Scott Turow - El peso de la prueba

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– Bien, no eres activo. Y pronto sabremos si eres prodrómico. Si es subclínico, un profiláctico es apropiado para proteger a tu pareja. Yo creo que bastará. Suponiendo que seas coherente.

– Sí, desde luego.

Stern agitó la mano para indicar que esta conversación era puramente especulativa. En realidad, ya no le importaba.

Peter separó el recipiente de la jeringa. Agitó la sangre, la miró y regresó al escritorio para hacer anotaciones. Stern se dispuso para su pregunta final.

– Esta enfermedad no se puede contraer por accidente, ¿verdad, Peter?

No podía evitar la pregunta, aunque incluso a él le sonaba tonta y patética.

– ¿Temes haberla contraído así, papá?

Peter ya no ocultaba su aire divertido. Su hijo tenía un humor punzante que, de joven, le había granjeado muchos admiradores. La observación no era particularmente rencorosa. Pero en ella Stern advirtió que había pocas posibilidades de que sus hijas no se enteraran del episodio. La reserva profesional tenía sus límites. Este bocado era demasiado delicioso. Se guardaría los detalles, pero contaría algo revelador. Kate, por ejemplo, necesitaba algún consuelo. «¿Recuerdas que estabas preocupada porque papá no iba a trabajar de mañana?» Las bromas, al menos, tendrían una inspiración afectuosa y no rozarían el problema real.

– No pensaba en mí mismo.

– ¿En tu amiga?

Stern asintió con un gruñido. Su amiga. Peter hizo una pausa mientras pegaba una etiqueta en el tubo.

– Me encantaría permitir que abrigases ilusiones, pero hay muy pocas probabilidades. Si tu amiga pidió el análisis, eso significa un cultivo vírico, y si han identificado un HSV-2, el origen es casi sin lugar a dudas el contacto sexual. Ya sabes, el viejo pretexto de la taza del retrete…

Peter no terminó la frase. Simplemente hizo una mueca.

Stern no pudo contener un suspiro. Desde luego, estaba preparado para ese veredicto. Clara Stern, tal como la había conocido, era una mujer de porte atractivo, con un pecho opulento y, como ella misma reconocía, una figura que había mejorado con la edad. Mientras la grasa, las patas de gallo y todas las flaquezas corporales acuciaban a las demás, Clara conservaba su eterno aspecto agradable, digno y compuesto. Stern la había admirado porque en todo momento había sido más guapa que él. Pero algunas mujeres, las mujeres casadas y sobre todo las madres, se involucraban demasiado en una densa red de actividades, tensiones y cuidados que limitaban su interés sexual, En más de treinta años no recordaba un solo instante de celos conscientes, un hombre cuyas atenciones parecieran excitarla. Era una persona que, a juzgar por su conducta cotidiana, no se descarriaba. Estaba en un plano más elevado.

De modo que aun días después, la noticia de Radczyk seguía siendo un enigma. De alguna manera iba más allá del bien y del mal. La idea de que una mujer de cincuenta y ocho años -esa mujer de cincuenta y ocho años, a punto de ser abuela- tuviera una enfermedad de transmisión sexual era tan aterradora como un espectáculo de fenómenos circenses. ¿Las prácticas anteriores se manifestaban en la madurez tardía? Tal vez había pasado una vida de matrimonio haciendo el papel de tonto. Se negaba a creerlo. Era como el concepto de una cuarta o quinta dimensión. Trascendía la capacidad de la mente normal, al menos de la suya. Fuera machismo o limitación personal, no podía imaginar a su esposa con otro hombre, y sin embargo así había sido.

Por esa razón ella había hecho lo que había hecho. En el tormento de los últimos días -en medio del dolor, la furia, los reproches y la incredulidad- no lo había pasado por alto. Clara había querido ahorrarle la humillación. Esto no era sensiblería ni autoengaño. Después de todos los cálculos, la conclusión seguía siendo la misma. Aquí había una laguna, un monumental engaño que tal vez en vida él jamás hubiera perdonado. Se había ahorrado a sí misma un gran dolor. Pero al final, su bondad, su fundamental bondad, continuaba siendo su estrella, su luz rectora.

¡Oh, Clara! En la silla, con el brazo arremangado y aún hormigueante después de la extracción de sangre, Stern vaciló por un instante al borde de las lágrimas. Se esfumaban su vida, lo que quedaba de ella, sus pequeñas ilusiones. Habría que contárselo a Peter, o tal vez él ya lo sospechara. En garras de un potente remordimiento, por un instante no le dio importancia. Luego su orgullo, con la crujiente precisión de una enorme maquinaria, se activó de nuevo y lo despabiló. Se bajó la manga sobre la gasa que Peter le había adherido al brazo.

– Y si esta enfermedad reaparece -preguntó Stern-, ¿no hay tratamiento?

– Hay un medicamento llamado Acyclovir. Ungüento o píldoras. Logra reducir el período activo y en algunas personas impide la recidiva. En general, la enfermedad se confina en los ganglios nerviosos y se mantiene al acecho. A veces nunca ataca de nuevo. A veces regresa cada pocos meses en episodios progresivamente más débiles. Es el curso habitual. Pero hay muchas historias clínicas insólitas. Casos agudos. Recidivas cada varios años. La parte más difícil es prodrómica: estás en una fase contagiosa un par de días antes que los síntomas visibles aparezcan y sin un cultivo no puedes tener la total certeza de que no contagiarás a otra persona. Te puede complicar la vida. Además de ser bastante incómoda.

– Sí -dijo Stern.

Seguía pensando en Clara. El peso de los hechos parecía haberlo abrumado con la densidad de una estrella muerta. Los hechos, los hechos. Él siempre había confiado en los detalles. Bien, ahora los tenía en abundancia. Muchos datos y algunas conclusiones inevitables.

Se levantó y tocó la lisa cara del hijo sin darle tiempo a reaccionar.

– Eres un buen médico, Peter. Agradezco tu interés.

Peter cabeceó con expresión grave. No dejaba de mirar al padre. Su hijo parecía tener un don, una capacidad para captar matices, las sensaciones que acompañaban cada enfermedad, el lúgubre fantasma de la mortalidad. Stern se alegraba de notar esa pericia. En la relación entre ambos rara vez había esas sutilezas.

– Mira, estoy seguro de que estás bien -dijo Peter-. Tan sólo estaremos al tanto. ¿De acuerdo?

– Muy bien -dijo Stern, mientras se ponía la chaqueta-. Te lo agradezco. Y lamento, Peter, haberte involucrado en un asunto tan desagradable.

– Qué diablos -dijo Peter-. Ya sabes lo que dicen.

– ¿Qué dicen? -preguntó Stern desde la puerta.

– La vida está llena de sorpresas.

Su hijo sonreía. Sin duda ya estaba pensando en contarlo a las hermanas.

15

Dixon, como cabía esperar, disfrutaba compitiendo y durante años había recurrido a excusas para inducir a Stern a practicar con él varios deportes. Como decía Stern, una reunión de trabajo con Dixon generalmente significaba sudar. Cuando Stern era más joven y mucho más delgado, habían jugado a balonmano en el club de Dixon. Stern era más ágil de lo que sugería su aspecto, pero no podía competir con su cuñado. Dixon, más corpulento, más fuerte y mucho mas atlético, no se cansaba nunca de ganar. Con el tiempo invitó a Stern a pescar en el lago Fowler. El sedal de Stern se enredaba en los arbustos y los lirios; de vuelta en la orilla, Dixon describía la torpeza de Stern a todos los que encontraba. «El único hombre que fue a pescar y casi cazó un pájaro. Hablo en serio. ¿Un cardenal en un árbol? Stern le erró por pocos centímetros.» A menudo Stern le decía a Clara que Dixon era el trofeo que quería disecar y exhibir.

Ahora Stern había limitado esta rivalidad al golf. Stern tenía más instinto para este juego, era más hábil en tierra que en el agua. Pero, como de costumbre, no jugaba con la frecuencia necesaria para competir con el virtuosismo de Dixon, que era un jugador audaz, amante de las situaciones difíciles: un golpe donde tenía que apoyar un pie en la bifurcación de un árbol o sortear un poste con la bola. Era temerario en este campo familiar. El Greenwood Country Club se había fundado un siglo antes en esas colinas ondulantes, a cincuenta kilómetros de la ciudad. Era terreno de cría de caballos, con colinas pobladas de olmos y robles, álamos y pinos. La universidad de Easton quedaba a poco más de diez minutos. Aquí y en el lago Fowler, los privilegiados respiraban aire más fresco y fingían que la ciudad que los mantenía ricos estaba a gran distancia. A Dixon le encantaba esa vida, como todos los demás símbolos de prestigio, y tenía su hogar principal en las cercanías, una enorme casa de piedra en un terreno de una hectárea, a orillas del lago.

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