Scott Turow - El peso de la prueba

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En vez de lidiar con el tráfico del mediodía, había cruzado el puente, aún con sus dos grandes cajas vacías a cuestas. Se encontró con Radczyk en un lugar llamado Wally's. No era muy atractivo. Como en todos los establecimientos de Lower River, se entraba por detrás. Las ventanas del fondo del restaurante daban al río, de otro modo inaccesible, y miraban hacia los pilotes y los puntales de hierro de las carreteras. En el horizonte despuntaba un destello de luz diurna y, según el ángulo del sol, a veces iluminaba la opaca superficie del agua para mostrar el sedimento flotante y los desechos industriales. Radczyk estaba fumando un cigarrillo ante una mesa y por alguna razón se estudiaba la camisa cuando se le acercó Stern.

– ¡Ah, Sandy!

La rubicunda cara pueblerina del policía estaba radiante.

Esta calidez, cuyo origen Stern aún no atinaba a recordar, continuaba incomodándole. Radczyk había llamado esa mañana diciendo que tenía algunos resultados. Sugirió Wally's, un antro de polizontes, y Stern aceptó con gusto con tal de no tener que ir al puesto de policía. Stern quedó más impresionado que en su casa por el tamaño de aquel hombre; Radczyk apenas cabía en la silla, una mole lentamente disminuida por la edad. Vestía una chaqueta de tweed y la camisa roja que se estaba examinando cuando llegó Stern. Explicó que sus hijos se la habían regalado para Pascua.

– Uno recibe a los nietos y lo destruyen todo, así que es un alivio mandarlos de vuelta a casa.

Stern sonrió. Pensó que pronto él también tendría derecho a estas quejas cariñosas. La perspectiva le parecía mucho menos reconfortante ahora. Se le estrujó el corazón al pensar en John.

– Bien -dijo Stern- ¿Ha tenido éxito?

Quería ir al grano. Radczyk era la clase de hombre que hablaba de cualquier cosa.

El viejo policía hurgó en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó una página grisácea, una copia de algo. Se caló las gafas y examinó el papel como si nunca lo hubiera visto. Luego se quitó las gafas y agitó la hoja.

– ¿Ha pensado en hablar con los médicos de su esposa? Yo en su lugar lo haría.

Por un instante Stern sintió la misma turbación que había experimentado en su camino desde la fiscalía. ¿Por qué se había molestado con ese policía? Era viejo y tal vez nunca había sido muy competente. Radczyk sugería un punto de partida que Stern ya había pensado. No consiguió ocultar del todo su irritación.

– Teniente, le confieso que ya lo he intentado.

– ¿Le puedo preguntar qué surgió de ello? -preguntó Radczyk.

– Pues que el médico de cabecera de Clara me dice que él no pidió ese análisis, y no he podido determinar qué facultativo lo solicitó.

Radczyk miró la hoja que tenía en la mano.

– Aquí no figura el nombre -dijo-. Supongo que lo pude haber preguntado cuando estuve allí.

La posible importancia del nombre del médico era para Radczyk una idea tan remota como la noción de vida en otros mundos. Stern se sentía cada vez más inquieto.

– ¿Estuvo usted en Westlab?

– Claro, claro. Ya se lo comuniqué. Fui al centro médico, hablé con la administradora, le mostré la placa. Una muchacha simpática. Se llamaba Liz. Muy profesional. Tenía aspecto de mexicana o italiana. Le dije que estaba haciendo una investigación de rutina y le pedí la documentación. Me mostró un archivo entero, en la misma oficina. Me dio una copia de los resultados.

Radczyk alzó el papel con la mano y Stern, sin invitación, extendió el brazo para cogerlo en silencio. Radczyk se lo dejó. La servil camarera pasó con su libreta verde, preguntando qué tomaría. Stern pidió mientras estudiaba la copia. Era media página con el membrete de Westlab. El resto contenía cifras impresas con ordenador. Números. Códigos. Una maraña indescifrable. Estuvo a punto de soltar un gruñido de frustración.

– ¿Le dijeron, teniente, para qué era el análisis?

– Claro. «Pruebas víricas.»

Recobró el papel y con una uña mugrienta señaló un casillero marcado con una X.

– ¿Un virus?

Radczyk asintió.

Stern reflexionó. Clara había consultado al médico a causa de un virus. Ése era el resultado de una investigación de dos meses. Su esposa estornudaba. Tenía una tos persistente. Con razón sólo había molestado a Peter. Sonrió vagamente. A pesar del dolor, la situación le parecía cómica.

– ¿Y no tenían más datos?

Radczyk parecía estar ausente. Volvió hacia Stern la cara simpática y rubicunda y se le acercó más.

– Aún no me recuerda, ¿verdad?

Stern, que normalmente habría dado grandes rodeos para no admitir una verdad tan poco halagüeña, se limitó a encogerse de hombros. Era inútil tratar de engañar al viejo policía.

– Ya me lo parecía -dijo el policía, inclinándose-. Marv Jacoby.

Stern lo recordó de golpe.

– El hermanastro -murmuró. El huérfano, pensó-. Eso fue hace tiempo.

Radczyk sonrió, puerilmente satisfecho de que lo recordaran.

– Entonces acababa de ascender a sargento.

De manera que éste era el hermanastro. Stern recordó al instante toda la historia. Radczyk había sido criado por el abuelo, que vendía periódicos en uno de esos quioscos de una esquina; en el invierno se calentaban con el fuego de una lata de petróleo. Un día dos malandrines del vecindario, que iban en busca de unas monedas, intentaron asaltar al abuelo y al final lo mataron a balazos. El policía de la ronda era Harold Jacoby -los judíos no llegaban a teniente en esos días-. Se llevó al nieto a casa y lo educó como hijo propio. Harold tenía dos hijos más, según recordaba Stern, y los tres habían sido policías. Ray era el mayor. Eddie al final renunció y se fue a California, donde había tenido éxito como inversor financiero. Marvin, el hijo menor, había sido cliente de Stern.

Cielos, era todo un matón, pensó Stern al recordar a Marvin. Era un pillo que mascaba chicle y gastaba bromas, con ojillos negros. Marvin fue mal policía desde el día en que recibió la placa. Y un problema cotidiano para Ray, quien se encargó de él cuando el padre falleció.

Casi doce años atrás, varios agentes de policía, azuzados por las habituales rivalidades interdepartamentales, habían empezado a reunir pruebas de infracciones en el Distrito Norte de la ciudad. Este esfuerzo no requería mayor lucidez. El Distrito Norte era un libro abierto: polizontes corruptos, fianzas dudosas, jueces deshonestos. Marvin no era el infractor más grave, pero sí uno de los menos populares, y cuando conoció a Stern tenía una citación para comparecer ante un gran jurado estatal que estaba examinando declaraciones de que Marvin había recibido una paga mensual de unos traficantes de narcóticos para que los pusiera sobre aviso ante las redadas policíacas.

– Aún estoy en deuda con usted por todo aquello -dijo Radczyk.

Stern meneó la cabeza. No había sido gran cosa. Él sólo había tocado los puntos indicados. Como un conocedor de artes marciales. Stern había visitado discretamente a unos cuantos políticos cuyas alianzas podían verse perturbadas por problemas repentinos en el Distrito Norte. El fiscal del condado, Raymond Horgan, quien tenía amigos como todo el mundo, había decidido cerrar la investigación. Radczyk se sentía exageradamente agradecido por estos esfuerzos, había asistido a cada una de las visitas de Marvin, inquieto como una madre; entonces era tan expresivo como ahora. Marvin se sentaba allí en uniforme, haciendo estallar el chicle mientras Ray reinterpretaba cada observación procurando la exculpación de Marvin. Parecía resuelto a no creer lo peor, era el devoto hermano mayor que todo hombre debería tener. Eso no le había servido de nada a Marvin, quien años después apareció en el maletero de un coche, en un aparcamiento del Distrito Norte.

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