». Si hubiera dicho simplemente «Margy» él habría comprendido quién era un segundo antes y habría sentido menos remordimientos. No había hablado con ella desde que se habían despedido en el hotel. No más flores, ni una llamada para saludar o para mencionar que tal vez le hubiera contagiado una enfermedad sexual. Había querido hacerlo, pero habría sido más fácil lograr que el Departamento de Salud Pública enviara una tarjeta postal que explicar el asunto por teléfono. ¿Cómo daría cuenta de lo ocurrido protegiendo al mismo tiempo la intimidad de Clara… y la suya? Peter ya había llamado para informarle que la muestra analizada estaba limpia; después de un segundo análisis de sangre, al cabo de dos semanas, tendría la certeza de estar sano y no sería necesario dar explicaciones. Había pensado que convenía esperar. Pero este mensaje lo acorralaba. Bien, había ido muy lejos en pocos meses, de esposo fiel a personaje de comedia. Suspiró y pidió a Claudia que llamara a Margy.

– Hola -dijo ella. Stern creyó detectar una nota de jovialidad en la voz, pero sus esperanzas pronto se derrumbaron. Margy era irónica-. Hace tiempo que no nos vemos -añadió.

Stern titubeó. ¿Qué le había hecho suponer que era hábil con las mujeres?

– Si dijera que estoy terriblemente avergonzado, ¿me creerías?

– Claro. Te creería y no me extrañaría.

Estaba furiosa, exasperada. Stern se hundió en la silla, tratando de superar sus sentimientos de culpabilidad. Ella estaba dispuesta a apalearlo, era evidente.

– Me temo… -empezó, pero se interrumpió.

Iba a decir que todo aquello era nuevo para él y se sentía confundido. Pero era una excusa demasiado patética.

– ¿Qué? -dijo Margy con su acento de Oklahoma-. ¿Vas a decirme que algo te asusta?

– Margy, lo siento de veras. En serio. Eres una persona encantadora que no merece ser tratada así.

– Ya lo creo que no.

– Lo sé. En serio…

– Pero te estoy llamando.

– Me complace que lo hagas.

– No llamé para complacerte. Tengo una cosa que debes ver.

– Sí, tú. Me guste o no, supongo que tú eres la persona con quien debo hablar de esto.

Stern sintió un aguijonazo. Cielos, pensó. Cielos. Cerró los ojos. Margy lo había descubierto.

– Estaba sentada mirando esta puñetera cosa y pensé… bien, ahora tendré que hablar con ese canalla.

– Oh, Margy -se lamentó Stern. Aguardó un instante, muerto de vergüenza- ¿Cuándo lo descubriste?

– Ayer.

Naturalmente. Equivocarse era típico de Peter.

– Es cosa mía -aseguró Stern-. No te quepa la menor duda.

– ¿Por qué iba a tener dudas? Te estoy llamando a ti, ¿verdad?

Stern aún tenía los ojos cerrados. Nunca en la vida había vivido un momento así. Nunca. Siempre había cuidado su honor. Tanteó con una mano el escritorio hasta que recordó que esa búsqueda furtiva era inútil. Compraría puros. Se lo prometió. Solemnemente.

Como él guardaba silencio, ella dijo:

– Necesito que me digas qué debo hacer.

– Desde luego.

– ¿Cuánto va a durar esta puñetera mierda?

¿Qué había dicho Peter? Entre tres semanas y una vida. Respondió que no estaba seguro. No deseaba entrar en detalles.

– Magnífico. Supongamos que voy a verte.

– ¿Aquí?

– ¿Dónde si no?

Al parecer Margy estaba confundida respecto del tratamiento o el diagnóstico.

– Suponía que todo lo necesario se podía hacer en Chicago.

– Yo también -replicó ella-, pero no va a ser así.

Stern no entendía a qué demonios venía esa actitud.

De pronto pensó en Helen y perdió el aliento. Se reclinó rígidamente en la silla. No podía haber un problema también con ella. Peter casi se lo había prometido. ¿Y si se había equivocado dos veces? Stern abrió los ojos.

Margy le preguntó si seguía allí.

– Lo siento.

Le pidió un instante y se acercó más al escritorio, aferrando el borde de cristal verde. Todo ese control que había ejercido, esa excesiva y huraña contención que se había impuesto, aun despreciándola en silencio, tenía un propósito. Ahora lo comprendía.

– Sabes que sólo tengo tres semanas -anunció Margy.

– ¿Tres semanas? -preguntó Stern.

– Hasta que me presente allí. Esta cosa dice 27 de junio.

Casi preguntó qué cosa, pero se contuvo. Un milagroso proceso de reconstrucción se activó de pronto. Oh, todavía estaba vivo. Ahora comprendía: Margy había recibido una citación del gran jurado. Stern se apoyó la mano en el pecho y sintió las palpitaciones del corazón.

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