– ¿Su hijo? -preguntó Stern, señalando la foto del niño cuando Klonsky regresó con una carpeta apoyada en el cuerpo.
Como temía Stern, la carpeta tenía un grosor considerable.
– El hijo de Sam, mi esposo. Vive con la madre. Éste es nuestro primero.
– Maravilloso -dijo Stern.
Una alegría especial. Procuraba mantener una relación amistosa con aquella mujer.
– Maravilloso o loco -replicó ella-. Yo digo que es un embarazo geriátrico. Mi ginecólogo está totalmente aterrado. ¡Una abogada de cuarenta y un años con historial médico! Teme que se dupliquen sus problemas de mala práctica profesional.
Stern sonrió afablemente, pero no ofreció ningún comentario. Historial médico, advirtió.
– A veces creo que estoy loca por empezar a esta edad.
– Bien, usted dice que su marido tiene experiencia.
– ¿Charlie? No sé si él ha notado que estoy embarazada.
Se echó a reír pero desvió los ojos mientras sopesaba algún pensamiento íntimo. Stern supo que habían llegado de repente al fin de ese camino.
Klonsky tendió las manos hacia los documentos, ordenados y sujetos con banda elástica, que Stern había apilado sobre el escritorio. Estaban organizados transacción por transacción y ella los comparó con la citación. Mientras Klonsky trabajaba, Stern empezó a hacer preguntas discretas. Él había examinado atentamente los documentos y no había encontrado nada excepcional. Al parecer no había manipulación de los mercados, ni traslado de operaciones dudosas a cuentas discrecionales, ni recargos dobles a los clientes, ninguna estafa por la cual el cliente debiera pagar un precio más alto del que ofrecía la bolsa.
– A partir de estos documentos resulta muy difícil imaginar qué alega el informante. Usted no ha solicitado documentos de una sola cuenta controlada por Dixon. Aquí nada está relacionado con él.
Ella movió fugazmente los ojos castaños. Desde luego, Stern no había mencionado la cuenta de errores, ni los documentos que Klonsky había pedido al banco de Dixon. No estaba dispuesto a desmentir la impresión de que era tan ignorante como el gobierno deseaba que fuera.
– ¿Puedo hacer una pregunta? -dijo Klonsky de repente.
– Desde luego.
– ¿Por qué le importa si hay un informante? Supongamos que lo hay.
Vaya, pensó Stern.
– ¿No cree que la persona involucrada tiene derecho a saber qué clase de delito le atribuye ese informante? -Iba a llamarla por el nombre de pila, pero no se sentía cómodo con Sonia y le parecía demasiado formal volver a Klonsky-. ¿El señor Hartnell debe cruzarse de brazos mientras el gobierno determina si puede unir un papelito con otro hasta tener un caso preparado y estar dispuesto a destruir literalmente sus negocios y su vida?
– No sé en qué puede afectarlo esperar ahora.
– Él puede colaborar. Si entiendo lo que dice el informante, puedo llamar la atención de usted sobre ciertos asuntos pertinentes.
– Y también puede identificar a los testigos de antemano, influir sobre ellos y hacer lo posible por controlar el flujo de información.
Stern la miró fijamente un instante.
– En efecto -murmuró.
No pudo contener una mueca. Los rumores acerca de ella eran correctos. No porque la ayudante se equivocara en su evaluación de las intenciones de Stern, pero había cierta ingenuidad en el modo en que pretendía inhibirlo. Lo supiera Klonsky o no, se trataba de un conflicto, un proceso, no la búsqueda del Santo Grial. Cuando ella arrastraba a testigos intimidados a la sala del gran jurado, donde los abogados no podían acompañarlos, donde los espantaba el temor a cada indiscreción, cada desliz, y reducían a esas personas a una servil ansia de satisfacer a los fiscales, eso no era influencia para Klonsky. Era el gobierno trabajando. Pero si el abogado del posible acusado hablaba con los testigos, examinaba sus documentos y trataba de equilibrar sus declaraciones, eso rayaba en el soborno. El problema era simple: todavía era una novata. Pobre Sonia Klonsky. Más de cuarenta años y tanto que aprender. Se sintió defraudado.
– Está usted enfadado -dijo ella.
– No es eso.
– No quise sugerir que usted haría algo poco ético.
– No lo he interpretado así.
Stern pasó otro momento descargando las cajas, sacando fajos de documentos con los bordes ennegrecidos por el papel carbón.
Klonsky aún estaba desconcertada por su cambio de actitud.
– Creí que sólo teníamos… -Agitó la mano-. Una conversación.
– No estamos de acuerdo -replicó Stern-. Considérelo una obligación, en nuestros respectivos papeles. -Se puso en pie- ¿Adónde piensa llegar?
Ella lo miró un instante.
– No estoy satisfecha, Sandy.
¿Cómo diablos Stan Sennett había contratado a esa mujer? ¿Quería tener sesiones de sensibilidad en el gran jurado? Qué persona tan notable. A su pesar, Stern debía reconocerle cierto magnetismo. Su esquiva sonrisa resultaba enternecedora y tenía un destello de profunda inteligencia en los ojos. Pero le alarmaba lo que había notado un instante antes. Sonia Klonsky daba la impresión de que, a pesar de su aplomo de mujer independiente, un fragmento de su alma permanecía al borde de la histeria. Había un elemento de efervescencia descontrolada. Eso también surtía un efecto conmovedor: una mujer cuarentona, todavía con sueños de adolescente.
– Ayudante Klonsky -dijo-, no es preciso que nos tratemos con crudeza. Le aseguro que nos mantendremos en términos cordiales.
Le tendió la mano, pero ella se sentó en la silla, con una sombra de preocupación en la cara, y abrió un cajón.
– Hay otra cosa. Ya que usted representa al señor Hartnell, no podremos entregarle las citaciones cuando llamemos a otros testigos de MD. El potencial de conflicto es demasiado elevado.
Stern comprendió que se avecinaba algo nuevo. Klonsky estaba diciendo que pronto saldría en busca de los empleados de Dixon y que trataría de obligarlos a declarar contra el jefe. Si el gobierno se salía con la suya, cada uno tendría un abogado diferente. Ésta era la actitud habitual de los fiscales. Divide y vencerás. Con el pretexto de proteger la ética profesional, intentaban que cualquiera que tuviera algo que revelarles no quedara bajo la influencia del abogado del blanco de la investigación. Stern aceptaba de buen grado los preceptos éticos pero consideraba que el derecho a determinar conflictos en principio era suyo, no de la fiscalía. Protestó, pero Klonsky adoptó su expresión severa y no aceptó más objeciones.
– De todos modos -continuó-, Stan pensó que esta citación se le debía entregar a usted. Como cortesía. -Abrió un sobre y sacó una hoja de papel que le tendió a Stern-. Le dimos bastante tiempo, casi un mes, así que usted tendrá tiempo suficiente para ayudarlo a buscar asesoramiento de otro profesional.
Stern asintió obtusamente. Miró a Klonsky, quien estaba llenando un casillero en el dorso de su copia para consignar cuándo y a quién se había entregado la citación.
Había pasado un momento agradable, pensó Stern con repentina desolación, bromeando con esa joven capaz, evaluando su carácter. Ahora esto. Cuando miró la citación, sintió el peso de la consternación en los brazos. Quiso maldecir a Dixon y sus tortuosos procedimientos. Por el modo en que manejaban esto, el admitido tratamiento especial, Stern sospechó enseguida de qué se trataba.
– ¿Piensan ustedes convocar a otras personas del despacho de pedidos? -preguntó con aire indiferente, con la esperanza de que ella no reparara en la importancia de la pregunta.
Klonsky negó con la cabeza mientras escribía. Stern se alarmó aún más. Los albaranes de pedido que Margy había prometido solicitar a la oficina de Kindle no le habían llegado, pero ahora supo lo que revelarían. Dixon no había pedido a cualquier persona del despacho que adelantara la operación, como había pensado Margy; eso habría implicado un riesgo excesivo, la posibilidad de que alguien astuto y descontento pudiera abrir el pico, plantear objeciones. Dixon había comunicado la orden a un sujeto obediente, el único individuo del despacho de pedidos con quien el gobierno necesitaba hablar. Sin duda, era el marido de su hija. Stern plegó la citación en tres. En las líneas punteadas para el nombre y el domicilio decía «John Granum». Ahora su yerno estaba citado para testimoniar ante el gran jurado. El temor de Klonsky ante una influencia indebida sobre los testigos críticos parecía más comprensible.
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