Scott Turow - El peso de la prueba

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Este acuerdo, cómodo para Stern, pronto resultó inaceptable para Henry. No tenía quejas con el modo en que Stern resolvía los casos que le delegaba. Pero no le gustaba la clientela que Stern se traía de los tribunales, adonde el joven acudía con la esperanza de obtener más casos. Después de dos o tres intentos frustrados, logró llamar la atención de un sargento de policía llamado Blonder, y por una comisión de cinco dólares por cliente éste celebraba líricamente los triunfos de Stern y entregaba su tarjeta a los detenidos que llegaban en el furgón de la policía. Estos clientes -gitanos, ladronzuelos, borrachos que se habían liado en peleas de taberna- llegaban a las oficinas con revestimiento de roble de Henry Mittler para esperar al señor Stern, junto al cliente de Henry, Buckner Levy, con quevedos y sombrero de fieltro, el presidente del Commercial Bank de la calle Cleveland. No se producían incidentes, pero Henry se enfurecía al ver a esos patanes en camiseta, que fumaban cigarrillos, y a veces confundían los ceniceros con escupideras. Cuando Stern conoció a Clara, sus clientes sólo podían esperarlo en un banco del pasillo, mientras Henry pensaba en echar definitivamente a Stern. En su arrebato inicial, Henry ordenó a Stern que buscara una nueva oficina, aunque luego no volvió a mencionar el tema.

Clara trabajaba dos o tres días a la semana en la oficina de su padre. Stern la vio por primera vez desde el pasillo. Era una joven esbelta y erguida sentada ante Henry Mittler con una libreta verde de taquigrafía en la mano. Stern se detuvo; había algo raro en todo aquello. Ella llevaba una elegante blusa de seda, una falda parda de fina lana y un collar de perlas. Entonces advirtió que no estaba sentada en una silla, sino en el taburete de la mecedora de Mittler.

– Sí, Stern. -Henry lo había visto. Stern, que no tenía intención de pasar, dijo que volvería más tarde, pero Mittler estaba de buen humor y casi le ordenó que entrara en la oficina-. Mi hija -presentó alzando la mano, mientras buscaba algo en el escritorio.

Clara tenía el pelo rojizo como una cereza, muy corto, lo cual no estaba de moda; la tez, salvo por dos marcas moradas cerca del pómulo, era pálida; al principio Stern no supo si era bonita o fea. Tenía una expresión indiferente. Saludó a Stern con un cabeceo que no revelaba mayor interés que por un mueble.

Henry estaba buscando su pipa.

– Supongo que ya has hecho otros arreglos -dijo mientras encendía la tabaquera de espuma de mar.

– Aún no -confesó Stern.

Años después, Stern todavía recordaba la asombrosa celeridad con que calculó las ventajas de conquistar la atención de esa joven. Sin embargo, fue Henry, no Stern, quien los puso en contacto.

– Stern es argentino -comentó el padre.

Ella sonrió.

– ¿De dónde? -preguntó.

En 1956 la mayoría de los norteamericanos sentían aprensión ante todos los extranjeros; de Argentina sólo les interesaba el tango. Stern sintió una instantánea gratitud por ese interés.

– Buenos Aires, aunque vivimos en varios sitios. Mi padre logró transformar la práctica de la medicina en un oficio itinerante.

– ¿Tu padre era médico? -preguntó Henry-. Siempre has actuado como si fueras un hijo de puta venido a menos. Perdón, Clara.

– Lamentablemente, es cierto -admitió Stern.

– Éste es el que usa el teléfono del corredor -explicó Henry.

– Ah -dijo Clara.

El pobre Stern sintió un sofocón de vergüenza. Clara le cogió el brazo.

– Papá, avergüenzas al señor Stern.

Henry hizo una mueca. Para él no tenía importancia.

Algunos elementos de esos primeros instantes parecían incomprensibles. Ella era demasiado sofisticada y rica para ser secretaria, pero iba dos o tres veces por semana para mecanografiar y atender el teléfono. Cuando pasaba Stern, le sonreía tímidamente. Era una persona de pocas palabras, difícil de descifrar más allá de su apariencia estoica.

– ¿Eres estudiante? -le preguntó Stern un día, impulsivamente, cuando estaba en el pasillo, cerca de la pequeña oficina interior que ella compartía con otras dos mujeres.

– ¿Yo? No. Terminé la carrera hace tres años. Cuatro. ¿Por qué lo preguntas?

– Pensaba… -murmuró Stern.

Como de costumbre, le costaba encontrar la palabra adecuada.

– ¿Que yo era más joven?

– Oh, no -dijo él de inmediato. En realidad no había pensado en ello, pero la joven sintió cierto embarazo. Se había puesto en desventaja al revelar esta vulnerabilidad-. Simplemente me preguntaba si tenías otra actividad cuando no estabas aquí.

– ¿Crees que podría hacer algo mejor que escribir a máquina para mi padre?

– Oye -dijo Stern, aunque entonces comprendió que ella sólo intentaba coquetear sin mucho éxito-. Estoy seguro de que eres capaz de muchas cosas.

Ella no respondía. Desvió la mirada con timidez. Stern no iba a ningún lado con esa familia. Sin embargo, días más tarde ella lo llamó cuando pasaba por el pasillo.

– ¿Stern? -Él se asomó sin estar seguro de que fuera la voz de ella. Clara agachaba los ojos mientras tecleaba la máquina, un pesado artefacto negro de hierro forjado. Al fin habló, aunque al parecer tras considerable reflexión-. Dime, Stern, ¿qué creías que estudiaba?

Vaya, ¿ahora qué? Stern escogió algo inofensivo.

– Música, tal vez.

Ella sonrió, radiante de placer.

– Mi padre te lo dijo.

– No -contestó Stern, con gran alivio.

– ¿Te gusta la música?

– Mucho. -No era mentira del todo. ¿A quién no le gusta la música? Clara dijo que había estudiado piano durante muchos años. Mencionó compositores a quienes Stern sólo conocía de nombre. Convinieron en disfrutar juntos de la música en alguna oportunidad. Al terminar la conversación, Stern quedó nuevamente sorprendido por las peculiaridades de aquella joven. Educación universitaria, vida ociosa, llena de vibrante sensibilidad. ¿Qué edad tenía? Veinticuatro o veinticinco años, calculó Stern, algo mayor que él. Demasiados para ser soltera, incluso en Estados Unidos.

La semana siguiente, Henry lo llamó a su oficina. Stern temía que la expulsión fuera a consumarse, pero en cuanto vio al inquieto Henry, comprendió que se trataba de otra cosa. Si Henry revocaba un permiso, lo hacía sin titubeos.

– Pauline y yo no podemos usarlas -dijo Mittler, mientras le entregaba unas entradas para la Sinfónica-. Sin duda Clara querrá ir. -Stern estaba demasiado confundido para que Mittler corriera riesgos-. Ha sido idea de Clara. Es demasiado tímida para pedírtelo ella misma.

– Es usted muy amable, señor Mittler. Estoy muy agradecido.

– Ya lo creo -dijo Henry-. Mira, Stern, no sé qué pensar de mi hija. Ignoro si esto es acertado o no. Tal vez creas que ella es brillante, pero en general no sabe lo que quiere. Créeme. He asegurado a su madre que no habría ningún problema. Le dije que eres inofensivo.

Mittler clavó en Stern los ojos amarillentos.

¿Tendría que haber rehusado? Décadas después, en el abismo del dolor, podría plantear la pregunta, pero nunca los condenaría a ambos con una respuesta afirmativa. Había aceptado las entradas mientras respondía con un murmullo a ese juicio sobre su carácter inofensivo. Cualquier persona presente habría creído que estaba de acuerdo.

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